Listo. Ahora hablaremos de las revisiones. ¿Cuántas? ¿Cuántas versiones? En mi caso, la respuesta siempre ha sido dos versiones y una última mano. (Desde que existen los procesadores de textos, pulir se parece mucho a escribir la tercera versión).
Ten presente que sólo hablo de mi manera de trabajar. De hecho, el proceso de reescritura cambia mucho de escritor a escritor. Kurt Vonnegut, por ejemplo, reescribía cada página de sus novelas hasta obtener punto por punto lo que quería. El resultado es que había días en que sólo terminaba una o dos páginas (y la papelera acababa llena de páginas setenta y uno y setenta y dos en forma de bolas), pero cuando estaba acabado el original también lo estaba el libro. Ya se podía componer. Aun así, creo en la existencia de una serie de verdades que se aplican a casi todos los escritores, que son las que quiero abordar. Si ya hace tiempo que escribes, los consejos de esta sección te harán poca o ninguna falta, porque ya tendrás hecha tu rutina personal. En cambio, si eres un principiante, permíteme el siguiente consejo: no bajes de dos versiones, una con la puerta del estudio cerrada y otra con la puerta abierta.
En mi caso, cuando está cerrada la puerta y vierto directamente en la página lo que tengo en la cabeza, escribo todo lo deprisa que puedo pero sin agobiarme. Escribir narrativa, sobre todo larga, puede ser un trabajo difícil y solitario. Es como cruzar el Atlántico en bañera. Surgen muchas oportunidades de dudar de uno mismo. Si escribo con rapidez, desgranando la historia tal como acude a mi mente y retrocediendo lo justo para verificar los nombres de los personajes y las partes relevantes de sus antecedentes, consigo dos cosas: ser fiel al entusiasmo inicial y superar la duda que siempre está al acecho.
Esta primera versión, la que se centra exclusivamente en la historia, debería escribirse sin la ayuda (ni intromisión) de nadie.
Después de unos días es posible que te apetezca enseñar tu trabajo a algún amigo íntimo, sea por orgullo o por inseguridad.
(Lo habitual es que pienses en el que comparte cama contigo). Te aconsejo encarecidamente que resistas al impulso. Mantén constante la presión. No la diluyas exponiendo lo escrito a la duda, el elogio o las preguntas, aunque sean bienintencionadas, de un habitante del «mundo exterior». Ya sé que es difícil, pero déjate arrastrar por la esperanza del éxito (y el miedo al fracaso). Luego, cuando hayas acabado, tendrás tiempo de sobra para enseñar el fruto… aunque opino que conviene ser cauto y concederse un tiempo de reflexión mientras la historia sigue siendo un campo de nieve virgen, sin huellas de nadie que no seas tú.
El quid de escribir a puerta cerrada es que te obliga a concentrarte en la historia sin pensar en casi nada más. No puede preguntarte nadie: «¿Qué querías expresar con las últimas palabras de Garfíeld?», o «¿Qué sentido tiene el vestido verde?». Quizá no pretendieras expresar nada con las palabras que dice Garfield antes de morir, y es muy posible que Maura sólo lleve un vestido verde porque se le apareció así a tu ojo mental. Por otro lado, también es posible que ambas cosas tuviesen algún significado (o que lo adquieran cuando puedas mirar el bosque, no sólo los árboles). Ni en uno ni otro caso hay que planteárselo en la primera versión.
Otra advertencia: evita oír comentarios como «¡es buenísimo!» y correrás menos riesgos de relajarte y enfocar tu trabajo en algo equivocado, como en escribir virguerías en vez de contar bien la historia.
Supongamos que has acabado la primera versión. ¡Felicidades! ¡Así se trabaja! Tómate una copa de champán, pide una pizza por teléfono o haz lo que tengas por costumbre para celebrar las grandes ocasiones. Si tenías a alguien esperando impacientemente a leer tu novela (digamos que un cónyuge, alguien que quizá haya trabajado de nueve a cinco y que, mientras tú andabas en persecución de tu sueño, haya ayudado a pagar las facturas), llegó la hora de entregar la mercancía… a condición de que tu primer lector o primeros lectores prometan no hablarle a nadie del libro hasta que estés dispuesto a comentarlo.
