Levanta la bandeja superior de la caja de herramientas (los trastos del vocabulario y la gramática). La capa de debajo corresponde a los elementos estilísticos que ya he abordado. Strunk y White ofrecen las mejores herramientas (y reglas) que quepa desear, y las describen de manera sencilla y clara. Las ofrecen con un rigor refréscame, empezando por reglas básicas, como la de formación de posesivos, y acabando con ideas sobre la colocación más oportuna de las partes esenciales de la frase.
Antes de abandonar los elementos básicos de la forma y el estilo, habría que dedicar unos minutos al párrafo, la forma de organización que sigue a la frase. Para ello coge una novela de la estantería, una que no hayas leído, si puede ser. (Lo que explico vale para casi toda la prosa, pero, como soy novelista, cuando pienso en escribir suelo pensar en narrativa). Ábrela por la mitad y eligedos páginas cualesquiera. Observa la forma visual: los renglones, los márgenes, y sobre todo los espacios en blanco que corresponden al principio o final de cada párrafo.
¿Verdad que no hace falta leer el libro para saber si has escogido uno fácil o difícil? Los fáciles contienen gran cantidad de párrafos cortos (incluidos los de diálogo, que pueden tener sólo una o dos palabras) y mucho espacio en blanco. Son como algunos helados que llevan mucho aire. Los libros difíciles, con densidad de ideas, narración o descripción, presentan un aspecto más macizo, más apretado. El aspecto de los párrafos es casi igual de importante que lo que dicen. Son mapas de intenciones.
En la prosa expositiva los párrafos pueden ser ordenados y utilitarios, y hasta conviene que lo sean. El patrón ideal de párrafo expositivo contiene una frase-tema seguida por otras que la explican o amplían. Para ejemplificar esta manera de escribir, sencilla pero con fuerza, reproduzco dos párrafos de la clásica redacción de instituto, cuya popularidad no decae.
A los diez años me daba miedo mi hermana Megan. Era incapaz de entrar en mi habitación sin romperme como mínimo uno de mis juguetes preferidos, casi siempre el que me gustaba más de todos. Su mirada tenía poderes destructores casi mágicos sobre el celo: sólo tenía que mirar un póster y a los pocos segundos se caía solo de la pared. También desaparecían prendas queridas del cajón. No es que se las llevara (yo al menos no lo creo), pero las hacía desaparecer. Normalmente, la camiseta o las Nike tan lloradas reaparecían debajo de la cama varios meses después, tristes y abandonadas en el polvo del fondo. Con Megan en mi habitación fallaban los altavoces, se enrollaban de golpe las persianas y casi siempre se me apagaba la lámpara de la mesa.
También era capaz de una crueldad consciente. Una vez me tiró zumo de naranja en los cereales. Otra, mientras me duchaba, me puso pasta de dientes en el fondo de los calcetines. Y aunque ella nunca lo admitiera, estoy convencido de que siempre que me quedaba dormido en el sofá durante la media parte de los partidos de béisbol que daban por la tele los domingos por la tarde, Megan me enredaba cosas en el pelo.
En general, las redacciones son una cosa tonta y sin sustancia; escribir chorraditas así no enseña nada de provecho en el mundo real. Las ponen los profesores cuando no se les ocurre ninguna otra manera de hacer perder el tiempo a sus alumnos. Ya se sabe cuál es el tema más famoso: «Mis vacaciones de verano». Yo, durante un año, impartí escritura en la Universidad de Maine, y reñía una clase llena de deportistas y animadoras. Les gustaban las redacciones, porque era como volver al instituto. Me pasé todo un semestre reprimiendo el impulso de pedirles que entregaran dos páginas sobre el tema «Qué pasaría si Jesús estuviera en mi equipo». Me contenía la certeza, absoluta y terrible de que la mayoría le habría puesto mucho entusiasmo. Hasta habría alguno que llorara en plena labor creativa.
A pesar de lo dicho, la fuerza de la forma básica del párrafo puede apreciarse hasta en las redacciones. La secuencia «frase-tema más descripción y profundización» le exige al escritor organizar sus ideas, además de protegerlo de las divagaciones. En las redacciones no pasa nada si se divaga; de hecho es casi de rigor, pero en registros más formales causa muy mal efecto. La escritura es pensamiento depurado. El que haga una tesis y le salga igual de organizada que una redacción de instituto sobre el tema «Por qué me excita Shania Twain», que sepa que lo tiene crudo.
Dentro de la narrativa, el párrafo está menos estructurado; en vez de melodía es ritmo. Cuanta más narrativa se lee, más se da uno cuenta de que los párrafos se forman solos. Como tiene que ser. Al escribir conviene no pensar demasiado en dónde empieza y termina el párrafo. El truco es dejar que sigan su curso. Después, sí no te gusta el resultado, lo arreglas y listos. Es lo que se llama revisar. Veamos ahora lo siguiente:
La habitación de Big Tony no era como esperaba Dale. La luz tenía un tono amarillento un poco raro, que le recordó los moteles baratos donde había estado, los que casi siempre acababan deparándole una vista del párking. No había ningún cuadro, sólo la foto torcida de miss Mayo, puesta con una chincheta. Debajo de la cama asomaba la punta de un zapato negro y lustroso.
