Los alcohólicos erigen defensas como diques los holandeses. Yo me pasé los primeros doce años de mi vida matrimonial diciéndome que «sólo me gustaba beber». También empleé la Defensa Hemingway, famosa en el mundo entero. Nunca se ha expuesto con claridad (porque no sería de machos), pero consiste más o menos en lo siguiente: soy escritor, y por lo tanto muy sensible, pero también soy un hombre, y los hombres de verdad no se dejan gobernar por la sensibilidad. Eso sería de maricas. En conclusión, que bebo. ¿Hay alguna otra manera de afrontar el horror existencial y seguir trabajando? Oye, y que no pasa nada, que controlo. Como buen machote.
Todo hasta que a principios de los ochenta la asamblea legislativa del estado de Maine aprobó una ley sobre botellas y latas retornables. A partir de entonces mis latas de medio litro de Miller Lite ya no acababan en la basura, sino en un contenedor de plástico que había en el garaje. Un jueves por la noche salí a tirar unas cuantas, caídas en combate. Para mi sorpresa, el contenedor, vacío el lunes por la noche, estaba casi lleno. Y siendo yo el único bebedor de Miller Lite de toda la casa…
¡La ostia, tío!, pensé. ¡Soy alcohólico! Y no se elevó en mi cabeza ninguna opinión disonante. Téngase en cuenta que hablo de alguien que había firmado El resplandor sin darse cuenta de estar escribiendo sobre sí mismo (al menos hasta la noche que acabo de referir). Mi reacción a la idea no fue desmentirla ni matizarla, sino tomar una decisión muy influida por el miedo. Recuerdo claramente que pensé: pues ahora mucho cuidado, porque si la jodes…
Si la jodía (conduciendo de noche y dando una vuelta de campana en alguna carretera poco transitada, o reventando una entrevista en directo por la tele), no faltaría quien me aconsejara controlar mi afición a la bebida, y decirle a un alcohólico que controle lo que bebe es como decirle a alguien con una diarrea de las que hacen historia que controle los esfínteres. Tengo un amigo que ha pasado por lo mismo y cuenta una anécdota graciosa sobre su primera tentativa de recuperar el dominio de una vida que se le escapaba. Acudió a un psicólogo y dijo que a su mujer le parecía mal que bebiera tanto.
—¿Cuánto bebe? —preguntó el psicólogo.
Mi amigo lo miró con incredulidad.
—Todo —contestó, como si cayera por su peso.
Sé lo que sentía. Yo ya hace casi doce años que no pruebo el alcohol, pero sigue pareciéndome inconcebible la visión de alguien en un restaurante con una copa de vino a medias. Me dan ganas de levantarme, ir a su mesa y gritarle a la cara: «¡Acábatela! ¿Por qué no te la has acabado?». Me parecía ridícula la idea de beber alcohol como acto social. ¿Por qué no te tomas una coca cola, ya que no quieres emborracharte?
Durante mis cinco últimos años de bebedor, siempre remataba las noches con el mismo ritual: vaciar en el fregadero las cervezas que quedaran en la nevera. Si no, al acostarme las oía hablar y no tenía más remedio que acabar levantándome y coger otra. Y otra. Y otra.