Sonará un poco prepotente, pero no lo es. Has trabajado mucho y necesitas un período de descanso (cuya duración dependerá del escritor). Tienen que reciclársete el cerebro y la imaginación (dos cosas relacionadas pero no iguales), al menos en lo tocante a la obra recién terminada. Te aconsejo tomarte unos días de vacaciones (pesca, ve en barca o haz un puzzle), y después trabajar en otra cosa, con preferencia por algo más corto y que represente un cambio radical de dirección y ritmo respecto al libro que acabas de terminar. (Yo, entre versión y versión de algunas novelas largas como La zona muerta y La mitad oscura, he escrito relatos bastante buenos, como «El cuerpo» y «Alumno aventajado»).
El tiempo de descanso que le concedas al libro (como cuando amasan el pan, lo dejan reposar y vuelven a amasarlo) depende exclusivamente de ti, pero considero que no debería bajar de seis semanas. Durante ellas, el original descansará a salvo en un cajón de la mesa, criándose como un buen vino (o eso espero). Te acordarás de él con frecuencia, y es previsible que se repita diez o doce veces la tentación de sacarlo, aunque sólo sea para releer un fragmento que te ha dejado buen sabor de boca y revivir la sensación de saberse buen escritor.
Resiste a la tentación. Si no, lo más probable es que te parezca que el fragmento está peor de lo que pensabas, y que aproveches la ocasión para hacer unos cuantos retoques. Malo. Lo único peor sería que te pareciera mejor. Entonces pensarías: ¿por qué no vuelvo a leerme todo el libro de un tirón? ¡A él, a trabajar! ¡Pero si ya está! ¡Qué cojonudo! ¡Ni Shakespeare, oye!
Pero no eres Shakespeare, ni estarás preparado para volver al proyecto anterior mientras no te hayas volcado tanto en uno nuevo (o en reanudar la vida cotidiana) que casi se te haya olvidado el bien (muy poco raíz) que durante tres, o cinco, o siete meses te ocupó tres horas de cada mañana o tarde.
Cuando haya llegado el día de la corrección (que puedes haber marcado en el calendario), saca el original del cajón. Si parece una reliquia comprada en unos encantes que ni recuerdas, si te parece algo rarísimo, es que estás preparado. Siéntate con la puerta cerrada (pronto, muy pronto la abrirás al mundo) y coge un lápiz y una libreta. Después lee entero el original.
Si puedes, léelo de un tirón. (Es evidente que si el libro tiene cuatrocientas o quinientas páginas no podrás). Haz todos los apuntes que te apetezca, pero concéntrate en las simples faenas del hogar, como corregir la ortografía y encontrar incoherencias. Habrá muchas. El único que lo hace todo bien a la primera es Dios, y el que pase de todo y se lo deje al corrector, ése es un dejado.
Si es la primera vez, releer el libro después de seis semanas será una experiencia extraña y en muchos casos estimulante. Lo has hecho tú, te reconocerás y hasta te acordarás de lo que tenías puesto en el equipo de música al escribir algunas líneas, pero al mismo tiempo tendrás la sensación de estar leyendo la obra de otra persona, quizá un alma gemela. Así tiene que ser. Es la razón de haber esperado tanto. Matar a los seres queridos de otra persona siempre es más fácil que matar a los propios.
Otra ventaja de haberte concedido seis semanas de recuperación es que te saltarán a la vista las lagunas más flagrantes de la trama o los personajes. No digo charcos, ¿eh? Me refiero a auténticas lagunas. Parece increíble lo que puede llegar a pasársele por alto a un escritor enfrascado en la tarea diaria de redactar. Pero ojo: si localizas alguna, te prohibo terminantemente deprimirte o flagelarte. Todo el mundo la caga alguna vez. Dicen que el arquitecto del edificio Flatiron, de Nueva York, se suicidio porque justo antes de la ceremonia de inauguración se dio cuenta de que se le había olvidado poner servicios de caballeros en su rascacielos prototípico. Dudo que la anécdota sea verídica, pero te recuerdo una cosa: el Titanic lo diseñó alguien, y dijo que no podía hundirse.
En mi caso, los errores más garrafales que encuentro al releer están relacionados con la motivación de los personajes (que tiene que ver con su desarrollo, pero no es del todo lo mismo). Al verlos me doy un golpe en la cabeza, cojo la libreta y apunto algo así: «p. 91: Sandy Hunter roba un dólar de donde guarda Shirley el dinero, ¿por qué? ¡Si sería incapaz!». También marco la página del original con un símbolo grande, que significa que hay que quitar o corregir cosas y me recuerda que consulte mis apuntes si no me acuerdo de los detalles exactos.
