Lo último que quiero contar en esta sección versa sobre mi escritorio. Había soñado muchos años con tener un escritorio grande de roble macizo, que dominara la habitación. Adiós a las mesitas infantiles en el cubículo de un remolque, y a las estrecheces de las casas de alquiler donde se pone la mesa en cualquier rincón. En 1981 encontré la que soñaba y la puse en un estudio amplio y con luz cenital. (Está detrás de casa y había sido un pajar). Seis años me pasé detrás de ella, borracho o flipadísimo, como el capitán de un barco con el rumbo perdido.
Al año o dos de desengancharme me libré del monstruo y convertí el estudio en sala de estar, eligiendo los muebles y la alfombra (turca, preciosa) con mi mujer. A principios de los noventa, antes de independizarse, mis hijos subían algunas noches para ver un partido de baloncesto o una película, y comerse una pizza. Solían dejar cajas llenas de bordes, pero no me molestaba. Me compré otra mesa (una maravilla, hecha a mano y la mitad de grande que el tiranosaurio anterior) y la instalé al fondo del despacho, en el lado oeste, donde ya bajaba el techo. Se parece bastante a donde dormía en Durham, pero sin ratas en las paredes ni abuelas seniles gritando desde el piso de abajo que den de comer a su caballo Dick. Es donde escribe estas líneas un hombre de cincuenta y tres años con mala vista, un poco cojo y sin resaca. Hago lo que sé, y lo mejor que sé. He superado todo lo que acabo de contar (y mucho más que me he dejado en el tintero), y ahora contaré todo lo que pueda sobre mi trabajo. Sin alargarme como tengo prometido.
Se empieza así: poniendo el escritorio en una esquina y, a la hora de sentarse a escribir, recordando el motivo de que no esté en medio de la habitación. La vida no está al servicio del arte sino al revés.