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El original de Carrie fue expedido a Doubleday, con uno de cuyos empleados, William Thompson, yo había trabado amistad.

Después de enviarlo olvidé su existencia y proseguí mi vida normal, que en aquella época consistía en dar clases, ejercer de padre, querer a mi esposa, emborracharme cada viernes por la tarde y escribir relatos.

Durante aquel semestre, mi hora libre era la quinta, justo después de comer. Solía pasarla en la sala de profesores, corrigiendo exámenes y soñando con hacer la siesta en el sofá. (Mi energía a primera hora de la tarde es como la de una boa constrictor después de haberse tragado una cabra). Se encendió el intercomunicador, y Colleen Sites, de secretaría, preguntó por mí. Yo hice constar mi presencia, y ella me convocó a su despacho. Tenía una llamada. De mi mujer.

El camino desde la sala de profesores a la secretaría, ambas en la planta baja, se me hizo largo, y eso que era hora de clase y estaban los pasillos prácticamente vacíos. Caminaba casi corriendo, con el corazón a mil. Para usar el teléfono de los vecinos, Tabby tendría que haberles puesto el abrigo y las botas a los niños, y sólo se me ocurrían dos motivos para ello: o uno de los dos se había roto una pierna o me compraban Carrie.

Mi mujer me leyó un telegrama con la voz entrecortada, pero en el colmo de la felicidad. Lo enviaba Bill Thompson (en cuya carrera posterior figura el descubrimiento de un tal John Grisham) después de haber querido llamar por teléfono y descubrir que los King ya no disponían de dicho accesorio. El texto: felicidades. CARRIE YA ES OFICIALMENTE DE DOUBLEDAY. ¿QUÉ TAL 2500 DE ADELANTO? ESTO SÓLO ES EL PRINCIPIO. UN ABRAZO.

BILL.

Dos mil quinientos dólares era un adelanto modesto, hasta para principios de los años setenta, pero ni yo lo sabía ni tenía agente literario que pudiera informarme. Antes de que se me ocurriera la conveniencia de hacerme con uno, mi pluma ya había generado unos ingresos netamente superiores a los tres millones de dólares, buena parte de los cuales se quedó el editor. (Entonces el contrato estándar de Doubleday era un poco mejor que un pacto de servidumbre, pero no mucho). Y mi novelita de terror en el instituto se encaminaba hacia la publicación con una lentitud exasperante. La habían aceptado a finales de marzo o principios de abril de 1973, pero sólo se fijó la fecha de lanzamiento en primavera de 1974. No era un caso excepcional. Doubleday, en aquella época, era una verdadera y enorme fábrica de literatura de ficción que sacaba novelas policiacas, rosas, de ciencia ficción y del oeste a razón de cincuenta o más al mes, sin contar la línea estrella de la casa, con pesos pesados como Leon Uris y Allen Drury. Yo sólo era un pececito en un río muy transitado.

Tabby me preguntó si podía dejar la enseñanza, pero le dije que no; 2500 dólares no daban para tanto, y la posibilidad de ganar más era demasiado vaga. Viviendo solo quizá sí, pero con mujer y dos hijos… No, imposible. Recuerdo que por la noche comimos tostadas en la cama y hablamos hasta la madrugada. Tabby me preguntó cuánto ganaríamos en caso de que Doubleday pudiera vender los derechos de reedición en bolsillo de Carrie, y le contesté que no lo sabía. Acababa de enterarme de la barbaridad de adelanto que le habían dado a Mario Puzo por los derechos en bolsillo de El padrino (400.000 dólares, según el periódico), pero dudaba que Carrie pudiera aspirar siquiera a la mitad, suponiendo que se editara en bolsillo, que ya era mucho suponer.

Entonces Tabby (con una timidez poco habitual, porque no suele tener pelos en la lengua) preguntó por mis esperanzas de que saliera el libro en bolsillo. Yo contesté que veía bastantes posibilidades, un setenta u ochenta por ciento. Luego me preguntó cuánto dinero podía significar, y yo expresé mis estimaciones entre diez mil y sesenta mil dólares.

—¿Sesenta mil dólares? —Parecía casi atónita—. ¿Tanto?

Dije que quizá no fuera probable, pero que entraba dentro de lo posible. A continuación le recordé que mi contrato especificaba el reparto en dos mitades de las ganancias en formato de bolsillo, es decir, que si llegaba a ocurrir que Ballantine o Dell pagaran sesenta mil billetes, nosotros sólo cobraríamos treinta. Tabby no se molestó en contestar. Tampoco hacía falta. Treinta mil dólares era lo que podía aspirar a ganar en cuatro años dando clases contando la subida anual de sueldo. Era mucho dinero. Casi seguro que eran castillos en el aire, pero esa noche tocaba soñar.