La descripción convierte al lector en partícipe sensorial de la historia. A describir se aprende, que es una de las razones principales de que sólo puedas hacerlo bien si lees y escribes mucho.
Resulta que no es cuestión sólo de cómo, sino de cuánto. La respuesta al cuánto te la dará la lectura, y la del cómo, páginas y páginas de escritura. Sólo aprenderás practicando.
El primer paso de la descripción es la visualización de lo que quieres hacer vivir al lector, y el último, trasladar a la página lo que ves en tu cabeza. Fácil, lo que se dice fácil, no es. Repito mi pregunta de antes: ¿quién no ha oído un comentario así: «Fue genial [o espantoso, rarísimo, divertidísimo…]. ¡Es que no puedo describirlo!»? Si quieres ser buen escritor, estás obligado a poder describirlo, y de una manera que comunique reconocimiento al lector. Si sabes hacerlo te pagarán tus esfuerzos, y te lo habrás merecido. Si no, coleccionarás notas de devolución y es posible que te plantees hacer carrera en el fascinante mundo del telemárketing.
Una descripción insuficiente deja al lector perplejo y miope. El exceso de descripción lo abruma con detalles e imágenes. El truco es encontrar un buen punto medio. También es importante saber qué describir y qué descartar en el proceso principal que es contar algo.
A mí, la literatura que describe exhaustivamente las características físicas y la indumentaria de los personajes me deja bastante frío. (Me irrita especialmente el inventario de guardarropía. Si tengo ganas de leer descripciones de prendas ya pediré un catálogo). No recuerdo muchos casos en que sintiera la necesidad de describir el aspecto físico de los actores de una historia mía. Prefiero dejar que les ponga cara y cuerpo (y ropa) el lector. ¿A que tienes bastante con saber que Carrie White es una alumna de instituto solitaria, con acné y un vestuario de juzgado de guardia? Del resto puedes encargarte tú, sin necesidad de que te la describa grano a grano y falda a falda. Casos de perdedores en el instituto los conoce todo el mundo; si yo describo el mío, excluyo el tuyo y pierdo una parte del vínculo de comprensión que deseo forjar entre los dos. La descripción arranca en la imaginación del escritor, pero debería acabar en la del lector. A la hora de conseguirlo tiene mucha más suerte el escritor que el cineasta, condenado eternamente a enseñar demasiado… incluido, en nueve casos de cada diez, la cremallera de la espalda del monstruo.
Para que el lector se sienta dentro de la historia, concedo más importancia al escenario y el ambiente que a la descripción de personajes. Tampoco comparto la opinión de que la descripción física deba ser un atajo hacia la personalidad. Ahorradme pues, si sois tan amables, los «ojos azules e inteligentes» del protagonista, y su «barbilla pronunciada de hombre de acción». Son ejemplos de mala técnica y escritura perezosa, el equivalente de los pesadísimos adverbios.
Para mí, una descripción acertada suele componerse de una serie de detalles bien escogidos que lo resumen todo. En la mayoría de los casos serán los primeros que se le ocurran al escritor. Se trata de un punto de partida muy válido, Luego, si te entran ganas de cambiar, añadir o quitar detalles, adelante, que para eso se ha hecho la revisión, pero creo que en casi todos los casos los detalles que se visualizan en primer lugar son los más fidedignos además de los mejores. Deberías tener presente que en la descripción es tan fácil pasarse como quedarse corto (y, si tienes alguna duda, te lo demostrarán hasta la saciedad los libros que leas). Hasta es posible que sea más fácil lo primero.
Uno de mis restaurantes favoritos de Nueva York es el Palm Too de la Segunda Avenida, especializado en carnes. Si decidiera ambientar una escena en el Palm Too, tengo clarísimo que incluiría las observaciones de mis visitas. Antes de ponerme a escribir, me tomaría el tiempo de evocar una imagen del local, recurriendo a mí memoria y llenándome el ojo mental (que es un ojo cuya visión mejora por el uso). Lo llamo ojo mental porque es la expresión que nos suena más a todos, pero mi intención real es abrir todos lo sentidos. Será un rastreo en la memoria, breve, pero intenso, una especie de sesión de hipnosis. Como en ellas, cuanto más se practica más fácil resulta.
