Carrie White no llegó a caerme simpática, ni yo a confiar en los motivos de Sue Snell para prestarle a su novio en el baile, pero es verdad que el argumento tenía posibilidades. Toda una carrera de escritor, por ejemplo. Lo había intuido Tabby, y lo entreví yo cuando llevaba amontonadas cincuenta hojas a un solo espacio. Para empezar, dudé que el baile de Carrie White pudiera olvidársele a alguno de los asistentes. Los pocos que sobrevivieran, vaya.
Antes de Carrie ya había escrito tres novelas: Rabia, La larga marcha y El fugitivo, todas publicadas con posterioridad. La más inquietante es Rabia, y la mejor quizá La larga marcha, pero ninguna de las tres me enseñó tanto como Carrie White. Aprendí dos cosas: primero, que la impresión inicial del autor sobre el personaje o personajes puede ser tan errónea como la del lector. Segundo (pero no en importancia), darse cuenta de que es mala idea dejar algo a medias sólo porque presente dificultades emocionales o imaginativas. A veces hay que seguir aunque no haya ganas. A veces se tiene la sensación de estar acumulando mierda, al final sale algo bueno.
Tabby me prestó una gran ayuda, empezando por el dato de que los dispensadores de compresas de los institutos no suelen funcionar con monedas. Dijo que ni los profesores ni la dirección tenían mucho interés en que hubiera niñas paseándose por el colegio con el vestido manchado de sangre sólo porque no hubieran traído calderilla. Yo también contribuí, desenterrando recuerdos del instituto (mi plaza de profesor de lengua no servía porque ya tenía veintiséis años y estaba en el mal lado de la mesa) y haciendo un esfuerzo de memoria sobre las dos chicas más solitarias e impopulares de mi clase: su aspecto físico, qué hacían cómo las trataban los demás… Mi carrera me ha deparado pocas ocasiones de volver a explorar un territorio tan desagradable.
Me referiré a la primera de las chicas como Sondra. Vivía con su madre y un perro (Cheddar Cheese) en una caravana, bastante cerca de mi casa. Tenía una voz carrasposa e irregular, como si siempre hablara con la garganta tapada por alguna mucosidad. No estaba gorda, pero su carne presentaba un aspecto flácido y descolorido, como la parte inferior de ciertas setas. Tenía tirabuzones que se le pegaban a las mejillas, cubiertas de acné. Sondra no tenía amigos (a excepción, imagino, de Cheddar Cheese). Un día su madre me pagó por cambiar de sitio unos muebles. La pieza más destacada del salón de la caravana era un crucifijo casi de tamaño natural con los ojos hacia arriba, la boca torcida y la corona de espinas goteando sangre. La única ropa que llevaba era un trapo enrollado en las caderas, como un taparrabos; encima, la barriga y las costillas eran de prisionero de campo de concentración. Pensé que Sondra había pasado su infancia bajo la mirada agónica de aquel dios moribundo, lo cual, indudablemente, debía de tener una parte de responsabilidad en que se hubiera convertido en la niña que conocía yo: una paria tímida y fea que correteaba por las aulas del instituto como un ratón asustado.
—Es Jesucristo, mi Señor y Salvador —dijo la madre de Sondra, siguiendo la dirección de mi mirada—. ¿Tú estás salvado, Steve?
Me apresuré a explicarle que estaba todo lo salvado que se pudiera estar, aunque me parecía difícil que hubiera alguien digno de beneficiarse de la intervención de aquella versión de Jesús.
Se había vuelto loco de dolor. Se le notaba en la cara. Si volvía alguien así, dudé que estuviera de humor para salvar a nadie.
Me referiré a la segunda chica como Dodie Franklin, aunque las demás de la clase la llamaban Dodo o Doodoo. Sus padres sólo tenían un interés en la vida: participar en concursos. La verdad es que lo hacían bien, porque habían ganado premios rarísimos, como latas de atún para todo un año o un coche de marca Maxwell que había pertenecido a Jack Benny. Lo tenían aparcado a la izquierda de su casa, en la parte de Durham que recibía el nombre de Southwest Bend, y estaba en proceso de ser engullido por el paisaje. Una vez al año, o cada dos, alguna de las revistas de la zona (el Press-HeraId de Portland, el Sun de Lewiston o el Weekly Enterprise de Lisbon) publicaba un artículo sobre todas las porquerías que habían ganado los padres de Dodie en rifas, loterías y sorteos. Solía aparecer una foto del Maxwell o de Jack Benny con su violín, o las dos.
