¿Me haces el favor de bajar otra vez de la estantería el libro de antes? Su peso revela una serie de cosas que también pueden captarse sin leer ni una palabra. La extensión del libro es una, por supuesto, pero no la única: también está la inversión de tiempo y trabajo que tuvo que hacer el autor para crear su obra, y la que tiene que aceptar el lector para digerirla. No es que la extensión y el peso sean una garantía de calidad, porque hay muchos relatos épicos que son una mierda (épica, eso sí); que se le pregunten a mis críticos y seguro que se quejan de los bosques canadienses que han tenido que talarse sólo para imprimir mis gilipolleces. Tampoco lo breve, a la inversa, es forzosamente bueno, como demuestra Los puentes de Madison. Ahora bien, lo que no se puede negar es que haya una inversión, al margen de que el libro sea bueno o malo y de que triunfe o fracase. Las palabras pesan. Si no, que se lo pregunten a los que trabajan en el departamento de envíos de alguna editorial, o en el almacén de una librería grande.
Las palabras crean frases, las frases párrafos, y a veces los párrafos se aceleran y cobran respiración propia. Imaginémonos al monstruo de Frankenstein estirado en el laboratorio. Salta un relámpago, pero no en el cielo, sino en un párrafo humilde hecho con simples palabras. Puede que sea el primer párrafo bueno que hayas escrito, tan frágil, pero tan preñado de posibilidades, que te da hasta miedo. Tienes la misma sensación que debió de tener Víctor Frankenstein cuando el conglomerado de partes cosidas abrió sus ojos legañosos y amarillos. Te dices: ¡Increíble! ¡Respira! Quizá hasta piense. ¿Y ahora qué coño hago?
Pues lo más lógico: pasar al tercer nivel y ponerte a escribir narrativa de verdad. ¿Porqué no? ¿De qué hay que tener miedo?
Después de todo, los carpinteros no construyen monstruos, sino casas, tiendas y bancos; algunos con madera, tablón a tablón, y otros ladrillo a ladrillo. Tú engarzarás párrafos, construyéndolos con tu vocabulario y tus conocimientos de gramática y estilo básico. Mientras cepilles bien tus puertas, puedes construir lo que te dé la gana; si tienes la energía necesaria, hasta mansiones enteras.
¿Hay alguna razón para hacer casas enteras con palabras? Yo creo que sí, y que los lectores de Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell, o de Casa desolada, de Charles Dickens, la entienden: a veces, ni los propios monstruos son monstruos. A veces son guapos, y nos enamoramos de la historia hasta un extremo al que no puede aspirar ninguna película o programa de televisión. Hemos leído mil páginas y aún no tenemos ganas de abandonar el mundo que nos ha regalado el escritor, o a la gente imaginaria que lo habita. Si hubiera dos mil páginas, las acabaríamos con la misma sensación. Un ejemplo perfecto es la trilogía de Tolkien sobre el Señor de los Anillos. Desde la Segunda Guerra Mundial, sus mil páginas de hobbits no han saciado a tres generaciones sucesivas de aficionados al género fantástico. Nadie ha tenido suficiente, ni siquiera añadiendo aquel epílogo amazacotado que es El Silmarillion. De ahí Terry Brooks, Piers Anthony, Robert Jordan, los conejos viajeros de La colina de Watership y medio centenar de obras más. Los autores de estos libros crean a los hobbits que seguían añorando; intentan recuperar de los Puertos Grises a Frodo y Sam porque ya no está Tolkien para hacerlo.
En sus aspectos más básicos, estamos hablando de una simple técnica, pero ¿estamos o no de acuerdo en que las habilidades más básicas pueden dar frutos que superen todas las expectativas? Hemos hablado de herramientas y carpintería, de palabras de estilo… pero a medida que progresemos, convendrá tener presente que también hablamos de magia.