El Lector Ideal también es la mejor manera de calibrar si el relato posee el ritmo correcto, y si has introducido los precedentes de manera satisfactoria.
El ritmo es la velocidad con que progresa la narración. En círculos editoriales corre la idea tácita (y por lo tanto, ni justificada ni analizada) de que las historias y novelas de mayor éxito comercial tienen un ritmo rápido. La premisa, imagino, es que hoy en día la gente está muy ocupada, y se distrae tan fácilmente de la letra impresa que la única manera de no perderla es convertirse en una especie de cocinero de fast food que vende hamburguesas y patatas a todo trapo, recién salidas de la freidora.
Al igual que muchas ideas del mundo editorial que no han sido sometidas a ningún análisis, la que nos ocupa tiene mucho de chorrada. Por eso se quedan de piedra las editoriales ante fenómenos de ventas como El nombre de la rosa, de Umberto Eco, o Monte frío, de Charles Frazier. Sospecho que la mayoría de los editores atribuyen el éxito de esos libros a caídas imprevisibles y lamentables en el buen gusto por parte del público lector.
Y no es que las novelas de ritmo rápido tengan nada de malo, ¿eh? Hay escritores bastante buenos (Nelson DeMille, Wilbur Smith y Sue Grafton, por citar tres ejemplos) que han ganado millones escribiéndolas. Aun así, la velocidad puede llevar al exceso. Yendo demasiado deprisa te arriesgas a dejar rezagado al lector, por confusión o agotamiento. En cuanto a mí, prefiero ritmos más lentos y estructuras más ambiciosas. El lujo de deleitarse con novelas largas y absorbentes como Pabellones lejanos o Un buen partido ha sido uno de los atractivos principales de esta modalidad literaria desde sus primeros exponentes, relatos epistolares interminables y de muchas partes, como Clarissa. En mi opinión, debería dejarse que cada historia se desarrollara a su propio ritmo, que no siempre es trepidante. Pero ojo: si reduces demasiado la velocidad, corres el riesgo de poner nervioso hasta al lector más paciente.
¿Que cuál es la mejor manera de encontrar el punto medio? El Lector Ideal, cómo no. Procura imaginar si se aburrirá con tal o cual escena. Si conoces los gustos de tu L. I., aunque sólo sea la mitad de bien que yo los del mío, no debería costarte mucho. ¿Le parecerá que en tal pasaje hay demasiado diálogo que no aporta nada? ¿Que sólo has explicado a medias una situación… o te has excedido en describirla, que es uno de mis defectos crónicos? ¿Que se te ha olvidado atar un cabo importante de la trama? ¿O todo un personaje, como le pasó a Raymond Chandler? (Cuando le preguntaron por el chofer asesino de El sueño eterno, Chandler, que se tomaba sus cepitas, contestó: «¡Ah, ése! Es que se me olvidó»). Deberías tener presentes esas preguntas hasta con la puerta cerrada. Y cuando esté abierta (cuando tu Lector Ideal haya leído el original), deberías formularlas en voz alta. Por otro lado, y al margen de lo inseguro que se pueda ser, es normal tener ganas de observar al L. I. y ver cuándo deja el original para dedicarse a otra cosa. ¿Qué escena leía? ¿Qué le costaba tan poco dejar?
Yo, cuando pienso en el ritmo, suelo acudir a Elmore Leonard, que lo explicó a la perfección diciendo que quitaba las partes aburridas. La frase sugiere recortes para acelerar el ritmo, que es lo que acabamos teniendo que hacer casi todos (mata a tus seres queridos; mátalos aunque se te rompa tu corazoncito egocéntrico de plumífero).
De adolescente, cuando enviaba cuentos a revistas como Fantasy and Science Fiction y Ellery Queen’s Mystery Magazine, me acostumbré a la típica nota de devolución que empieza por «Querido colaborador» (podrían ahorrárselo). Me acostumbré tanto que acabé agradeciendo cualquier frase un poco personal. Eran tan escasas como espaciadas, pero recibirlas siempre me alegraba el día y me hacía sonreír.
En primavera de mi último curso en el instituto de Lisbon (o sea, en 1966) recibí un comentario manuscrito que cambió para siempre mi manera de enfocar las revisiones. Debajo de la firma del director, reproducida a máquina, figuraba a mano lo siguiente: «No es malo, pero está hinchado. Revisa la extensión. Fórmula: 2da versión = 1ra versión - 10%. Suerte».
