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Del tema puede decirse lo mismo. Las clases de escritura y de literatura pueden obsesionarse con el tema hasta extremos aburridos y pretenciosos, estudiándolo como si fuera la vaca más sagrada de las vacas sagradas, pero la verdad (y no te escandalices) es que tampoco es para tanto. Si escribes una novela, si te pasas semanas o meses hilvanándola palabra por palabra, cuando la tengas acabada le deberás algo a ella y a ti mismo: descansar (o dar un largo paseo) y preguntarte por qué te has tomado tantas molestias, por qué le has dedicado tanto tiempo y por qué te parecía tan importante.

Escribir un libro es pasarse varios días examinando e identificando árboles. Al acabarlo debes retroceder y mirar el bosque. No es obligatorio que todos los libros rebosen simbolismo, ironía o musicalidad (por algo lo llaman prosa), pero soy de la opinión de que todos los libros (al menos los que vale la pena leer) hablan de algo. Durante la primera versión, o justo después de ella tu obligación es decidir de qué habla el tuyo. Durante la segunda (o tercera, o cuarta) tienes otra: dejarlo más claro. Quizá te exija cambios o revisiones a gran escala, pero tú y el lector obtendréis el beneficio de una mayor nitidez y una mayor unidad del relato. Casi nunca talla.

El libro que he tardado más en escribir fue Apocalipsis. Por lo visto también es el preferido de mis lectores más veteranos. (Es un poco deprimente ver cómo todo el mundo coincide en que has escrito tu mejor novela hace veinte años, pero no entraré en el tema). La primera versión quedó acabada a los dieciséis meses de empezarla. El motivo de que Apocalipsis requiriera más tiempo de lo habitual es que estuvo a punto de quedar inacabada.

Yo quería escribir una novela-río, con muchos personajes. Aspiraba a una épica fantástica, y con ese objetivo empleé el punto de vista variable, añadiendo un personaje en cada capítulo de la primera (y larga) parte. El primer capítulo se ocupaba de Stuart Redman, un obrero tejano; el segundo de Fran Goldsmith, una alumna de instituto embarazada de Maine, y volvía a Stu; el tercero empezaba con Larry Underwood, cantante de rock en Nueva York, seguía con Fran y acababa con Stu Redman.

Mi plan consistía en juntar a los tres personajes (el bueno, el feo y el malo) en dos lugares: Boulder y Las Vegas. Preví que acabarían luchando entre sí. La primera mitad del libro también relata la historia de un virus creado por el hombre que arrasa Estados Unidos y el resto del mundo, cargándose al noventa por ciento de la especie humana y destruyendo hasta los cimientos nuestra cultura de base tecnológica.

Escribí el libro cuando daba los últimos coletazos la crisis energética de los setenta, y me lo pasé bomba imaginando un mundo que se iba al garete en el transcurso de un verano de miedo e infección (poco más de un mes, en realidad). Era una visión panorámica, detallada y a escala de todo el país; una visión impresionante, al menos para mí. Pocas veces ha visto tan claro el ojo de mi imaginación, desde el embotellamiento en el túnel Lincoln de Nueva York a la resurrección siniestra y pseudonazi de Las Vegas bajo la mirada atenta (y a menudo divertida) del ojo rojo de Randall Flagg. Parecerá una atrocidad, y la verdad es que lo es, pero yo le encontraba a mi visión un peculiar optimismo. Para empezar ya no había crisis energética, hambrunas ni masacres en Uganda. Adiós a la lluvia ácida y al agujero en la capa de ozono. Adiós a las superpotencias nucleares y sus amenazas de guerra. Se acabó la superpoblación. Lo poco que quedaba del género humano tenía la oportunidad de empezar desde cero en un mundo cuyo eje era Dios, y al que habían regresado los milagros, la magia y las profecías. Me gustaban los personajes. A pesar de todo, llegó un punto en que no podía seguir escribiendo porque no sabía de qué. Al igual que el protagonista de El viaje del peregrino, la alegoría de John Bunyan, había llegado a un lugar donde se perdía el recto camino. No he sido el primer escritor en visitarlo, ni seré el último (lejos de ello). Es el país de los escritores que se quedan en blanco.

Si en vez de quinientas páginas a espacio único hubiera tenido hechas doscientas, o hasta trescientas, creo que habría dejado Apocalipsis a medias y habría empezado otro libro. No sería mi primera novela inacabada. Quinientas páginas, sin embargo, eran una inversión demasiado grande, tanto de tiempo como de energía creativa, y me pareció imposible renunciar. Además había una vocecita susurrándome que en realidad era un buen libro, y que si no lo acababa me arrepentiría. O sea, que en vez de enfrascarme en otro proyecto me dediqué a dar paseos largos (costumbre que dos décadas después me haría pasarlo fatal). Siempre salía con un libro o una revista, pero casi nunca los abría, aunque acabara aburriéndome como una ostra viendo los mismos árboles y los mismos arrendajos y ardillas charlatanes y cascarrabias. Cuando se sufre un atasco imaginativo, el aburrimiento puede ser muy aconsejable. Mis paseos consistían en aburrirme y reflexionar sobre mi gigantesco despilfarro de páginas.

