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Lo que he dicho del diálogo también se aplica a la creación de personajes. En última instancia sólo hay dos secretos: prestar atención a lo que hace la gente que te rodea y contar la verdad de lo que has visto. Quizá te hayas fijado en que el vecino, cuando cree que no lo ve nadie, se mete el dedo en la nariz. Es un detalle valioso, pero no serás mejor escritor por fijarte, sino por estar dispuesto a incluirlo en algún episodio de la narración.

¿Los personajes de ficción se inspiran directamente en la realidad? Está claro que no, al menos en proporción de uno a uno.

Evítalo o te expondrás a que te denuncien o te peguen un tiro un día de sol, yendo a abrir el buzón. En muchos casos, como en román a clef al estilo de El valle de las muñecas, los personajes se inspiran casi del todo en la realidad, pero una vez que los lectores se han cansado del juego inevitable de adivinar quién es quien, tienden a ser narraciones poco gratificantes, llenas de fantasmas de famosos que echan un polvo y hacen mutis por el foro del cerebro del lector. Yo leí El valle de las muñecas poco después de publicarse (un verano en que hacía de pinche en una localidad turística del oeste de Maine), y debí de devorarla con la misma avidez que todos los que la compraban, pero no me acuerdo mucho de la trama. Bien pensado, creo que prefiero el cotilleo semanal del National Enquirer, donde aparte de escándalos me dan recetas y fotos de pasteles.

En mi caso, lo que les ocurre a los personajes a medida que avanza el relato sólo depende de lo que descubro acompañándolos; de cómo crecen, en suma. Algunos crecen poco. Cuando crecen mucho empiezan a influir ellos en el desarrollo de la historia, no al revés. Empiezo casi siempre por algo situacional. No digo que esté bien, sino que es como tengo costumbre de trabajar. De todos modos, si el relato acaba de la misma manera propendo a verlo como un fracaso, por interesante que pueda resultarnos a mí o a otra gente. Considero que las historias siempre acaban hablando de gente, más que de acontecimientos. Es otra manera de decir que el motor son los personajes. A pesar de todo, cuando se exceden los límites del relato corto (digamos entre dos mil y cuatro mil palabras), mí fe en lo que se llama «estudio de personajes» se debilita bastante; opino que en última instancia siempre debería mandar la historia. ¿Quieres estudios de personajes? Pues cómprate una biografía, o un abono para la temporada de arte y ensayo del grupo de teatro de la universidad. Tendrás todos los personajes que puedas digerir y más.

También es importante pensar que en la vida real no hay nadie que sea «el malo», «el amigo del alma» o «la puta con corazón de oro». En la vida real nos vemos todos como protagonistas, el no va más. Siempre nos enfoca la cámara a nosotros. Si eres capaz de trasladar esta actitud a la narrativa, es posible que no te resulte fácil crear personajes brillantes, pero caerás menos en la trampa de crear monigotes unidimensionales como los que pueblan mucha narrativa popular.

Annie Wilkes, la enfermera que tiene prisionero a Paul Sheldon en Misery, parecerá una psicópata, pero hay que tener en cuenta que ella se ve como una persona cuerda y sensata; de hecho se considera una heroína, una mujer con muchos problemas que intenta sobrevivir en un mundo hostil. La vemos experimentar cambios de humor peligrosos, pero hice lo posible por evitar pronunciarme con frases como «Annie amaneció deprimida, y quizá hasta con pulsiones suicidas», o «Parecía que Annie tuviera mejor día de lo habitual». Si tengo que decirlo, salgo perdiendo. Gano, en cambio, si puedo enseñar a una mujer callada y con el pelo sucio, devoradora compulsiva de galletas y caramelos, y lograr que el lector deduzca que Annie se halla en la fase de depresión de un ciclo maníaco-depresivo. Y si puedo comunicar la perspectiva del mundo de Annie, aunque sea brevemente (si puedo hacer entender su locura), quizá consiga que el lector simpatice con ella, e incluso que se identifique. ¿Resultado? Que da más miedo que nunca, porque se aproxima más a la realidad. Por otro lado, si la convierto en una arpía siniestra, sólo será otra bruja de cartón. En ese caso pierdo mucho, y pierde conmigo el lector. ¿Quién tendrá ganas de visitar a una mala-mala tan rancia? Una versión así de Annie Wilkes ya era vieja cuando estrenaron El mago de Oz.