Ojalá me acordara del autor del ingenioso comentario. Quizá fuera Algys Budrys. En todo caso me hizo un gran favor. Copié la fórmula en un trozo de cartón de camisa, la enganché con celo al lado de mi máquina de escribir y no tardaron en pasarme cosas buenas. No es que de repente me hiciera de oro vendiendo cuentos a revistas, pero el número de comentarios personales en las notas de devolución aumentó deprisa. Hasta recibí una de Durant Imboden, el responsable literario de Playboy. El mensaje estuvo a punto de provocarme un infarto. Playboy pagaba dos mil dólares o más por cada cuento, y dos billetes representaban la cuarta parte de lo que ganaba al año mi madre en el Pineland Training Center.
Es probable que la «fórmula de revisión» no fuera el único motivo de que empezara a obtener resultados. Sospecho que había llegado mi hora, la hora tan esperada. A pesar de ello, no cabe duda de que la fórmula influyó. Antes de ella, si la primera versión de un relato rondaba las 4000 palabras, la segunda tendía a las 5000. (Hay escritores que quitan; yo temo ser, y haber sido siempre, un añadidor nato). La fórmula lo cambió. Todavía hoy, si tengo una primera redacción de 4000, me impongo el objetivo de que la segunda no pase de 3600. Y si la primera versión de una novela tiene 350.000 palabras, me desviviré por redactar una segunda versión de como máximo 315.000, y si es posible de 300.000. Suele serlo. Lo que me enseñó la fórmula es que todos los relatos y novelas, en mayor o menor medida, son plegables. Si no puedes quitar el diez por ciento y conservar lo esencial de la historia y el ambiente, es que no te esfuerzas bastante. El efecto de una poda sensata es inmediato, y a menudo asombroso: un Viagra literario. Lo notarás tú, y lo notará tu L. I.
Los precedentes, o historia de fondo, son todo lo que ocurre antes del inicio de tu relato pero que tiene impacto sobre la historia principal. Contribuyen a definir a los personajes y establecer motivaciones. Yo considero importante introducir los precedentes con la mayor rapidez, pero también es importante hacerlo con cierta elegancia. He aquí la intervención de un personaje como ejemplo de falta de ella:
—Hola, ex mujer —dijo Tom a Doris, que entraba en la cocina.
El hecho de que Tom y Doris estén divorciados puede ser importante para la historia, pero seguro que hay una manera mejor que la de arriba, que tiene la elegancia de un asesino con hacha. He aquí una propuesta:
—Hola, Doris —dijo Tom. Su voz sonaba natural (al menos a sus propios oídos), pero los dedos de su mano derecha reptaron hacia donde había tenido su anillo de casado hasta hacía seis meses.
Sigue sin ser de premio Pulitzer, y es bastante más largo que «hola, ex mujer», pero ya he intentado aclarar que se trata de algo más que de simple rapidez. Y si crees que sólo es cuestión de informar, mejor que renuncies a la narrativa y te busques un trabajo de redactor de manuales de instrucciones. Te está esperando el cubículo de Dilbert.
Seguro que has oído la expresión in medias res, que significa «en medio de las cosas». Se trata de una técnica antigua y respetable, pero a mí no me gusta. Requiere flashbacks, que me parecen una cosa aburrida y hasta vulgar. Siempre me recuerdan aquellas películas de los cuarenta y tos cincuenta, cuando se pone borrosa la imagen, dan eco a la voz y de repente hemos retrocedido dieciséis meses y el preso manchado de barro a quien acabábamos de ver huyendo de los perros es un abogado joven y prometedor que todavía no ha sido detenido como sospechoso de haber asesinado al comisario corrupto.
Como lector, me interesa más lo que va a suceder que lo que ya ha sucedido. Reconozco que hay buenas novelas que van a contrapelo de esta preferencia (¿o hay que llamarlo prejuicio?): una es Rebeca, de Daphne du Maurier; otra A Dark-Adapted Eye, de Barbara Vine. A mí, no obstante, me gusta empezar en la primera casilla, empatado con el escritor. Prefiero no mezclar las cosas. En eso soy muy clásico. Que me sirvan primero el aperitivo, y que sólo me traigan el postre cuando me haya comido el segundo plato.