Es una parte de la revisión que me encanta (la verdad es que todas, pero ésta un poco más), porque redescubro mi propio libro y suele gustarme. Eso al principio. Cuando llega el libro a la imprenta, lo he repasado como mínimo una docena de veces, me sé de memoria párrafos enteros y me muero de ganas de quitarme el tocho de encima. Pero no adelantemos acontecimientos. La primera relectura suele ir bien.
Durante ella, la parte superior de mi cerebro piensa en la historia y en todo lo relacionado con la caja de herramientas: quitar pronombres cuyo antecedente no esté claro (odio los pronombres y desconfío de ellos; son tan chanchulleros como algunos abogados especialistas en indemnizaciones), añadir expresiones que aclaren el sentido y, claro está, eliminar por sistema los adverbios que puedan quitarse (que nunca son todos, ni suficientes).
Por debajo, en cambio, me hago la gran pregunta, la mayor de todas: ¿es coherente la historia? Y si lo es, ¿cómo convertir lo coherente en música? ¿Qué elementos recurrentes hay? ¿Se enlazan formando un tema? Me pregunto, en resumen, de qué va el libro, y qué puedo hacer para que queden todavía más claras las preocupaciones de fondo. Mi máxima meta es la «resonancia», algo que perdure un poco en la mente (y el corazón) del lector después de haber cerrado el libro y haberlo colocado en la estantería. Busco maneras de conseguirlo sin darlo todo masticado ni vender mi primogenitura por un argumento con mensaje. Los mensajes, las moralejas, que se las metan donde les quepan. Yo lo que quiero es resonancia. Busco, sobre todo, lo que he querido decir, porque en la segunda redacción añadiré escenas e incidentes que refuercen el sentido. También borraré lo que se disperse. Esto último seguro que abunda, sobre todo hacia el principio de la historia, que es donde tengo tendencia a ser más errático. Dar bandazos es incompatible con mi intención de conseguir algo parecido a un erecto unitario. Una vez concluida la relectura, y hechas todas las revisioncitas, llega la hora de abrir la puerta y enseñar lo que he escrito a cuatro o cinco amigos íntimos que hayan demostrado buena disposición.
Alguien, cuya identidad no recuerdo, escribió que en el fondo todas las novelas son cartas a una persona. Pues oye, estoy de acuerdo. Creo que todos los novelistas tienen un lector ideal, y que el escritor, en varios momentos de la redacción de una historia, se pregunta: «¿Qué pensará cuando lea esta parte?». En mi caso, el primer lector es mi mujer Tabitha.
Siempre ha sido una primera lectora muy comprensiva, de quien sólo he recibido apoyo. Para mí, su reacción positiva a libros difíciles como Un saco de huesos (mi primera novela en una editorial nueva después de veinte años buenos con Viking, interrumpidos por una pelea tonta sobre dinero), y otros un poco polémicos como El juego de Gerald, lo ha significado todo. También sabe ser severa. Cuando ve algo que le parece mal, no se lo calla.
Con Tabby en el papel de crítica y primera lectora, suelo acordarme de una anécdota que leí sobre la mujer de Alfred Hitchcock, Alma Reville. Era el equivalente de la primera lectora de Hitch, una crítica de enorme perspicacia que no se dejaba impresionar por la fama que iba ganando el maestro del suspense. Mejor para él. Si Hitch decía que quería volar, le contestaba Alma: «Primero cómete los huevos fritos».
Poco después de acabar Psicosis, Hitchcock organizó un pase para unos cuantos amigos, que la pusieron por las nubes y la saludaron como una obra maestra del suspense. Alma los dejó hablar, y luego dijo con gran firmeza:
—Así no se puede estrenar.
Se quedaron todos de piedra, menos el propio Hitchcock, que preguntó por qué.
—Porque cuanto Janet Leigh tiene que estar muerta traga saliva —contestó su mujer.
Era verdad, y Hitchcock opuso tan poca resistencia dialéctica como yo cuando Tabby me llama la atención sobre un lapsus. A veces discutimos sobre varios aspectos de un libro, y ha habido ocasiones, en temas subjetivos, en que ha prevalecido mi opinión, pero cuando me pilla en una metedura de pata lo acepto y doy gracias por tener a alguien que me diga que tengo la bragueta desabrochada antes de aparecer en público.
