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Hemos cubierto algunos aspectos básicos de la eficacia narrativa, todos los cuales acaban revertiendo al mismo núcleo de ideas: que la práctica no tiene precio (y de hecho no debería vivirse como práctica, sino como placer), y que es indispensable la sinceridad. Todo el oficio de la descripción, el diálogo y la creación de personajes se reduce a ver y oír con claridad, y, en segundo lugar, transcribir con la misma claridad lo visto y oído (sin recurrir a demasiados adverbios innecesarios y farragosos).

Truquitos y artilugios los hay de sobra: la onomatopeya, la repetición incrementada, el flujo de conciencia, el diálogo interior, las cambios de tiempo verbal (está de moda narrar en presente, sobre todo en el relato breve), la engorrosa cuestión de los precedentes (cómo incluirlos y en qué cantidad), el tema, el ritmo (de los dos últimos hablaremos in extenso) y una docena de cuestiones más, todos los cuales se tratan (a veces hasta el agotamiento) en los cursos y manuales de escritura al uso.

Mi postura, en todos los casos, es muy sencilla. Lo tienes todo a tu disposición, y deberías usar cualquier artificio que mejore la calidad de lo que escribes sin interponerse en la historia.

Sí te gustan las aliteraciones («el crujido de cristales me crepitaba en el cráneo»), no dudes en insertarlas y comprobar el efecto sobre el papel. Si parece que funciona, puede quedarse. Si no, para algo hay una tecla de borrar en el ordenador.

No hay ninguna necesidad, ninguna en absoluto, de escribir encorsetadamente y con una óptica conservadora, como no la hay de escribir prosa experimental y no lineal sólo porque en el Village Voice o el New York Review of Books digan que ha muerto la novela. Tienes a tu disposición tanto lo tradicional como lo moderno. ¡Caray, como si te apetece escribir al revés! Pero, tomes el camino que tomes, siempre llega el momento de evaluar la calidad de lo que se ha escrito. Me parecería mal que cruzara la puerta del estudio un cuento o novela de cuya legibilidad no estuviera seguro el autor. No se puede gustar en todo momento a todos los lectores, ni siquiera a una parte, pero por favor, esfuérzate en gustar a veces a un sector del público. Creo que lo dijo William Shakespeare. Bueno, y ahora que he izado la bandera de la precaución, cumpliendo con mi deber hacia todas las normas gremiales y de seguridad laboral, repito que está todo a tu disposición, y que se puede tocar todo. ¿Verdad que marea sólo de pensarlo? Yo creo que sí. Prueba lo que te dé la puñetera gana, incluido lo de pura rutina y lo más escandaloso. ¿Que queda bien? Perfecto. ¿Que no? Pues a la papelera. Aunque te guste. Ya lo dijo Hemingway: «Hay que matar a los seres queridos». Y tenía razón.

En mí caso, cuando veo más oportunidades de embellecer y adornar es después de haber cumplido con mis deberes básicos de narrador. Hay veces en que se presentan antes. Al poco tiempo de empezar La milla verde, y de darme cuenta de que el protagonista era un inocente a punto de ser ejecutado por un crimen que no ha cometido, decidí ponerle las iniciales J. C., que son las del inocente más famoso de todos los tiempos. Lo vi por vez primera en Luz de agosto (que sigue siendo mi novela favorita de Faulkner), donde el chivo expiatorio se llama Joe Christmas. De ahí que el preso John Bowes, condenado a la pena máxima, pasara a llamarse John Coffey. Hasta las últimas páginas no supe si se salvaría mi J. C. Yo quería que sobreviviera, porque me caía bien y me daba lástima, pero supuse que las iniciales no serían perjudiciales en ninguno de los dos casos.

Cosas así, en general, sólo las hago cuando está acabada la historia. Entonces puedo relajarme, releer lo que he escrito y buscar recurrencias. Si veo alguna (como ocurre casi siempre), puedo hacer que afloren mediante otra versión más elaborada. Hay dos ejemplos de la utilidad de las segundas versiones: el simbolismo y el tema.

Si en el cole te hicieron estudiar el simbolismo del color blanco en Moby Dick, o el uso simbólico del bosque por Hawthorne en cuentos como Young Goodman Brown, y si saliste de clase con la sensación de ser un memo, puede que hayas vuelto a llevarte las manos a la cabeza, sacudirla y decir: «¡No, por favor, otra vez no!».

No corras tanto. No es necesario que el simbolismo sea difícil ni sesudo. Tampoco tiene que estar tejido con la minuciosidad de una alfombra turca donde apoyar el mobiliario de la historia. Si aceptas la comparación de la historia con algo que ya existe, con un fósil enterrado, también debería preexistir el simbolismo, ¿no? Es un hueso más (o varios) de tu descubrimiento. Eso si hay simbolismo. ¿Que no lo hay? Pues nada. Aún te queda la historia, ¿no?

