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Ahora hablaremos un poco del diálogo, la parte sonora de nuestro programa. El diálogo da voz a los personajes, y es esencial para definir su manera de ser. La pega es que los actos de la gente son más reveladores que lo que dicen, y que las palabras son traidoras: lo que dicen las personas suele comunicar una imagen que a ellas se les pasa totalmente por alto.

Con la narración directa podrás contarme que tu protagonista, Mistuh Butts, fue mal alumno, y que ni siquiera se dejó ver mucho en el colegio, pero se puede indicar lo mismo a través de sus propias palabras, y con mucho más color. Además, una de las reglas cardinales de la buena narrativa es no contar nada que no se pueda mostrar:

—¿Tú qué crees? —preguntó el niño. Dibujaba en el polvo con un palo, sin levantar la cabeza. El resultado podía entenderse como una pelota, un planeta o un simple círculo—. ¿Tú crees que es verdad lo que dicen, que la tierra gira alrededor del sol?

—¿Yo? ¡Yo qué sé qué dicen! —contestó Mistuh Butts—. Yo no he estudiao en mi vida lo que dice tal o cual, porque nadie dice lo mismo, te acaba por dolerte la cabeza y te quedas sin amenito.

—¿Amenito? ¿Qué es? —preguntó el niño.

—¡Anda con el nene! ¡Qué preguntón! —exclamó Mistuh Butts. Le cogió el palo al niño y lo partió—. ¡El amenito es cuando tienes que comer! ¡Si no, te pones malo! ¡Y luego dice la gente que soy un inorante!

—Ah, apetito —dijo serenamente el niño, y empezó de nuevo a dibujar, esta vez con el dedo.

El diálogo bien construido indicará si un personaje es listo o tonto (Mistuh Butts no es necesariamente bobo sólo porque no sepa decir «apetito»; para llegar a una conclusión tenemos que seguir escuchándole un poco más), honrado o tramposo, gracioso o cascarrabias… El buen diálogo, como los de George V. Higgins, Peter Straub y Graham Greene, es una delicia, y el malo un muermo.

No todos los escritores dominan igual el diálogo. Es un campo donde se puede mejorar, pero, como ha dicho un gran hombre (Clint Eastwood, para más señas), «una persona tiene que ser consciente de sus límites». H. P. Lovecraft era genial escribiendo cuentos macabros, pero como dialoguista era un desastre. Debía de saberlo, porque de los millones de palabras que componen su narrativa sólo corresponden a diálogo menos de cinco mil. El siguiente fragmento de El color surgido del espacio, en que un granjero agonizante describe la presencia alienígena que invadió su pozo, ilustra los problemas dialogísticos de Lovecraft. Nadie habla así, ni en su lecho de muerte:

Nada… Nada… el color… quema… frío y húmedo… pero quema… vivía en el pozo… lo vi yo… como una especie de humo… igual que las flores la primavera pasada… el pozo brillaba de noche… todo vivo… le chupaba a todo la vida… en la piedra… debió de salir de aquella piedra… no sé qué quiere… aquello redondo que sacaron de la piedra los de la universidad… era del mismo color… igual, como las flores y las plantas… semillas… esta semana lo he visto por primera vez… te machaca el cerebro, y luego te… te quema… Viene de algún sitio donde es todo de otra manera… lo dijo uno de los profesores…

Y así líneas y líneas en forma de datos sueltos, elípticos y muy meditados. ¿Qué falla? Cuesta concretarlo, aparte de lo más obvio: que es forjado, que le falta vida. Cuando el diálogo es bueno, el lector se da cuenta.

Cuando es malo, también, porque irrita al oído como un instrumento desafinado.