Pasé varias semanas pensando sin llegar a nada. Parecía todo demasiado difícil, y demasiado complejo el puto libro. Había encarrilado demasiadas líneas narrativas, y corrían el peligro de enredarse. Di vueltas y vueltas al problema, le di puñetazos, cabezazos… hasta que un día, distraído, me llegó la respuesta. Vino entera, completa (podría decirse que envuelta para regalo), de un fogonazo. Volví corriendo a casa y la apunté en un papel; es la única vez que lo he hecho, porque me daba un miedo atroz olvidarme.

Acababa de ver que, aunque la América donde ocurría Apocalipsis se hubiera despoblado, el mundo de mi relato padecía un exceso peligroso de población. Era una auténtica Calcuta. Vi que la solución del atasco, en líneas generales, podía ser la misma que la situación de arranque: aunque esta vez no se tratara de la peste sino de una explosión, seguiría siendo un tajo en el nudo gordiano. Haría que los supervivientes del oeste emprendieran un viaje redentor desde Boulder a Las Vegas, como si fueran personajes bíblicos en busca de una visión, o de conocer la voluntad de Dios. Cuando llegaran a Las Vegas encontrarían a Randall Flagg, y todos buenos y malos por igual, se verían obligados a tomar postura.

Había pasado en un abrir y cerrar de ojos de no tener nada a tenerlo todo. Si algo adoro de escribir, por encima de todo lo demás, son esos relámpagos de intuición en que se te relaciona todo. Los he oído calificar de «supralógicos», y es lo que son. Calificativos al margen, escribí una o dos páginas de apuntes en el frenesí del entusiasmo y pasé los siguientes dos o tres días dando vueltas a la nueva solución para buscarle defectos y lagunas (y elaborando la secuencia narrativa en sí, en la que dos personajes secundarios ponían una bomba en el armario de uno de los principales), pero sólo porque me parecía demasiado bueno para ser cierto. Lo que tuve claro, ya en el momento de la revelación, era que era verdad: la bomba en el armario de Nick Andros sería la solución de todos mis problemas narrativos. Así fue. El resto del libro se devanó sin accidentes en nueve semanas.

Más tarde, con la primera versión de Apocalipsis completa, llegó el momento de entender mejor el motivo de que me hubiera quedado en dique seco. Era mucho más fácil pensar sin la voz que me gritaba constantemente, en el centro de mi cabeza: «¡Se me está escapando el libro! ¡Mierda! ¡Quinientas páginas y se me escapa! ¡Alerta máxima! ¡Alerta máxima!». También tuve ocasión de analizar lo que me había reactivado, y apreciar su aspecto irónico: había salvado el libro haciendo volar en pedazos a cerca de la mitad de sus protagonistas. (Al final hubo dos explosiones, la de Boulder y otro sabotaje parecido en Las Vegas).

Llegué a la conclusión de que la fuente de mi malestar era el hecho de que después de la peste mis personajes de Boulder (los buenos) montaran la misma ratonera tecnológica de antes. Las primeras transmisiones radiofónicas, frágiles intentos de convocar a los habitantes de Boulder, no tardarían en desembocar en la televisión. Sería cuestión de tiempo recuperar la teletienda y los números 900. Lo mismo ocurría con las centrales eléctricas. Mis personajes de Boulder decidían con gran rapidez que buscar la voluntad del Dios que les había perdonado la vida era mucho menos importante que reparar las neveras y el aire acondicionado. En Las Vegas, Randall Flagg y sus amigos aprendían a pilotar jets y bombarderos al mismo tiempo que a restablecer el suministro eléctrico, pero bueno, siendo los malos era de esperar. Mi crisis nacía de haberme dado cuenta, aunque fuera de manera inconsciente, de que los buenos y los malos empezaban a parecerse demasiado, y lo que volvió a ponerme en el buen camino fue entender que los buenos adoraban a un becerro de oro electrónico y necesitaban una advertencia. Nada mejor que una bomba en el armario.

Todo parecía indicar que el recurso a la violencia como solución era una especie de hilo rojo entrelazado a la condición humana. Fue el tema de Apocalipsis, y lo tuve muy presente al redactar la segunda versión. Los personajes (tanto los malos como Lloyd Henreid como los buenos como Stu Redman y Larry Underwood) no se cansan de mencionar el hecho de que «está todo desparramado [refiriéndose a las armas de destrucción masiva], esperando a que lo coja alguien». Cuando los de Boulder (inocentes ellos) proponen, sin mala intención, reconstruir la eterna Torre de Babel, los destruye otro acto de violencia. Los personajes que ponen la bomba obedecen órdenes de Randall Flagg, pero madre Abigail, la contrapartida de Flagg, dice y repite que «todo está al servicio de Dios». Si es verdad (y en el contexto de Apocalipsis es evidente que sí), la bomba es una severa advertencia del todopoderoso, una manera de decir: «No os he sometido a tantas pruebas para volver a las chorradas de siempre».

