Mi abuelo era carpintero.
Hacía casas, tiendas, bancos;
fumaba Camel sin parar
y clavaba planchas con clavos.
Era un hombre muy cabal,
que cepillaba bien sus puertas
y votaba a Eisenhower
porque Lincoln ganó la guerra.
Es una de mis letras favoritas de John Prine, quizá porque mi abuelo también era carpintero. Tiendas y bancos no sé, pero casas hizo muchas Guy Pillsbury, y dedicó la tira de años a que el Atlántico y los duros vientos invernales de la costa no se llevaran la casa que tenía en Prout’s Neck el famoso pintor Winslow Homer. La diferencia es que Fazza fumaba puros. El fumador de Camel era mi tío Oren, en cuyas manos quedó la caja de herramientas al jubilarse Fazza. No recuerdo que estuviera en el garaje el día en que se me cayó el bloque de cemento en el pie, pero debía de ocupar su emplazamiento habitual, al lado del rincón donde guardaba mi primo Donald sus palos de hockey, sus patines de hielo y su guante de béisbol. Era una caja de las grandes, con tres pisos, dos de los cuales (los de encima) se podían quitar, y divididos los tres de manera muy ingeniosa, como cajitas chinas. Huelga decir que estaba hecha a mano, a base de maderas, clavitos y tiras de latón, y en la tapa unos cierres que a mi vista infantil parecían los de la fiambrera de un gigante. La tapa tenía un forro interior de seda, que en aquel contexto resultaba un poco extraño, y más por el dibujo: rosas rojo claro medio borradas por la grasa y la suciedad. La caja tenía un asidero grande en cada lado. Puedo asegurar que en Wal-Mart o Western Auto no se veían cajas de herramientas comparables. Al quedársela mi tío, encontró al fondo, grabada en latón, una reproducción de una marina famosa de Homer (creo que La resaca). Después de unos años hizo que se la autentificara un experto en Homer de Nueva York, y tengo entendido que la vendió a los pocos años por bastante dinero. El cómo y el porqué de que llegara a manos de Fazza son un misterio, pero el origen de la caja no tenía nada de enigmático: se la había hecho él.
Un verano ayudé al tío Oren a cambiar una mosquitera del fondo de la casa, porque se había roto. Creo que tenía ocho o nueve años. Me acuerdo de haberlo seguido con la de repuesto en la cabeza, como los nativos de las películas de Tarzán. Mi tío llevaba la caja a la altura del muslo, cogida por las dos asas. Iba vestido como siempre, con pantalones caquis y una camiseta blanca limpia. Su pelo entrecano, de corte militar, brillaba de sudor. Tenía un Camel colgando del labio inferior. (Años después, viéndome llegar con un paquete de Chesterfíeld en el bolsillo de la camisa, el tío Oren le dedicó una mirada desdeñosa y lo definió como «tabaco de calabozo»).
Cuando llegamos a la ventana donde se había roto la mosquitera, el tío Oren dejó la caja en el suelo con un suspiro de alivio. Dave y yo habíamos intentado levantarla varias veces del suelo del garaje, cada uno por un asa, pero apenas se movía. Claro que éramos pequeños, pero calculo que, llena del todo, la caja de herramientas de Fazza pesaba entre cuarenta y sesenta kilos.
El tío Oren me dejó abrir los cierres. La bandeja superior contenía todas las herramientas de uso habitual. Había un martillo, una sierra, alicates, dos llaves inglesas fijas y otra graduable, un nivel (con su mágica ventanita amarilla en el centro), un taladro (cuyas diversas brocas estaban perfectamente ordenadas en las profundidades) y dos destornilladores. Mi tío me pidió uno.
—¿Cuál? —pregunté.
—El que sea —contestó.
La mosquitera rota tenía tornillos de los de agujero en forma de estrella, y es verdad que daba igual usar un destornillador normal o de cruz. Esa clase de tornillos se quitan metiendo la punta del destornillador en el agujero y haciéndolo girar como las llantas de coche después de haber soltado las tuercas.