Si está y lo percibes, considero que deberías desenterrarlo con el mayor cuidado, pulirlo hasta que brille y tallarlo como hacen los joyeros con las piedras preciosas o semipreciosas.

Carrie, ya lo he explicado, es una novela corta acerca de una niña que lo pasa fatal en el cole, y que descubre que tiene el don de la telequinesia: mover objetos pensando en ellos. Susan Snell, una compañera de clase de Carrie, quiere reparar la broma cruel que le hicieron en la ducha convenciendo a su novio de que invite a Carrie al baile de fin de curso. Los eligen rey y reina del baile. Durante la fiesta, otra niña de la clase, la pérfida Christine Hargensen, convierte a Carrie en blanco de una broma todavía peor. Carrie se venga usando sus poderes telequinésicos para matar a casi toda la clase (y a su odiosa madre) antes de suicidarse. Ya está. Es tan sencillo como un cuento de niños. No era necesario liarse con parafernalias, si bien reconozco que añadí una serie de interludios epistolares (fragmentos de libros de ficción, una entrada de diario, cartas y teletipos) entre los segmentos narrativos. En parte lo hice para aumentar la sensación de realismo (a imagen de Orson Welles y su adaptación radiofónica de La guerra de los mundos), pero sobre todo porque la primera versión del libro era tan corta que casi no parecía una novela.

Antes de iniciar la segunda redacción, durante la relectura de Carrie, me fijé en que aparecía sangre en los tres momentos decisivos del relato: el principio (todo indica que las facultades paranormales de Carrie aparecen con su primera menstruación), el climax (la broma que enfurece a Carrie durante el baile utiliza un cubo de sangre de cerdo: «sangre de cerdo para una cerda», le dice Chris Hargensen a su novio) y et final (Sue Snell, la niña que intenta ayudar a Carrie, también tiene la regla, lo cual demuestra que no está embarazada, como esperaba y temía).

Claro que en casi todas las historias de terror hay sangre en abundancia. Viene a ser el marchamo del genero. Aun así, me pareció que en Carrie la sangre tenía otra función que salpicar. Se le intuía un significado, y no porque se lo hubiera dado yo a conciencia. Durante la redacción de Carrie, nunca me detuve a pensar: «Todo esto del simbolismo de la sangre me va a dar puntos de cara a la crítica», o «¡Fijo que con esto me ponen en alguna librería universitaria!». Muy loco tendría que estar un escritor (mucho más loco que yo) para concebir Carrie como un bocado para paladares intelectuales.

Intelectuales al margen, en cuanto me puse a leer la primera versión (manchada de cerveza y té) me saltó a la vista el significado de la sangre, y empecé a jugar con la idea, la imagen y las connotaciones emocionales de ella, procurando extraer el máximo número de asociaciones. Había muchas, y en su mayoría obvias. La sangre está muy vinculada a la idea de sacrificio. Para las mujeres jóvenes se asocia con la madurez física y la capacidad de tener hijos. En la religión cristiana (y en muchas más) simboliza a la vez el pecado y la salvación. Por último, se relaciona con la herencia de rasgos y dones familiares. Nuestro aspecto, nuestros actos, a menudo se justifican por «llevarlo en la sangre». Ya se sabe que no es muy científico, que en realidad está en los genes y en el ADN, pero es una manera de resumirlo en una palabra.

La capacidad de resumir y condensar es justamente lo que da al simbolismo su interés, utilidad y, si se usa bien, capacidad de seducción. Podría decirse que es otra clase de lenguaje figurado.

¿Deduciremos que es imprescindible para que tenga éxito tu cuento o novela? Ni mucho menos. De hecho puede ser perjudicial, sobre todo si te dejas arrastrar. La función del simbolismo es adornar y enriquecer, no crear una sensación artificial de profundidad. Digámoslo claramente: los trucos de escritor no tienen nada que ver con la historia. Lo único que tiene que ver con la historia es la propia historia. (¿Ya te has cansado de oírlo? Espero que no, porque a mí me falta mucho para cansarme de decirlo).

No lo entiendas como que el simbolismo (o los demás ornamentos) carezca de utilidad. Es algo más que un simple baño o chapado. Puede funcionar como utensilio de enfoque, tanto para ti como para el lector, y contribuir a que la obra sea más unitaria y se lea con más gusto. Yo creo que al releer (¡y comentar!) el original sabrás darte cuenta de si hay simbolismo, o de si puede haberlo. Si no lo hay, no intentes introducirlo a la fuerza. Si está, si queda clara su pertenencia al fósil que intentas desenterrar, apuesta por él. Poténcialo. Lo contrario sería ser tonto.