Aunque cuentes la historia de la manera directa a la que me refiero, descubrirás que siempre hay que incluir algunos precedentes. Todas las vidas participan del in medias res, y lo digo en el sentido más real. Sí en la primera página presentas como protagonista a un hombre de cuarenta años, y si se desencadena la acción por irrumpir en el escenario de su vida alguna persona o situación nueva (digamos que un accidente de tráfico, o hacerle un favor a una mujer guapa que siempre mira seductoramente por encima del hombro [¿te has fijado en el horrendo adverbio que hay en la frase, y que no he logrado matar?]), seguirás teniendo que enfrentarte con los primeros cuarenta años de vida del protagonista. La medida en que trates de esos años y el acierto con que lo hagas influirán mucho sobre el éxito que logre tu relato, y en que los lectores opinen que «vale la pena leerlo» o es «una paliza». Hoy en día, en cuestión de precedentes, el premio es probable que se lo lleve J. K. Rowling, la autora de las novelas de Harry Potter. No es ninguna tontería leerlas y fijarse en la naturalidad con que cada libro recapitula los anteriores.
(Las novelas de Harry Potter, por otro lado, son pura diversión, pura historia de cabo a rabo).
El Lector Ideal puede ser de grandísima ayuda para averiguar si has acertado mucho o poco con los precedentes, y qué añadir o sustraer en la siguiente versión. Hay que escuchar con gran atención lo que no ha entendido el L. I., y luego preguntarte si tú lo entiendes. Si la respuesta es que sí, pero no has logrado transmitirlo, te corresponde aclararlo en la segunda redacción. Si no, si a ti también te parecen confusas las partes de la historia de fondo que ha puesto en tela de Juicio tu Lector Ideal, es que tienes que reflexionar más a fondo sobre los acontecimientos del pasado que aclaran el comportamiento presente de tus personajes.
También debes prestar mucha atención a lo que tu Lector Ideal haya encontrado aburrido en la historia de fondo. En Un saco de huesos, por ejemplo, el protagonista, Mike Noonan, es un escritor de cuarenta y tantos años cuya mujer acaba de morir de un aneurisma cerebral. La novela empieza el día de la muerte de ella, pero quedan muchos precedentes, muchos más de lo habitual en mi narrativa. Está el primer empleo de Mike (periodista), la venta de su primera novela, sus relaciones con la nutrida familia de su difunta esposa, su historial de publicaciones, y sobre todo la cuestión de su casa de verano al oeste de Maine: cómo y por qué la compraron, y parte de su historia antes de ser adquirida por Mike y Johanna. Tabitha, mi Lectora Ideal, lo leyó todo con cara de disfrutar, pero había una parte de dos o tres páginas sobre el voluntariado de Mike durante el año posterior a la muerte de su esposa, año en que acrecienta su dolor un caso grave de bloqueo de escritor. A Tabby no le gustó lo del trabajo social.
—¿A quién le importa? —me preguntó—. Yo quiero saber más de sus pesadillas, no sí acudió al ayuntamiento para ayudar a que no durmieran en la calle los alcohólicos sin techo.
—Ya, pero es que está bloqueado —dije yo. (Cuando a un escritor le cuestionan algo que a él le gusta mucho, las primeras dos palabras que salen de su boca casi siempre son «ya, pero»)—. Le dura un año o más. De alguna manera tiene que aprovechar el tiempo, ¿no?
—Supongo —dijo Tabby—, pero tampoco hace falta aburrirme, ¿no?
¡Uf! Juego, set y partido. Tabby es como casi todos los buenos L. I.: si tiene razón puede llegar a ser cruel.
Conque podé las obras de beneficencia de Mike, reduciéndolas de dos páginas a dos párrafos, y resultó que tenía razón Tabby. Me di cuenta al verlo impreso. Un saco de huesos ha tenido unos tres millones de lectores, yo he recibido cuatro mil cartas o más sobre el libro y de momento no me ha dicho nadie: «¡Eh, inútil! ¿Qué voluntariado hacía Mike durante el año en que no podía escribir?».
Sobre la historia de fondo, lo más importante para recordar es que a) historia la tiene todo el mundo, y b) en general no es muy interesante. Cíñete a las partes que lo sean y no te dejes llevar por el resto. Contarle la vida a alguien, y que te escuchen, sólo se hace en los bares. Se hace, además, una hora antes de cerrar, y a condición de que consumas.