El tío Oren retiró los tornillos (un total de ocho, que me dio a mí para tenerlos a mano) y quitó la mosquitera rota. Luego la dejó apoyada en la pared y levantó la nueva. Coincidían perfectamente los agujeros de los dos marcos, el de la mosquitera y el de la ventana. Al comprobarlo, el tío Oren soltó un gruñido de satisfacción. Entonces fui dándole uno a uno los tornillos, los metió en los agujeros y los apretó por el mismo procedimiento de antes, insertando el destornillador y haciéndolos girar.
Cuando la mosquitera estuvo fija, el tío Oren me dio el destornillador pidiéndome que lo pusiera en la caja de herramientas y la cerrara. Yo obedecí, pero estaba perplejo. Le pregunté por qué había llevado la caja de Fazza por toda la casa si sólo necesitaba un destornillador. Podría habérselo metido en el bolsillo trasero de los pantalones.
—Ya, Stevie —dijo él mientras se agachaba para coger las dos asas—, pero es que no sabía si tendría que hacer algo más. ¿Entiendes? Siempre es mejor llevar todas las herramientas, porque corres el riesgo de encontrarte con algo que no esperabas y dejar a medias la faena.
Es una manera de decir que para sacar el máximo partido a la escritura hay que fabricarse una caja de herramientas, y luego muscularse hasta poder llevarla. Quizá entonces, en lugar de dejar una faena a medias, se pueda coger la herramienta indicada y poner manos a la obra de manera inmediata.
La caja de herramientas de mi abuelo tenía tres niveles. La tuya debería tener al menos cuatro. Supongo que podrían ser hasta cinco o seis, pero llega un punto en que crece demasiado la caja para ser portátil, con lo cual pierde su mayor virtud. También tienes que disponer de vanos compartimientos para los tornillos y las tuercas, pero su situación y contenido es cosa tuya.
Advertirás que ya tienes casi todas las herramientas necesarias, pero te recomiendo volver a examinarlas una por una al guardarlas en la caja. Conviene verlas como si fueran nuevas, acordarse de su función y, si hay alguna oxidada (lo cual es muy posible, sobre todo si hace tiempo que no se utiliza a fondo), limpiarla.
La bandeja superior es para las herramientas normales. La más normal, el pan del escritor, es el vocabulario. En este caso puedes aprovechar lo que tengas sin ningún sentimiento de culpa ni de inferioridad. Es lo que dijo la puta al marinero vergonzoso: «Oye, guapo, que no es cuestión de lo que tienes, sino de cómo lo usas».
Hay escritores con un léxico enorme, el tipo de persona que no ha fallado una sola respuesta en los concursos de vocabulario de la tele desde hace como mínimo treinta años. Un ejemplo:
Las cualidades de correoso, indeteriorable y casi indestructible eran atributos inherentes a la forma de organización de la cosa, pertenecientes a algún ciclo paleógeno de la evolución de los invertebrados que se hallaba fuera del alcance de nuestras capacidades especulativas.
—H. P. Lovecraft, En las montañas de la locura
¿Qué tal? Ahí va otro:
En algunas [tazas] no se advertía la menor señal de que se hubiera plantado algo; otras presentaban tallos marrones y agostados, testimonio de inescrutables estragos.
—T. Coraghessan Boyle, Budding Prospects
Alguien le arrebató la venda a la anciana, y fue apartada de un manotazo junto con el malabarista. Al congregarse todos para dormir, y crepitar al viento las llamas bajas de la hoguera cual si estuviera viva, seguían los cuatro en cuclillas en los márgenes de la lumbre, rodeados de extraños enseres y viendo combarse las llamas bajo la ventisca como si fueran absorbidas al vacío por alguna vorágine, un vórtice en aquel desierto con respecto del cual quedaban derogados el tránsito del hombre y todos sus cálculos.
—Cormac McCarthy, Blood Meridian
También hay escritores que emplean vocabularios más reducidos y sencillos. Parece casi innecesario dar ejemplos, pero pondré unos cuantos de los que prefiero.