Aparte de la primera lectura de Tabby, suelo enviar copias a una serie de personas (entre cuatro y ocho) que llevan varios años valorando mis relatos. Muchos textos y manuales de escritura desaconsejan someter lo que se escribe al juicio de los amigos, insinuando que no hay muchas posibilidades de recibir una opinión imparcial de alguien que ha cenado en tu casa y cuyos hijos han jugado con los tuyos en el patio. Sería injusto, dicen, poner al amigo en semejante tesitura. ¿Y si no tiene más remedio que decir: «Perdona, tío, tú has escrito cosas bastante buenas pero esto es una mierda como una catedral»?
La idea no es del todo descabellada, pero yo no busco, o no creo buscar, una opinión imparcial. Además, me parece que cuando alguien tiene la inteligencia necesaria para leer una novela suele disponer de una manera más suave de expresarse que «mierda». (Aunque ¿a que la mayoría nos damos cuenta de que «le veo algunas pegase» significa «es una mierda»?). Por otro lado, si resulta que sí, que has escrito una porquería (y, como autor de La rebelión de las máquinas, estoy autorizado para afirmar que es posible), ¿no prefieres enterarte por un amigo, mientras la tirada se reduzca a media docena de ejemplares fotocopiados?
Repartir seis u ocho copias de un original equivale a recibir seis u ocho opiniones muy subjetivas acerca de lo que tiene de bueno y de malo. Si todos tus lectores coinciden en que te ha salido bien, es probable que sea verdad. Son casos de unanimidad poco frecuentes, incluso entre amigos. Lo más probable es que consideren buenas algunas partes, y otras… digamos que menos buenas. A algunos les parecerá que el personaje A funciona, pero que el B no tiene verosimilitud. Si hay otros que opinen que el B es creíble pero el A muy exagerado, se produce un empate. Lo mejor es quedarse tranquilo y dejarlo todo tal cual. (En béisbol, si hay empate gana el corredor; en literatura, el escritor). ¿Que a algunos les gusta el final y otros lo encuentran horrible? Lo mismo: empate y punto para el escritor.
Hay primeros lectores especializados en encontrar fallos de información, que son los más fáciles de solucionar. Uno de los míos, Mac McCutcheon (que en paz descanse), era profesor de instituto de lengua y literatura, buenísimo, y sabía mucho de armas. Si uno de mis personajes llevaba una Winchester de tal modelo, había que atenerse a que Mac hiciera una anotación al margen puntualizando que Winchester no fabricaba ese calibre, pero Remington sí. En casos así tienes dos al precio de uno: el error y la solución. Sales ganando, porque quedas como un experto y tu primer lector se siente halagado por haber podido ayudarte. La mejor pieza que cazó Mac no tenía nada que ver con las armas. Un día, leyendo una parte de un original en la sala de profesores, se puso a reír a carcajada limpia; reía tanto que le rodaban lágrimas por la barba. Como el relato en cuestión, El misterio de Salem’s Lot, no estaba concebido para tener efectos hilarantes, le pregunté qué había encontrado. Resulta que yo había escrito una frase más o menos así: «Aunque en Maine la temporada del ciervo sólo empieza en noviembre, en octubre los campos se llenan de disparos. La gente de la zona mata tantos campesinos como calcula que podrá comer la familia». Seguro que el corrector se habría dado cuenta del fallo, pero Mac me ahorró la vergüenza.
Repito que las valoraciones subjetivas son un poco más difíciles de tragar, pero te digo una cosa: si todos los que leen tu libro dicen que falla algo (Connie vuelve con su marido demasiado deprisa, con lo que sabemos de Hal es difícil creerse que copie en un examen, el final de la novela parece brusco y arbitrario), es que falla y conviene tomar medidas.
Muchos escritores se resisten a la idea. Tienen la sensación de que revisar una narración para ajustarse a las filias y fobias del público es una especie de prostitución. Si compartes esa manera de ver y eres sincero, no intentaré convencerte. Además, así te ahorras dinero en fotocopias, porque no tendrás que enseñar a nadie lo que has escrito. Es más (dijo con tono de superioridad): si en serio lo crees, ¿por qué te molestas en publicar? Acaba los libros y mételos en una caja de seguridad, como tiene fama de haber hecho J. D. Salinger durante los últimos años.