Los Franklin podían haber ganado muchos premios, pero no un suministro de ropa para adolescentes. Durante el primer año y medio de instituto, Dodie y su hermano Bill llevaron cada día lo mismo: él pantalones negros y camisa de cuadros con manga corta, y ella falda negra larga, calcetines negros hasta la rodilla y blusa blanca sin mangas. Es posible que la literalidad de las palabras «cada día» provoque dudas, pero no en los lectores que hayan crecido en poblaciones rurales durante los años cincuenta y sesenta. El Durham de mi infancia no se preocupaba mucho por la imagen. En mi clase había niños con el cuello sucio durante meses, otros con la piel llena de llagas y eccemas, otros con esa piel tan rara, como de manzana seca, que dejan las quemaduras sin tratamiento médico, otros que llegaban al cole con piedras en la bolsa de la comida y el termo lleno de aire… No era la Arcadia, no.
En el colegio primario de Durham, Dodie y Bill Franklin no tuvieron problemas, pero ir al instituto significaba trasladarse a una población mucho mayor, y para los niños como Dodie y Bill Lisbon Falls era sinónimo de ridículo y desastre. Para jolgorio y espanto de los demás alumnos, la camisa de Bill fue descolorándose y deshilachándose. La caída de un botón se solucionó mediante un clip. Como remedio a un roto detrás de la rodilla, apareció cinta adhesiva pintada minuciosamente con lápiz negro, el color del pantalón. La blusa blanca sin mangas de Dodie empezó a amarillear de resultas del uso, los años y la acumulación de manchas de sudor. Día a día transparentaba con mayor claridad los tirantes del sostén. Las otras niñas se reían de ella, primero con disimulo y después a la cara. Las burlas fueron subiendo de tono, aunque siempre limitadas al sexo femenino, porque los chicos ya teníamos bastante trabajo con Bill. (Sí, yo también contribuí; no mucho, pero puse mi grano de arena). Creo que lo pasó peor Dodie. No es que rieran, es que la odiaban. Personificaba todos los temores de sus compañeras de clase.
El segundo año de instituto, a la vuelta de las vacaciones de Navidad, Dodie protagonizó una reaparición espectacular. La falda negra de saldo había cedido su lugar a una falda roja que sólo llegaba hasta la rodilla, no a media pantorrilla, como la anterior. Ya no llevaba los calcetines gastados de siempre, sino medias de nailon que le quedaban bastante bien, más que nada porque se había decidido a afeitarse los pelos negros que proliferaban en sus piernas. El lugar de la vetusta blusa sin mangas lo ocupaba un suave jersey de lana. Hasta se había hecho la permanente. Dodie era otra, y se le notaba en la cara que lo sabía. Ignoro si se había comprado la ropa nueva con sus ahorros, si era un regalo de navidad de sus padres o si le había costado meses de insistencia. Tampoco importa, porque el hábito no hizo al monje. En materia de burlas, el primer día fue el no va más. Las compañeras de Dodie no tenían la menor intención de renunciar al encasillamiento. Es más: la castigaron por haber querido escapar de su prisión. Yo, que compartí varias horas de clase, tuve ocasión de observar directamente la destrucción de Dodie. Vi apagarse su sonrisa, y parpadear y extinguirse la luz de sus ojos. Al final del día volvía a ser la misma de antes de las vacaciones navideñas: un espectro de cara fofa y pecas en las mejillas que se escabullía por los pasillos mirando al suelo y apretando los libros contra el pecho.
Al día siguiente se presentó con la falda y el jersey nuevos. Y al siguiente. Y al siguiente. Los llevó hasta el último día de curso, si bien para entonces hacía demasiado calor para llevar lana, y siempre tenía gotas de sudor en las sienes y el labio superior. La permanente casera, en cambio, no se repitió, y la ropa nueva perdió todo su lustre. En cuanto a las burlas, ya habían revertido a sus niveles prenavideños, y cesaron del todo los insultos. Lo ocurrido se limitaba a una tentativa de escapatoria, velozmente reprimida. Frustrado el arranque, y garantizado el cómputo de presos habitual, podía volverse a la rutina.
Cuando empecé a escribir Carrie ya no vivían ni Sondra ni Dodie. Sondra había abandonado la caravana, Durham y la mirada agónica del salvador moribundo, mudándose a un piso de Lisbon Falls. Debía de trabajar cerca, en alguna fábrica textil o de zapatos. Era epiléptica y murió de un ataque; como vivía sola, nadie pudo evitar que se cayera al suelo con la cabeza en mala posición. Dodie contrajo matrimonio con el hombre del tiempo de una cadena de televisión, merecedor de cierta fama en Nueva Inglaterra por su acento casi ininteligible, típico de la zona. Después de haber dado a luz (creo que por segunda vez), bajó al sótano y se pegó un tiro en el abdomen con una bala del veintidós. Fue un buen disparo (o malo, según se mire), porque le seccionó la vena porta y provocó su muerte. En la ciudad se atribuyó el suicidio a una depresión posparto (¡pobre chica!). Por mi parte, sospeché que tenía algo que ver con las secuelas del instituto.
Carrie nunca me ha caído bien, pero al menos Sondra y Dodie me ayudaron a entenderla un poco. La compadecía a ella y a sus compañeros de clase, de quienes yo, años ha, había formado parte.