Todas las descripciones de Lovecraft lo presentan como alguien a la vez esnob y de una timidez enfermiza (además de furibundo racista, con cuentos llenos de africanos siniestros y judíos intrigantes como los que le daban miedo a mi tío Oren a partir de la cuarta o la quinta cerveza). Era de esos escritores que mantienen una correspondencia voluminosa, pero que en persona no dan la talla. Seguro que hoy en día, si viviera, donde daría más de sí sería en los chats de Internet. Para aprender a escribir diálogos conviene hablar y escuchar mucho; sobre todo escuchar, y fijarse en los acentos, los ritmos, los dialectos y la jerga de varios grupos. A los solitarios como Lovecraft suele salirles mal el diálogo, o poco espontáneo, como sí no lo escribieran en su lengua materna.

Ignoro sí el novelista contemporáneo John Katzenbach es un solitario, pero su novela Hart’s War contiene algunos diálogos memorables por su mala calidad. Katzenbach es de esa clase de novelistas que exasperan a los profesores de escritura. Se trata de un narrador extraordinario, pero que se repite demasiado (defecto que tiene cura) y no tiene oído para el lenguaje oral (éste dudo que la tenga). Hart’s War es una novela policíaca ambientada en un campo de prisioneros de la Segunda Guerra Mundial; la idea es buena, pero, en cuanto Katzenbach caldea el ambiente, surgen los problemas. Reproduzco el fragmento en que el teniente coronel Phillip Pryce habla con sus amigos, justo ames de que se lo lleven los alemanes que administran el Stalag Luft 13, y no para repatriarlo, sino, con toda probabilidad, para fusilarlo en el bosque.

Pryce volvió a darle un tirón a Tommy.

—¡Tommy —susurró—, esto no es coincidencia! ¡Aquí no es nada lo que parece! ¡Investiga más a fondo! ¡Sálvalo, chaval! ¡Estoy más convencido que nunca de la inocencia de Scott! Ahora, chicos, dependéis de vosotros mismos. ¡Y recordad que confío en que podáis contarlo! ¡Sobrevivid!

¡Pase lo que pase!

Se volvió hacia los alemanes.

—Adelante, Hauptmann —dijo con una decisión repentina y en extremo serena—. Ya estoy listo. Háganme lo que quieran.

O Katzenbach no se da cuenta de que la intervención del teniente coronel se ajusta palabra por palabra a todos los tópicos de las películas de guerra de finales de los cuarenta, o quiere aprovechar la semejanza para despertar en sus lectores sentimientos de piedad, tristeza y quizá hasta de nostalgia. No funciona en ninguna de las dos hipótesis. La única emoción que suscita el fragmento es de incredulidad e impaciencia. Te preguntas si lo ha leído algún corrector, y, en caso afirmativo, por qué no ha hecho ninguna enmienda. Como Katzenbach está muy bien dotado para otros aspectos de la narrativa, su fracaso tiende a reforzar mi idea de que escribir diálogos buenos es un arte en la misma medida que un oficio.

Es como si muchos escritores buenos de diálogos hubieran nacido con oído, como los músicos y cantantes que afinan de manera natural. He aquí un fragmento de la novela Tómatelo con calma, de Elmore Leonard; se puede comparar con los de Lovecraft y Katzenbach, y empezar fijándose en que esta vez no se trata de ningún soliloquio, sino de una conversación cabal:

Chili volvió a mirar a Tommy, que decía:

—¿Te va bien?

—¿Si ligo, dices?

—No, en el trabajo. ¿Cómo te va? Ya sé que Atrapa a Leo fue un éxito. ¡Qué pedazo de película! No, y que era buena, oye.

Pero la segunda parte… ¿Cómo se llama?

—Piérdete.

—Pues eso, que no pude ni verla porque le pasó lo mismo que en el título: desapareció.

—Como fue flojo el estreno, el estudio se desentendió.

Yo, para empezar, ni quería hacer segunda parte, pero el que lleva la producción en Tower dijo que la harían conmigo o sin mí. Y pensé que bueno, si se me ocurría un argumento interesante…

Dos personas comiendo en Beverly Hills, y enseguida vemos que es gente de cine. Quizá se trate de un par de farsantes (quizá no), pero en el contexto del relato de Leonard se imponen desde la primera palabra. Es más; los acogemos con los brazos abiertos. Se trata de un diálogo tan verosímil que una parte de lo que sentimos es el placer vergonzante de alguien captando y metiéndose en una conversación ajena. De paso se nos da a conocer a los personajes, aunque sólo sea con algunas pinceladitas. La novela acaba de empezar (de hecho es la segunda página), y Leonard es gato viejo: sabe que no tiene ninguna obligación de aclararlo todo enseguida. Aun así, ¿a que con su comentario de que Atrapa a Leo aparte de un peliculón, es buena, Tommy nos dice algo sobre su manera de ser?