Faltando poco para el final de la novela (el de la primera versión, que era más corta), Fran le pregunta a Stuart Redman si hay alguna esperanza, si es posible que la gente aprenda de sus errores. Contesta Stu: «No lo sé», y se queda callado. En tiempo narrativo, la pausa sólo dura lo que tarda el ojo del lector en pasar a la línea siguiente. En el estudio del autor tardó bastante más. Busqué y rebusqué en mi cerebro y emociones para ver si Stu podía decir algo más, si podía dar una respuesta esclarecedora; tenía ganas de encontrarla, porque si en algún momento se identificaban mi voz y la de Stu era entonces.

Stu, sin embargo, acaba por repetir lo que ya ha dicho; «No lo sé». No se me ocurría nada más. Hay veces en que el libro te da respuestas, pero no siempre y los lectores que me habían seguido por espacio de varios centenares de páginas no se merecían una banalidad que no me creyera ni yo. En Apocalipsis no hay moraleja, no se dice «más vale que aprendamos, o la próxima vez, seguro que destruimos el planeta», pero si el tema está bastante claro, los que comenten la novela podrán proponer su propia moraleja y sus propias conclusiones. Lo cual no tiene nada de malo, porque ese tipo de comentarios son uno de los grandes placeres de la lectura.

Antes de embarcarme en mi novela sobre la gran peste va había usado simbolismos, imágenes y homenajes literarios (creo por ejemplo, que sin Drácula no existiría El misterio de Salem’s Lot), pero estoy convencido de que antes del bloqueo de Apocalipsis no había reflexionado mucho sobre el tema. Debía de pensar que era para mentes privilegiadas. Sin mi desesperación por reflotar la historia, es posible que hubiera tardado mucho más.

Me llenó de asombro comprobar la utilidad práctica del «pensamiento temático». No era una idea vaporosa, un simple recurso para profesores de literatura de cara a los parciales («Reflexiona en tres párrafos concisos sobre los aspectos temáticos de Sangre sabia, de Flannery O’Connor. Treinta puntos»), sino otra herramienta práctica que incluir en la caja, una especie de lupa.

Desde mi revelación sobre la bomba en el armario, nunca he dudado en preguntarme, sea antes de iniciar la segunda redacción o al quedarme encallado en la primera, de qué escribo, por qué pierdo el tiempo pudiendo tocar la guitarra o yendo en moto, qué me hizo acercar el cuello al yugo y no apartarlo. A veces tarda en llegar la respuesta, pero suele haber una, y no es muy difícil de encontrar.

Dudo que haya novelistas con muchas inquietudes temáticas, aunque hayan escrito más de cuarenta libros. Yo tengo muchos intereses en la vida, pero pocos lo bastante profundos para alimentar una novela. Entre esos intereses (que no me atrevo a llamar obsesiones) se halla la dificultad (¡o imposibilidad!) de cerrar la tecnocaja de Pandora después de abierta (Apocalipsis, Tommyknockers, Ojos de fuego), la cuestión de por qué, si hay Dios, ocurren cosas tan horribles (Apocalipsis, Desesperación, La milla verde), la fina divisoria entre realidad y fantasía (La mitad oscura, Un saco de huesos, La invocación), y sobre todo el atractivo irresistible que puede tener la violencia para gente básicamente bondadosa (El resplandor, La mitad oscura). También he escrito hasta la saciedad sobre las diferencias fundamentales entre niños y adultos, y sobre el poder curativo de la imaginación humana.

Y lo repito: no es para tanto. Se trata, simplemente, de una serie de intereses surgidos de mi trayectoria vital y mis reflexiones, de mis experiencias infantiles y adultas, de mi desempeño como marido, padre, escritor y amante. Son temas de reflexión para cuando me acuesto y apago la luz, cuando me quedo a solas conmigo mismo y miro la oscuridad con una mano debajo de la almohada.

Tú seguro que tienes tus propios pensamientos, tus propios intereses e inquietudes, y seguro que han surgido de tus experiencias y aventuras de ser humano, como los míos. Es probable que algunos se parezcan a los que acabo de enumerar, y que otros sean muy diferentes, pero la cuestión es que los tienes, y que deberías usarlos en lo que escribes. Quizá existan para algo más, pero no cabe duda de que es una de las utilidades que poseen.

Debería poner el punto final a este sermoncito con una advertencia: empezar por las cuestiones e inquietudes temáticas es una de las recetas de la mala narrativa. La buena siempre empieza por la historia, y sólo pasa al tema en segundo o tercer lugar. Las únicas excepciones a la regla que se me ocurren, y no seguras, son las alegorías como Rebelión en la granja, de George Orwell. (De hecho, albergo la insidiosa sospecha de que es un libro que pudo empezar por una idea narrativa. Se lo preguntaré a Orwell si me lo encuentro en la otra vida).

Dicho lo cual, una vez que tengas escrito el núcleo de la historia es necesario que te plantees su significado y enriquezcas las versiones sucesivas con tus conclusiones. No hacerlo sería robarle a tu obra (y a tus futuros lectores) la visión del mundo que hace que los relatos que escribes sean tuyos y de nadie más.