Las primeras cuatro cosas que se me ocurren al pensar en Palm Too son: a) la penumbra del bar y el contraste con la luz del espejo de detrás de la barra, que capta y refleja la de la calle; b) el serrín del suelo; c) las caricaturas de la pared, que tienen mucha gracia, y d) el olor a bistec y pescado.
Si siguiera pensando me acordaría de más cosas (y lo que no recordase me lo inventaría, porque durante el proceso visualizador se funden verdad y ficción), pero ya hay bastantes. Tampoco se trata de visitar el Taj Mahal, ni pretendo hacer propaganda de ningún restaurante. Otra cosa importante que hay que recordar es que lo esencial no es el marco, sino la historia. No es aconsejable, ni en mi caso ni en el tuyo, hacer descripciones más frondosas de la cuenta sólo porque sea fácil. No es esa la carne que hay que poner en el asador.
Teniendo presente esto último, reproduzco un ejemplo narrativo que lleva a un personaje al Palm Too:
El taxi frenó delante del Palm Too a las cuatro menos cuarto de una tarde despejada de verano. Billy pagó la carrera, se apeó y buscó a Martín con la mirada. No estaba. Dándose por satisfecho, entró.
En contraste con la luz y el calor de la Segunda Avenida, el Palm Too parecía una cueva. El espejo de detrás de la barra recogía una parte del resplandor de la calle, y brillaba en la penumbra como un espejismo. Billy tardó un poco en ver algo más, hasta que se le acostumbró la vista. En la barra había algunos clientes bebiendo a solas. Detrás estaba el maítre hablando con el barman. Tenía la corbata deshecha y
la camisa arremangada, con las muñecas peludas a la vista.
Billy se fijó en que todavía había serrín en el suelo, como si fuera un local clandestino de los años veinte y no un restaurante de cambio de milenio donde estaba prohibido fumar, y hasta plantar un salivazo de tabaco entre los pies.
Los dibujos de las paredes (caricaturas de los políticos corruptos de la ciudad, de algún periodista retirado hacía siglos o muerto de cirrosis, de algún famosillo que no acababa de reconocerse) seguían haciendo cabriolas desde el suelo al techo. Flotaban olores de bistec y cebolla frita. Todo igual que siempre.
Se acercó el maître.
—¿Qué desea? La cocina no abre hasta las seis, pero el bar…
—Busco a Richie Martín —dijo Billy.
La llegada de Billy en taxi es narración, o acción, si prefieres el segundo término. Desde que entra en el restaurante predomina la descripción pura y dura. He puesto casi todos los detalles que se me han ocurrido de manera espontánea al evocar mi recuerdo del Palm Too auténtico, añadiendo algunas cosas, entre ellas lo del maitre entre dos turnos, que me parece acertado. Me gustan mucho la corbata deshecha, la camisa arremangada y las muñecas peludas. Parece una foto. Lo único que falta es el olor a pescado, y se debe a que era más fuerte el de cebolla.
Regresamos a la historia en sí mediante una secuencia narrativa (el maitre ocupa el centro de la escena) seguida por el diálogo. A esas alturas va vemos el escenario con claridad. Podría haber añadido un montón de detalles (como la estrechez de la sala, Tony Bennett cantando por los altavoces, el adhesivo de los Yankees en la caja), pero ¿de qué serviría? Tratándose de ambientación, y de descripción en general, un simple almuerzo equivale a un festín. Queremos saber si Billy ha encontrado a Richie Martin. Por esa historia hemos pagado veinticuatro dólares, no por lo demás. Explayarse acerca del restaurante aflojaría el ritmo de la historia, y hasta podría aburrirnos al extremo de romper el encantamiento que sabe tejer la buena narrativa. Muchas veces, cuando un lector deja un libro a medias por aburrido, el aburrimiento se debe a que el autor quedó fascinado por sus poderes de descripción, perdiendo de vista su prioridad, que es que no se pare la pelota. El lector que quiera saber algo más sobre Palm Too, que vaya en su próxima visita a Nueva York o pida un folleto por correo. Yo ya he gastado bastante tinta para insinuar que Palm Too será un escenario importante de mi historia. Si resulta no serlo, durante la revisión convendrá recortar unas cuantas líneas de la parte descriptiva. Claro que podría conservarlas con el argumento de su calidad, pero bueno, si me pagan es que la calidad se sobreentiende. Para lo que no me pagan es para darme caprichos.
