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Durante la carrera, mi hermano Dave aprovechaba los veranos para trabajar de conserje en el instituto de Brunswick, su antigua alma máter. Yo sólo lo hice medio verano, pero no sé cuál. Sólo puedo concretar que era antes de conocer a Tabby y después de empezar a fumar; o sea, que debía de tener unos diecinueve o veinte años. Trabajaba con un tal Harry, un hombre un poco cojo con uniforme verde de faena y una cadena muy gruesa para las llaves. (Este Harry tenía manos, no ganchos). Un día, a la hora de comer, me contó la experiencia de haber hecho frente a un ataque japonés en la isla de Tarawa, con todos los oficiales japoneses blandiendo espadas hechas con latas de café, y detrás los soldados pegando gritos, colocadísimos y oliendo a amapola quemada. Dotes de narrador no le faltaban, al bueno de Harry.

Un día nos encargaron que limpiáramos las manchas de óxido que había en la ducha de las chicas. Al entrar en el vestuario, lo observé todo con el interés de un joven musulmán trasladado por ensalmo a los aposentos femeninos. Era igual que el vestuario masculino, pero al mismo tiempo no se parecía en nada. Como es obvio no había urinarios de pared, y sí dos cajas de metal atornilladas a las baldosas, sin nada escrito y de un tamaño que no servía para toallas de papel. Me interesé por su contenido.

—Tapachochos —dijo Harry—. Para cuando tienen los días.

También me fijé en que las duchas, a diferencia de las del vestuario de los chicos, tenían cortinas de plástico rosa colgadas con anillas. Era posible ducharse con intimidad. Al comentárselo a Harry, se encogió de hombros.

—Es que a las chicas les da un poco más de corte estar desnudas que a los chicos.

Un día, en la lavandería, me acordé del vestuario y empecé a visualizar la escena inicial de un relato: un grupo de niñas duchándose sin anillas, cortinas de plástico rosa ni intimidad, y una de ellas que empieza a tener la regla. Lo malo es que no sabe qué es, y las demás (asqueadas, horrorizadas, divertidas) empiezan a tirarle compresas. O tampones, descritos por Harry como «tapachochos». La niña se pone a gritar. ¡Cuánta sangre! Cree estar muriendo, y que sus compañeras se burlan de ella en plena agonía… Reacciona… Contraataca… Pero ¿cómo?

Hacía unos años que había leído un artículo en Life donde se planteaba la hipótesis de que ciertos casos de poltergeist fueran fenómenos de telequinesia (entendiéndose por ello la facultad de desplazar objetos con el pensamiento). Ciertas pruebas, sostenía el artículo, apuntaban a que la gente joven era más propensa a tener esa clase de poderes, sobre todo las niñas en el inicio de la adolescencia, cuando tienen la primera…

¡Zas! Acababan de unirse dos ideas sin relación previa, la crueldad adolescente y la telequinesia, y se me ocurrió una idea. No interrumpí mi trabajo con la Washex número dos, ni eché a correr por la lavandería moviendo los brazos y gritando «¡Eureka!». No era mi primera idea buena, ni de hecho la mejor. Consideré, sin embargo, que podía ser la base de un buen cuento para Cavalier. En el fondo me rondaba la idea de intentarlo con Playboy, que pagaba hasta dos mil dólares por relato. Dos mil billetes darían para cambiarle la transmisión al Buick, y aún sobraría bastante para comida. La idea se quedó una temporada en punto muerto, hirviendo a fuego lento en la zona del cerebro que no pertenece ni a la conciencia ni al subconsciente. Hubo que esperar al inicio de mi carrera de profesor para que me sentara una noche y pusiera manos a la obra. Empecé por un borrador de tres páginas a un solo espacio, pero me gustaba tan poco que las arrugué y las tiré a la basura.

Les veía cuatro pegas. La primera y menos importante era el hecho de que el argumento no me despertara ninguna emoción. La segunda, algo más importante, era el hecho de que no me cayera muy bien la protagonista. Carrie White me parecía obtusa y pasiva, una víctima fácil. Las demás niñas le tiraban tampones y compresas, coreando «¡Que lo tape! ¡Que lo tape!», pero me daba igual. La tercera pega, en orden creciente de importancia, era no sentirme en mi terreno ni con el entorno ni con mi reparto exclusivamente femenino. Había aterrizado en el Planeta Hembra, y para recorrerlo no me servía de mucho una antigua visita al vestuario femenino del instituto de Brunswick. Siempre he escrito más a gusto cuando ha sido un acto íntimo, con el erotismo de dos pieles en contacto. Carrie me daba la sensación de llevar un traje de neopreno y no poder quitármelo. La cuarta pega, y primera en importancia, fue darme cuenta de que la única manera de sacarle partido al argumento era escribir un relato bastante largo, quizá más que «A veces vuelven», que ya rozaba el límite estricto de lo que aceptaba el mercado de revistas para hombres en término de cómputo de palabras. Había que dejar mucho espacio para las fotos de cheerleaders que se han olvidado (¿por qué será?), de ponerse las bragas, porque era lo que vendía. Recelé de perder dos semanas elaborando una novela corta que ni me gustaba ni podría venderse. Solución: tirarla a la basura.

La noche siguiente, cuando volví del colegio, el borrador estaba en poder de Tabby. Lo había visto al vaciar la papelera, había limpiado de ceniza las páginas arrugadas, las había alisado y se había sentado a leerlas. Expresó su deseo de que acabara el relato. Yo alegué que no tenía ni puta idea sobre las niñas de instituto, y dijo ella que me ayudaría. Tenía la cabeza un poco inclinada, y sonreía de aquella manera tan mona.

—Tiene posibilidades —concluyó—. Lo digo en serio.