Al final de mis aventuras bebía cada noche una caja de latas de medio litro, y tengo una novela, Cujo, que apenas recuerdo haber escrito. No lo digo con orgullo ni con vergüenza; sólo con la vaga sensación de haber perdido algo. Es un libro que me gusta, y ojalá guardara un recuerdo agradable de haber redactado las partes buenas.
En los peores momentos no quería beber ni estar sobrio. Me sentía desahuciado de mi propia vida. Al iniciar el camino de vuelta, mi máxima ambición era creerme a los que me prometían una mejora a cambio de tiempo.
Y en ningún momento dejé de escribir. Me salieron muchas páginas sin garra, como de aprendiz, pero al menos salían. Luego las sepultaba en el último cajón del escritorio y pasaba al proyecto siguiente. Poco a poco volví a encontrar el ritmo, y después la alegría. Me reintegré a mi familia con gratitud, y a mi trabajo con alivio. Volvía como cuando se vuelve a la casa de campo después de un largo invierno y se empieza comprobando que no hayan robado ni roto nada durante los meses de frío. Estaba todo intacto; todo en su sitio, completo. Una vez desheladas las cañerías, y dada la corriente, funcionaba todo.