Podríamos preguntarnos si es un diálogo fiel a la vida o sólo a determinada concepción de la vida, a cierta imagen estereotipada de la gente de Hollywood, los almuerzos de Hollywood y los negocios de Hollywood; es una pregunta muy lícita, y la respuesta es que quizá lo segundo, pero el diálogo sigue sonando bien. Cuando da lo mejor de sí (y Tómatelo con calma es entretenida, pero queda lejos de sus mejores obras), Elmore Leonard sabe crear una especie de lirismo callejero. El oficio necesario para escribir un diálogo así se consigue con muchos años de práctica. El arte procede de una imaginación creativa que trabaja duro y se divierte.

La clave de escribir diálogos buenos, como en todos los aspectos de la narrativa, es la sinceridad. Si la practicas, si pones honradez en las palabras que salen de boca de tus personajes, descubrirás que te expones a bastantes criticas. En mi caso no transcurre una semana sin que reciba como mínimo una carta (suelen ser más) acusándome de malhablado, de intolerante, de homófobo, de sangriento, de frívolo, o directamente de psicópata. En la mayoría de los casos, lo que sulfura a mis corresponsales tiene que ver con el diálogo: «¡Coño, que te vayas de Dodge!», o «aquí no nos gustan mucho los negros», o «¿de qué vas, maricón de mierda?».

Mi madre, que en paz descanse, no veía los tacos con buenos ojos. Decía que eran «el lenguaje de los ignorantes», pero eso no le impedía gritar «¡Joder!» cuando se le quemaba la carne o se daba un martillazo en una uña queriendo colgar un cuadro. Tampoco a la mayoría de la gente, cristiana o no, la inhibe de soltar algún exabrupto por el estilo (o peor) cuando les vomita el perro en la alfombra. Es importante decir la verdad. ¡Depende tanto de ella, como casi dijo W. C. Williams cuando escribía sobre la carretilla roja! A la Legión de la Decencia no le gustará la palabra «cagar», y puede que a ti tampoco mucho, pero hay veces en que no hay otra salida. Nunca se ha visto a un niño que vaya corriendo a ver a su madre y le diga que su hermana pequeña acaba de «defecar» en la bañera. Tendrá algún eufemismo a su disposición, pero mucho me temo que se le ocurra primero «cagar».

Decir la verdad es fundamental para que el diálogo posea la resonancia y el realismo de cuya ausencia, por desgracia, adolece Hart’s War, por lo demás una buena novela. El principio se aplica a todo, hasta a lo que dice la gente cuando se da un martillazo en el pulgar. Sí, pensando en la Legión de la Decencia, pones «¡caray!» en vez de «¡joder!», infringes el contrato tácito que hay entre el lector y el escritor: la promesa de que expresarás verazmente los actos y palabras de tus semejantes por el canal de una historia inventada.

Por otro lado, cabe la posibilidad de que uno de tus personajes (como la tía solterona de la protagonista) diga «caray», y no «joder», en el momento del famoso martillazo. Si conoces a tu personaje también sabrás cuál de los dos usar, y nos enteraremos de algo sobre la persona que habla que la hará más viva e interesante. Se trata de dejar que hablen libremente todos los personajes, sin prestar atención a los criterios de la Legión de la Decencia o el Círculo de Lectoras Cristianas. Lo contrario, además de falso, seria cobarde, y te aseguro que hoy en día, a las puertas del siglo veintiuno, escribir narrativa no tiene nada que ver con la cobardía intelectual. Los aspirantes a censores son legión, y aunque no coincidan todos en sus prioridades, a grandes rasgos quieren todos lo mismo: que veas el mundo como ellos… o, como mínimo, calles lo que ves diferente. Son agentes del orden establecido; no tienen porque ser mala gente, pero sí peligrosa para el adepto a la libertad intelectual.

