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En 1971 o 1972, Carolyn Weimer, la hermana de mamá, murió de cáncer de mama. Mi madre y mi tía Ethelyn (melliza de Carolyn) fueron en avión a Minnesota para asistir al entierro de la tía Cal. Era el primer vuelo que cogía mi madre en veinte años. Durante el vuelo de regreso empezó a sangrar profusamente por lo que habría llamado ella «sus partes». A pesar de que ya hacía mucho tiempo que su cuerpo había abandonado ese ciclo, se dijo que sólo era una menstruación final. Se encerró en el minúsculo lavabo de un jet de la TWA en pleno vuelo, cortó la hemorragia con tampones («¡Que lo tape! ¡Que lo tape!», habrían dicho Sue Snell y sus amigas) y volvió a su plaza. No dijo nada a nadie, ni a Ethelyn, ni a David ni a mí. Tampoco fue a ver a Joe Mendes, de Lisbon Falls, que era su médico de cabecera desde tiempos inmemoriales. Prefirió reaccionar como siempre que tenía problemas: guardándose sus cosas. Pasó una temporada bastante buena, sin señales de alarma: le gustaba su trabajo y disfrutaba con sus amistades y sus cuatro nietos, dos de la familia de Dave y dos de la mía. Pero llegó el final de la buena racha. En agosto de 1973, con motivo de un chequeo posterior a la operación de quitarle unas cuantas varices de las muchas y grandes que tenía, le diagnosticaron a mi madre cáncer de útero. Yo creo que Nellie Ruth Pilisbury King, entre cuyas hazañas se contaba vaciar en el suelo un recipiente de gelatina y bailar encima mientras sus dos hijos se tronchaban de risa en un rincón, se murió de vergüenza, y no es una simple expresión.

El final se produjo en febrero de 1974. Para entonces Carrie ya empezaba a generar algunos dividendos, y pude contribuir a los gastos médicos. Flaco consuelo, pero algo es algo. Y estuve presente en los últimos días, durmiendo en la habitación de invitados de Dave y Linda. Afortunadamente, la borrachera de la noche anterior sólo me había dejado una resaca moderada. Dudo que le guste a nadie la idea de presentarse con resaca en el lecho de muerte de su madre.

Dave me despertó a las seis y cuarto de la mañana susurrando al otro lado de la puerta que temía lo peor. Al entrar en el dormitorio principal, lo encontré sentado al lado de la cama y aguantándole un cigarrillo a mamá, que lo fumaba entre resuellos. Estaba medio inconsciente, y su mirada oscilaba entre Dave y yo. Me senté al lado de Dave, cogí el cigarrillo y lo apliqué a los labios de la moribunda, que abocinó los labios para apresar el filtro. Tenía al lado de la cama una galerada encuadernada de Carrie, que se reflejaba hasta el infinito en un conjunto de espejos.

Se lo había leído en voz alta la tía Ethelyn, más o menos un mes antes de su muerte.

Los ojos de mamá miraban a Dave y luego a mí, a Dave y a mí, a Dave y a mí. Había bajado de setenta y dos kilos a cuarenta. Tenía la piel amarilla, y tan tirante que parecía una de las momias que sacan a pasear los mejicanos el día de los muertos. Nos turnamos para aguantarle el cigarrillo, y cuando sólo quedaba el filtro lo apagué yo.

—Mis niños —dijo ella, antes de caer no sé si en el sueño o la inconsciencia.

Me dolía la cabeza. Cogí dos aspirinas de uno de los muchos potes de medicamentos que tenía mamá en la mesita. Dave le cogió una mano, y yo la otra. Lo que había debajo de la sábana no era el cuerpo de nuestra madre, sino el de una niña desnutrida y deforme. Dave y yo fumamos y conversamos un poco, no recuerdo sobre qué. Por la noche había llovido y había bajado bruscamente la temperatura, amaneciendo heladas las calles. Oímos que se alargaba la pausa entre resuello y resuello. Por último ya no hubo ninguno, sólo pausa.