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Bueno, pues ya estás en la habitación con la persiana y la puerta cerradas y el teléfono desenchufado. Le has dado una patada a la tele y te has jurado escribir mil palabras al día contra viento y marea. Llega el turno de la gran pregunta: ¿de qué escribirás? Y de una respuesta igual de grande: de lo que te dé la gana. Lo que sea… mientras cuentes la verdad.

Antes, en las clases de escritura, solía haber una máxima: «Escribe de lo que sepas». Suena bien, pero ¿y si quieres escribir sobre naves espaciales que exploran otros planetas, o de alguien que mata a su mujer y quiere partirla en trocitos con un desbastador de madera? ¿Cómo se consigue que cuadren esas y otras mil ideas extravagantes con el principio de escribir de lo que se sabe?

Yo creo que lo primero es interpretar la máxima en el sentido más lato. El fontanero sabe de fontanería, pero no es ni mucho menos lo único que sabe. También sabe cosas el corazón, y la imaginación. ¡Menos mal! Sin ambos, el mundo de la ficción sería un lugar bastante sórdido. Hasta puede que no existiera.

En términos de género, parece oportuna la premisa de que se empieza escribiendo lo que le gusta a uno leer. Ya he contado mis tempranos amores con los tebeos de terror, y seguro que he cargado las tintas, pero es verdad que me gustaban mucho, igual que las películas como I Married a Monster from Outer Space, y el resultado fueron cuentos como «I Was a Teenage Graverobber». Hoy en día, de hecho, nada me impide escribir versiones un poco más sofisticadas del mismo cuerno. Es muy sencillo: me eduqué en el amor a la noche y los ataúdes que no se quedan quietos. Si a alguien le parece mal, lo único que puedo hacer es encogerme de hombros. Es lo que hay.

Si resulta que eres aficionado a la ciencia ficción, es normal que tengas ganas de escribir ciencia ficción. (Y cuanta más hayas leído, menos peligro correrás de caer en las convenciones más transitadas del género, como las guerras de naves y las utopías negativas). Si lo que te gusta son las novelas de misterio, querrás escribirlas, y si te gustan las románticas, es normalísimo que quieras hacer alguna. No tiene nada de malo practicar esos géneros. En mi opinión, lo que sería una pena es renegar de lo que conoces y te gusta (quizá tanto como a mí los tebeos y las películas de terror en blanco y negro) a favor de otras cosas sólo porque te parece que impresionarás más a los amigos, la familia y los demás escritores que conoces. Tan erróneo es eso como dedicarse a conciencia a algún género o clase de narrativa sólo para ganar dinero. Para empezar sería moralmente condenable, porque la narrativa consiste en descubrir la verdad dentro de la red de mentiras de la ficción, no incurrir en fraude intelectual por amor al vil metal. Es más; os aviso de que no funciona.

Cuando me preguntan por qué decidí escribir lo que escribo, siempre pienso que es una pregunta más reveladora que cualquier respuesta que pudiera dar. Es como esas barritas de chocolate con caramelo dentro: encubre la suposición de que es el escritor quien controla sus materiales, no al revés.[4] El escritor que se toma en serio su oficio no puede evaluar el material narrativo como un inversor estudiando ofertas de acciones y escogiendo las que parezcan más rentables. Si se pudiera, cada libro publicado sería un éxito de venta seguro, y no existirían los adelantos astronómicos que se pagan a una docena de escritores de primerísima línea. (Ya les gustaría a las editoriales).

Grisham, Clancy, Crichton y yo (entre otros) recibimos esas sumas porque vendemos tiradas fuera de lo habitual a un público lector más vasto de lo habitual. A veces, desde la crítica, se da por sentado que tenemos acceso a una vulgata mística que no han conseguido encontrar otros escritores (a menudo mejores), o que desdeñan emplear. Dudo que sea verdad. Tampoco me trago la teoría de otros novelistas populares (pienso en la difunta Jacqueline Susann, aunque no era la única) de que su éxito se basa exclusivamente en el mérito literario, y que el público comprende la auténtica grandeza mejor que el mundillo de las letras, poblado por mediocres y envidiosos. Es una idea ridícula, fruto de la vanidad y la inseguridad.

En general, la gente que compra libros no se guía por el mérito literario de una novela. Quieren una historia entretenida para el avión, algo que los cautive desde el principio, que los absorba y los impulse a girar la página. Esto, a mí juicio, ocurre cuando los lectores reconocen a los personajes, su comportamiento, su entorno y su manera de hablar. Una manera de que el lector se sienta dentro de la novela o el cuento es que oiga ecos muy fuertes de lo que vive y piensa. Mi opinión es que es imposible conseguir la conexión de manera premeditada, a base de estudios de mercado.