—No sé por qué preguntas tanto sobre O’Leary —dijo Big Tony—. ¿Qué te crees, que voy a modificar mi versión?
—Tú sabrás —dijo Dale.
—Cuando algo es verdad no cambia. Pasan los días y siempre es el mismo bodrio.
Big Tony se sentó, encendió un cigarrillo, se pasó la mano por el pelo.
—Al cabrón ese no lo he visto desde el verano pasado. Le dejaba estar conmigo porque me hacía reír. Una vez me enseñó algo que había escrito sobre qué pasaría si tuviera a Jesús en su equipo; tenía un dibujo de Cristo con casco, rodilleras y todo, pero ¡qué plasta acabó siendo! Ojalá no lo hubiera visto en mi vida.
Este fragmento, tan breve, ya daría ocasión para cincuenta minutos de clase de escritura. Abordaríamos la atribución en el diálogo (que, si se sabe quién habla, sobra; otro ejemplo de la reía diecisiete, omitir palabras innecesarias), la coloquialidad, el empleo de la coma (en «cuando algo es verdad no cambia» no he puesto ninguna porque quería que saliera todo a chorro, sin pausa)… Y no nos moveríamos de la bandeja superior de la caja de herramientas.
Pero bueno, sigamos un poco con el párrafo. Fijémonos en su fluidez, y en que es el propio relato el que dicta dónde empiezan y dónde acaban. El primero tiene una estructura clásica, con frase-tema inicial y otras de apoyo. No obstante, hay otros párrafos que sólo sirven para diferenciar las intervenciones de Dale y Big Tony.
El párrafo más interesante es el quinto: «Big Tony se sentó, encendió un cigarrillo, se pasó la mano por el pelo». Sólo tiene una frase, mientras que los párrafos expositivos casi siempre tienen más. Técnicamente hablando, ni siquiera es una frase demasiado buena. Para ser perfecta en términos normativos, pediría una conjunción. Otra cosa: ¿qué objetivo tiene?
En primer lugar, puede que la frase tenga fallos técnicos, pero dentro del contexto del fragmento, funciona. Su brevedad y estilo telegráfico diversifican el ritmo y hacen que no pierda frescura el estilo. Es una técnica que usa muy bien el novelista de suspense Jonathan Kellerman. Escribe en Survival of the Fittest: «El barco consistía en diez lustrosos metros de fibra de vidrio con ribeteado gris. Largos mástiles con las velas atadas. En el casco, pintado en negro con borde dorado, Satori».
Se trata de un recurso del que se puede abusar (como hace a veces el propio Kellerman), pero la fragmentación es muy útil para estilizar la narración, generar imágenes nítidas y crear tensión, además de infundir variedad a la prosa. La sucesión de frases gramaticales puede volverla más rígida y menos maleable. No es una idea que sea del agrado de los puristas, que la negarán hasta el final de sus días, pero es cierta. El lenguaje no está obligado a llevar permanentemente corbata y zapatos de cordones. El objetivo de la narrativa no es la corrección gramatical, sino poner cómodo al lector, contar una historia… y, dentro de lo posible, hacerle olvidar que está leyendo una historia. El párrafo anterior de frase única se parece más al habla que a la prosa escrita, y bien está. Escribir es seducir. La seducción tiene mucho que ver con hablar con gracia. Si no, ¿por qué hay tantas parejas que empiezan cenando juntas y acaban en la cama?
Las demás funciones del párrafo son la dirección de escena subrayar (poco, pero provechosamente) los personajes y el marco, y generar un momento crucial de transición. Big Tony empieza defendiendo la veracidad de su historia y pasa a exponerlo que recuerda de O’Leary. Dado que la fuente del diálogo no cambia, el hecho de que Tony se siente y encienda un pitillo podría incluirse en el mismo párrafo y retomar el diálogo justo después, pero el autor prefiere otra opción. Como Big Tony cambia el enfoque de sus palabras, el escritor parte el diálogo en dos párrafos. Es una decisión tomada al vuelo de la escritura, una decisión que se basa exclusivamente en el ritmo que tiene en la cabeza el autor. El ritmo en cuestión se lleva en los circuitos genéticos (si Kellerman fragmenta mucho es porque «oye» así), pero también es el resultado de las miles de horas que ha tenido que pasar escribiendo el narrador, y de las decenas de miles que puede haber dedicado a la lectura de textos ajenos.
Yo soy del parecer de que la unidad básica de la escritura es el párrafo, no la frase. Es de donde arranca la coherencia, y donde las palabras tienen la oportunidad de ser algo más que meras palabras. La aceleración, suponiendo que en algún momento se produzca, ocurrirá a nivel de párrafo. Es un instrumento fantástico, flexible. Puede tener una palabra o durar varias páginas (en la novela histórica Paradise Falls, de Don Robertson, hay un párrafo de dieciséis páginas, y en El árbol de la vida, de Ross Lockridge, se acercan varios a ese número). Para escribir bien hay que aprender a usarlo bien. El secreto es practicar mucho. Hay que aprender a oír el ritmo.