La verdad, y que nadie se sorprenda, es que coincido con mi madre: los tacos y la vulgaridad son el lenguaje de la ignorancia y la limitación verbal. Al menos como regla general, porque hay excepciones, entre ellas ciertas palabrotas y aforismos muy pintorescos y con mucha fuerza. Expresiones como «tener más trabajo que un cojo en un concurso de patadas en el culo» no son para una puesta de largo, pero hay que reconocer que tienen pegada. O léase el siguiente fragmento de Brain Storm, de Richard Dooling, donde la vulgaridad se convierte en poesía:

Prueba A: un pene grosero y testarudo, coñívoro bárbaro sin mota de decencia. El bergante más tunante que ha habido hoy y antes. Un sucio y vermiforme gañán con brillos serpentinos en su único ojo. Un exaltado, un soberbio que ataca en las cavernas oscuras de la carne como un relámpago peniano. Un bellaco voraz en busca de sombras, húmedas grietas, éxtasis de almejar, y sueño…

Aunque no se presente como diálogo, me apetece reproducir otro fragmento de Dooling porque es un ejemplo de lo contrario: de que se puede ser explícito hasta extremos admirables sin recurrir en absoluto a la vulgaridad ni al lenguaje soez.

Ella se sentó a horcajadas y se dispuso a efectuar la conexión de los puertos necesarios, con los adaptadores masculino y femenino a punto, el I/O activado, servidor/cliente, maestro/satélite. Dos máquinas biológicas de última generación haciendo los preparativos para acoplarse con módems de cable y acceder a los procesadores frontales respectivos. Nada más.

Si yo fuera un literato a la usanza de Henry James o Jane Austen, si sólo escribiera sobre pijos o universitarios de familia bien, casi no tendría que emplear palabrotas. Quizá no me hubieran prohibido ningún libro en las bibliotecas escolares de Estados unidos, ni hubiera recibido cartas de fundamentalistas serviciales con ganas de informarme de que arderé en el infierno, donde todos mis millones no me servirán para comprar ni un simple trago de agua. El caso, sin embargo, es que no me crié en ese sector de la sociedad, sino como integrante de la clase media-baja de Estados Unidos, que es de lo que puedo escribir con mayor sinceridad y conocimiento. O sea, que cuando mis personajes se dan un martillazo en el dedo dicen más a menudo joder que caray, pero ya me he acostumbrado a la idea. De hecho, nunca me había dado grandes quebraderos de cabeza.

Cuando recibo una carta de ésas, o cuando leo la enésima crítica donde se me acusa de vulgar y poco intelectual (lo cual, en cierta medida, sí es cierto), me consuelo con las palabras del realista social de principios de siglo Frank Norris, entre cuyas novelas figuran Octopus, The Pit y McTeague, gran libro. Los personajes de Norris pertenecían a la clase trabajadora, y su vida se desarrollaba en granjas, talleres y fábricas. McTeague, que es el protagonista de su obra magna, es un dentista sin formación. Los libros de Norris produjeron gran escándalo, pero él reaccionó con frialdad y desdén: «¿A mí qué más me da lo que piensen? Nunca he hecho concesiones. He contado la verdad».

Ya se sabe que hay gente que no quiere oírla, pero no es problema tuyo. Lo sería querer ser escritor sin estar dispuesto a apuntar al blanco. El diálogo siempre es indicativo de la personalidad, aunque el que hable sea feo o guapo. También puede ser un soplo de aire fresco y refrescante en una sala donde cierta gente preferiría no abrir las ventanas. Al fin y al cabo, lo importante no es que el diálogo de tu relato sea culto o vulgar, sino cómo suene en la página y al oído. Si pretendes que parezca real, habla tú. Y más importante todavía: quédate callado y escucha a los demás.