Una cosa es imitar un estilo, que es una manera muy legítima de empezar a escribir (legítima e inevitable, porque cada fase del desarrollo del escritor está marcada por alguna imitación), y otra, imposible, imitar la manera que tiene determinado escritor de abordar tal o cual género, aunque parezca muy fácil lo que hace. En otras palabras, que no se puede dirigir un libro como un misil. En general, la gente que decide hacerse rica escribiendo como John Grisham o Tom Clancy sólo produce imitaciones baratas, porque no es lo mismo el vocabulario que el sentimiento, y el argumento está a años luz de la verdad tal como la entienden el cerebro y el corazón. Si en la contraportada de una novela ves escrito «al estilo de (John Grisham/Patricia Cornwell/Mary Higgins Clark/Dean Koontz)», ten por seguro que estás delante de una de esas imitaciones, hechas por puro cálculo y por lo general aburridas.

Escribe lo que quieras, infúndele vida y singularízalo vertiendo tu experiencia personal de la vida, la amistad, las relaciones humanas, el sexo y el trabajo. Sobre todo el trabajo. A la gente le encanta leer sobre el trabajo; no sé por qué, pero es así. Si eres fontanero y te gusta la ciencia ficción, plantéate escribir una novela sobre un fontanero en una nave espacial o en otro planeta. ¿Te ríes? Pues el difunto Clifford D. Simak escribió una novela que se llamaba Cosmic Engineers y se ajusta bastante a la idea, además de ser buenísima. Hay que recordar que no es lo mismo dar sermones sobre lo que se sabe que usarlo para enriquecer una narración. Lo segundo es bueno. Lo primero no.

Pensemos en el primer gran éxito de John Grisham, La tapadera. Es la historia de un joven abogado que descubre que su primer empleo, que al principio parecía un sueño, consiste en trabajar para la mafia. La tapadera es una novela llena de suspense emocionante y con un ritmo endiablado, que vendió la tira y media de millones. Por lo visto, la gente quedó fascinada por el dilema moral que se le plantea al abogado joven: trabajar para la mafia es malo, eso no se discute, pero ¡qué sueldo! ¡Con eso te compras un cochazo y aún te queda más de la mitad!

Otra cosa que gustó fue el ingenio del abogado para salir del dilema. Quizá no sea lo que habría hecho la mayoría, y es verdad que las últimas cincuenta páginas acusan la constante intervención del deus ex machina, pero es lo que nos habría gustado hacer a casi todos. Y ¿a que nos gustaría tener un deus ex machina en la vida diaria?

No puedo asegurarlo, pero apostaría a que John Grisham nunca ha trabajado para la mafia. Es todo pura tabulación (que es el gran placer de un escritor). Sí, es verdad que de joven fue abogado, y es evidente que no ha olvidado cuánto cuesta hacerse un hueco en el mundo laboral. Tampoco se le ha olvidado el mapa de trampas y anzuelos económicos que dificultan el paso por el campo del derecho de empresas. Con el brillante contrapunto de un humor sencillo, y sin abusar de la jerga profesional, dibuja un mundo de luchas darwinianas donde los salvajes llevan terno. Además (y ahora viene lo bueno), se trata de un mundo de una verosimilitud arrolladora. Grisham lo ha pisado, ha rastreado el campo de batalla, ha espiado las posiciones enemigas y ha vuelto con un informe completo. Contó la verdad de lo que sabía, y aunque sólo fuera por eso ya se merece hasta el último dólar que haya ganado La tapadera.

Los críticos que arguyen que La tapadera y los libros posteriores de Grisham están mal escritos, los que se declaran perplejos ante su éxito, no se enteran de nada. Una de dos: o la verdad es demasiado gorda, demasiado evidente, o ellos se hacen los tontos. El relato imaginario de Grisham tiene una base sólida en la realidad que conoce el autor, que la ha vivido de primera mano y ha escrito sobre ella con una sinceridad absoluta (al borde de la ingenuidad). El resultado (al margen de que los personajes sean acartonados, lo cual sería otro tema de discusión) es un libro valiente y de gratísima lectura. Como escritor en ciernes, harías bien en no imitar el género de abogados acorralados que parece invento de Grisham, sino emular la franqueza de su autor y su instinto infalible para ir al grano.

Claro que John Grisham sabe de abogados, pero algo sabrás tú que garantice tu unicidad. Ten valor. Recoge las posiciones enemigas en el mapa, vuelve y cuéntanos todo lo que sepas. Y acuérdate de que no es ninguna tontería escribir un cuento sobre fontaneros en el espacio.