Y no creas, que yo tampoco soy inmune a esa clase de rencor.
En el mundo del cine, al que he pertenecido de manera casi profesional, los pases previos se han convertido en práctica corriente, y a los directores tos
7 En el original, peasants (campesinos) donde debería poner pheasants(faisanes). (N. del T.) traen de cabeza, sin duda con razón. El estudio invierte entre cincuenta y cien millones de dólares en el rodaje de una película, y luego le pide al director que vuelva a montarla basándose en las opiniones del público de una multisala de Santa Bárbara compuesto por peluqueras, dependientas de zapatería y repartidores de pizzas en paro. ¿Y sabes lo peor, lo que pone más histérico? Que, si se ha hecho una selección representativa del público, parece que funciona.
A mí me parecería horrible que me revisasen las novelas por prelecturas (sí se hiciera dejarían de publicarse muchos libros de calidad), pero bueno, me refería a cinco o seis personas de confianza. Si consultas a la gente indicada (y aceptan leer tu libro), te enterarás de muchas cosas.
¿Pesan lo mismo todas las opiniones? Para mí, no. Al final, a quien hago más caso es a Tabby, porque es la persona para quien escribo, a la que quiero seducir. Si escribes para una persona en concreto, aparte de para ti mismo, te aconsejo que te fijes mucho en su opinión. (Conozco a uno que dice que escribe pensando en alguien que lleva quince años muerto, pero no es un caso representativo). Si tiene sentido lo que oyes, haz los cambios. No puedes dejar que participe todo el mundo en tu relato, pero sí la gente más importante. No sólo es posible, sino aconsejable.
Llamemos Lector Ideal a la persona para quien escribes. Siempre la tendrás en tu habitación de trabajo: en carne y hueso cuando abras la puerta y dejes que el mundo ilumine la burbuja de tu sueño, y en espíritu durante los días, de ocasional desquicio y frecuente euforia, de la primera versión, cuando está cerrada la puerta. Y ¿sabes qué? Que antes de que el Lector Ideal eche un vistazo a la primera frase, ya te verás introduciendo cambios. El L. I. te ayudará a salir un poco de ti mismo, a leer lo que sale de tu pluma como un lector cualquiera. Quizá sea la mejor manera de cerciorarte de que te mantienes fiel a la historia: una manera de interpretar en público, aunque no la haya y mandes tú en todo.
Yo, cuando escribo una escena que me parece graciosa (como el concurso de comer pasteles en El cuerpo, o el ensayo de ejecución en La milla verde), también me imagino a mi L. I. riéndose. Me encanta ver retorcerse de risa a Tabby: levanta las manos como diciendo «me rindo» y le caen lagrimones por las mejillas. Me encanta, sí, señor. Disfruto la hostia, y cuando me sale algo con ese potencial, lo estrujo hasta la última gota. Al escribir esas escena (a puerta cerrada), siempre tengo en la cabeza la idea de fondo de hacer reír (o llorar) a Tabby. Durante la revisión (a puerta abierta), la pregunta «¿ya da bastante risa/miedo?» está en primera fila. Intento descubrir cuándo llega Tabby a una escena determinada, y la observo con la esperanza de que como mínimo sonría, o (¡bingo!) suelte su carcajada agitando las manos en alto.
Para ella no siempre es fácil. El original de mi relato Corazones en la Atlántida se lo di estando en Carolina del Norte para ver un partido de baloncesto (Cleveland Rockers contra Charlotte Sting). Al día siguiente seguimos hacia el norte, a Virginia y Tabby aprovechó el viaje en coche para leer el relato. Tiene algunas partes divertidas (o que me lo parecían), y yo la miraba constantemente para ver si se aguantaba la risa o sonreía. Creí que no se daba cuenta, pero sí. Al octavo o noveno reojo (aunque no desmiento que ya llevara quince), Tabby levantó la cabeza y me dijo:
—Mira la carretera, a ver si nos la pegamos. ¡No seas tan inseguro, joder!
Me concentré en la conducción y dejé de espiarla (bueno, casi). Pasados unos quince minutos oí a mi derecha una risa de nariz, pequeña pero suficiente. La verdad es que casi todos los escritores son inseguros, sobre todo entre la primera y la segunda versión, cuando se abre la puerta del estudio y entra la luz del mundo exterior.