Mi párrafo descriptivo sobre Palm Too contiene descripción directa («algunos clientes bebiendo a solas») y otra un poco más poética («brillaba en la penumbra como un espejismo»). Son válidas ambas, pero tengo cierto gusto por la metáfora. El uso del símil y de otros recursos de lenguaje figurado, es uno de los grandes placeres de la narrativa, tanto para el escritor como para el lector. Cuando un símil da en e) blanco, nos procura la misma satisfacción que encontrar a un viejo amigo en una multitud de desconocidos. A veces, comparar dos objetos que no presentan ninguna relación aparente (como el bar de un restaurante y una cueva) nos permite percibir algo viejo a una luz nueva y más intensa.[6] Tengo la impresión de que el escritor y el lector colaboran en una especie de milagro, hasta cuando el resultado es claro pero no bello. Quizá cargue un poco las tintas, pero bueno, es lo que creo.
Cuando un símil o metáfora no funciona, el resultado puede ser cómico o penoso. Hace poco leí esta frase en una novela que prefiero no nombrar: «Se quedó sentado al lado del cadáver, impasible y aguardando al forense con la misma paciencia que si esperara un sandwich de pavo». Si hay una conexión esclarecedora, yo no la he captado. Por lo tanto, cerré el libro sin seguir leyendo. El escritor que sepa lo que tiene entre manos, que cuente conmigo para acompañarlo. El que no… Digamos que uno ya tiene más de cincuenta años, y en el mundo hay muchos libros. No puedo perder el tiempo con los que están mal escritos.
El símil zen es una trampa del lenguaje figurado, pero no la única. La más habitual (y repito que caer en ella suele deberse a falta de lectura) es el empleo de símiles, metáforas e imágenes que caen dentro del tópico. «Era hermosa como un sol», «Bob luchaba como un tigre»… No me hagas perder el tiempo (ni el de nadie) con recursos tan manidos. Quedarás como un vago o un ignorante. Ninguno de los dos calificativos será beneficioso para tu prestigio de escritor.
Ya que hablamos del tema, mis símiles favoritos proceden del género detectivesco en su vertiente dura, la que se practicaba en los cuarenta y los cincuenta, y de los descendientes literarios de los escritores de esa época. Dos ejemplos: «Estaba más oscuro que un cargamento de culos». (George V. Higgins), y «Encendí un cigarrillo que sabía a pañuelo de fontanero». (Raymond Chandler).
La clave de una buena descripción empieza por ver con claridad y acaba por escribir con claridad, mediante el uso de imágenes frescas y un vocabulario sencillo. En ese aspecto, mis primeros maestros fueron Chandler, Hammett y Ross MacDonald, y es posible que mi respeto por la fuerza del lenguaje descriptivo compacto aumentara al leer a T. S. Eliot y W. C. Williams (como en La carretilla roja, con su contraste entre ésta y las gallinas blancas).
Ocurre con la descripción lo mismo que con todos los aspectos del arte narrativo: que aprenderás practicando, pero la práctica, por sí sola, nunca te llevará a la perfección. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Qué gracia tendría? Y cuantos más esfuerzos hagas de claridad y sencillez, más aprenderás sobre la complejidad del idioma. Practica el arte, recordando en todo momento que tu oficio es decir qué ves, y sigue con la historia.