Es lícito, supongo, preguntarme si el Paul Sheldon de Misery soy yo. Seguro que tenemos mucho en común, pero creo que si sigues escribiendo narrativa descubrirás que todos los personajes que creas tienen algo de ti. Cuando te preguntas qué hará un personaje en determinadas circunstancias, la decisión que tomas se basa en lo que harías tú (o en lo que no, tratándose del malo). A esas versiones de ti mismo se añaden rasgos de personalidad, tanto atractivos como desagradables, observados en los demás (por ejemplo, alguien que se hurga en la nariz cuando se cree que no lo ve nadie). Queda el tercer elemento, que es maravilloso: la imaginación pura. Es lo que me permitió convenirme brevemente en enfermera psicópata al escribir Misery. Y en el balance final, no fue difícil ser Annie Wilkes. De hecho tuvo su gracia. Más difícil, creo, fue ser Paul. Él estaba cuerdo, y yo también. Tenía menos emoción.

Mi novela La zona muerta surgió a partir de dos preguntas:

¿Puede tener razón un magnicida? Y, si la respuesta es que sí, ¿se le puede convertir en protagonista de una novela? ¿En el bueno? Me pareció que eran ideas cuyo desarrollo exigía un político dotado de una inestabilidad peligrosa, alguien capaz de ascender en la jerarquía dando una imagen de persona normal y simpática, y de seducir a los votantes mediante su negativa a obedecer las normas del juego. (La estrategia de campaña de Greg Stillson que imaginé hace veinte años se parece mucho a la que usó Jesse Ventura en la campaña que lo llevó al cargo de gobernador de Minnesota. Menos mal que el parecido con Stillson no se extiende a otros aspectos).

El protagonista de La zona muerta, Johnny Smith, también es una persona normal, con la diferencia de que él no finge. Lo que lo distingue del resto es su capacidad de ver el futuro, capacidad que se debe a un accidente infantil. Durante un mitin, Johnny le da la mano a Greg Stillson y lo ve convertido en presidente de Estados Unidos, desencadenando la Tercera Guerra Mundial. Entonces llega a la conclusión de que la única manera de evitarlo (de salvar el mundo, en definitiva) es pegarle a Stillson un tiro en la cabeza. Johnny sólo se diferencia en una cosa de otros místicos violentos y paranoicos: en que él sí puede ver el futuro. Aunque todos dicen lo mismo, ¿no?

Lo que me atrajo de la situación fue su carácter extremo al margen de la ley. Pensé que la manera de que funcionara la historia era dotar a Johnny de una bondad sincera, pero sin convertirlo en un santo de yeso. Lo mismo en el caso de Stillson, pero al contrario: quería un personaje odioso, que diera miedo al lector no sólo porque siempre este al borde de un estallido de violencia, sino por sus dotes de persuasión. Quería conseguir que el lector siempre pensara lo mismo: «Este tío está descontrolado. ¿Cómo puede ser que no lo hayan notado?». Me pareció que el hecho de que lo notase Johnny le ganaría todavía más la adhesión del lector.