Llegó al río. Lo tenía delante.
—Ernest Hemingway, El río de los dos corazones
Pillaron al niño haciendo guarrerías debajo de las gradas.
—Theodore Sturgeon, Some of Your Blood
Pasó esto.
—Douglas Fairbairn, Shoot
Algunos dueños eran amables porque no les gustaba lo que tenían que hacer; otros estaban enfadados porque no les gustaba ser crueles, y otros eran fríos porque ya hacía tiempo que se habían dado cuenta de que sólo se podía ser dueño siendo frío.
—John Steinbeck, Las uvas de la ira
Destaca la frase de Steinbeck. Tiene 44 palabras, 33 de ellas monosílabas o bisílabas. Quedan once de más de dos sílabas, pero no corresponden a palabras cultas, sino a formas verbales, pronombres… La estructura presenta cierta complejidad, pero el vocabulario no se aleja demasiado del de los libros infantiles. Las uvas de la ira es indiscutiblemente una buena novela. Considero que Blood Meridian también, aunque no entienda del todo muchas partes. ¿Y qué? Tampoco sé descifrar muchas de mis canciones favoritas.
Por otro lado, hay material que no sale en el diccionario pero que sigue siendo vocabulario. Verbigracia:
—Qué hay, Lee —dijo Killian—. Qué-tal-hombre-qué-tal.
—¡Has logrado acojonar… a ese… mamón!
—Pues ejjjjjjj…
—¡Sherman… asqueroso traidor hijoputa!
—¡Marica de mierda!
—Tom Wolfe, La hoguera de las vanidades
Es un ejemplo de transcripción del vocabulario de la calle. Hay pocos escritores que igualen el talento de Wolfe para ponerlo por escrito. (Otro que sabe es Elmore Leonard). A veces lo callejero acaba en el diccionario, pero sólo cuando está bien muerto. Y dudo que «¡Brrraaannnggg!» figure en el diccionario de ninguna academia.
Pon el vocabulario en la bandeja de encima, y no hagas ningún esfuerzo consciente de mejorarlo. (Claro que lo harás al leer, pero… luego lo comento). Poner al vocabulario de tiros largos, buscando palabras complicadas por vergüenza de usar las normales, es de lo peor que se le puede hacer al estilo. Es como ponerle un vestido de noche a un animal doméstico. El animal pasa vergüenza, pero el culpable de la presunta monería debería pasar todavía más. Propongo desde ya una promesa solemne: no usar «retribución» en vez de «sueldo», ni «John se tomó el tiempo de ejecutar un acto de excreción» queriendo decir que «John se tomó el tiempo de cagar». Si consideras que tus lectores podrían considerar ofensivo o impropio el verbo «cagar», di «John se tomó el tiempo de hacer sus necesidades» (o «John se tomó el tiempo de ir de vientre»). No es que quiera fomentar las palabrotas, pero sí el lenguaje directo y cotidiano. Recuerda que la primera regla del vocabulario es usar la primera palabra que se te haya ocurrido siempre y cuando sea adecuada y dé vida a la frase. Si tienes dudas y te pones a pensar, alguna otra palabra saldrá (eso seguro porque siempre hay otra), pero lo más probable es que sea peor que la primera, o menos ajustada a lo que querías decir.
Lo de «querer decir» es muy importante. Si tienes alguna duda, piensa cuántas veces has oído frases como: «Es que no puedo describirlo», o «No es lo que quería decir». Piensa cuántas veces lo has dicho tú, con más o menos frustración. Las palabras sólo reflejan contenidos. Aunque se escriba como los ángeles, casi nunca se logra expresar plenamente lo que se pretendía decir. Hecha esa precisión, ¿a quién se le ocurre empeorar las cosas eligiendo una palabra emparentada en segundo o tercer grado con la que se quería usar?
Y otra cosa: que no te cohíba tener en cuenta el decoro. Como dijo alguien, una cosa es hacerle a la condesa una visita en domingo, y otra un besito en las domingas. Quedaría mal.