En su primera aparición, el asesino en potencia lleva a su novia a la feria, sube a las atracciones y juega en todas las casetas. ¿Cabe mayor normalidad, mayor simpatía? El hecho de que esté a punto de declararse a Sarah nos lo hace aún más agradable. Más tarde, cuando Sarah le sugiere rematar una cita tan perfecta acostándose juntos por primera vez, Johnny le dice que prefiere esperar a que estén casados. Tuve la sensación de que era un momento delicado; quería que los lectores vieran a Johnny como un hombre sincero, y sinceramente enamorado; una persona de fiar, pero no mojigata. Logré atenuar un poco su carácter de hombre de principios dotándolo de un sentido del humor infantil, como lo demuestra que vaya al encuentro de Sarah con una máscara de Halloween de las que brillan en la oscuridad. (Espero que la máscara también funcione en sentido simbólico, porque cuando Johnny apunta al candidato Stillson con una pistola es evidente que los demás lo ven como un monstruo). «Tú siempre igual, Johnny», dice Sarah riendo; y en el camino de vuelta, cuando van los dos en el Volkswagen escarabajo de Johnny, yo diría que nos hemos hecho amigos del protagonista, un americano medio con la esperanza de que él y su novia vivan felices y coman perdices. Es el tipo de persona que, si encontrara un billetero por la calle, lo devolvería con todo el dinero dentro, y que, viendo un coche en la cuneta, ayudaría al dueño a cambiar la rueda. Desde que mataron a John F. Kennedy en Dallas, el gran coco americano ha sido la persona que dispara con un rifle desde un lugar alto. Yo quise convertirlo en amigo del lector.

Johnny fue un personaje difícil. Siempre lo es coger una persona normal e infundirle vida e interés. Greg Stillson (como la mayoría de los malos) fue más fácil, y mucho más divertido. Es un personaje peligroso y escindido, y me propuse dar la medida de su personalidad desde la primera escena del libro. Transcurre varios años antes de que presente su candidatura al congreso por Nueva Hampshire, cuando es un simple viajante que vende biblias por el Medio Oeste. Un día pasa por una granja y lo amenaza un perro. Stillson conserva la simpatía y la sonrisa hasta cerciorarse de que no haya nadie en la granja; entonces le tira al perro gas lacrimógeno en los ojos y lo mata a patadas.

Si hay que medir el éxito por la reacción de los lectores, la escena inicial de La zona muerta (mi primer número uno en tapa dura) ha sido de las más exitosas de toda mi carrera. Está claro que tocó la fibra sensible de mucha gente, porque recibí un aluvión de cartas y casi todas eran de protesta por mi crueldad indignante con los animales. Respondí a las cartas llamando la atención sobre lo típico: a) que Greg Stillson no existía, b) que el perro tampoco, y c) que yo no le había dado una patada a un perro en toda mi vida, ni mío ni de nadie. También señalé algo que quizá no fuera tan obvio: que convenía dejar sentado desde el principio que Gregory Ammas Stillson era un hombre extremadamente peligroso, y todo un experto en disimular.

Seguí construyendo los personajes de Johnny y Greg mediante escenas alternas hasta la confrontación final del libro, donde resolví el conflicto de una manera que deseé sorprendente. Los personajes del protagonista y el antagonista estaban condicionados por la historia que tenía que contar; o, dicho de otro modo, por el fósil. Mí trabajo (y él tuvo si te parece una manera viable de abordar la narrativa) es procurar que los personajes de ficción tengan un comportamiento que sea a la vez útil para la historia y verosímil a la luz de lo que sabemos de ellos (y de lo que sabemos de la vida real, claro). Los malos pueden dudar de sí mismos (es el caso de Greg Stillson) o darse lástima (como Annie Wilkes), y hay veces en que el bueno intenta eludir su deber, como Johnny Smith… y el mismísimo Jesucristo, como queda patente en el huerto de Getsemaní («aparta de mí este cáliz»). Si tú cumples el tuyo, tus personajes cobrarán vida y empezarán a actuar por sí mismos. Ya sé que si no lo has experimentado te parecerá un poco fantasmagórico, pero cuando ocurre es divertidísimo. Y te aseguro que te solucionará bastantes problemas.