Cuando empecé Carrie me habían cogido de profesor de lengua en la localidad cercana de Hampden. El sueldo estipulado eran 6400 dólares anuales, cantidad que parecía inconcebible después de la lavandería y su 1,60 dólares por hora. Si yo hubiera hecho cálculos, incorporando las horas de reuniones y corrección de exámenes, me habría dado cuenta de que era una suma más que concebible, y de que nuestra situación era más grave que nunca. A finales del invierno de 1973 vivíamos en Hermon, pequeña población al oeste de Bangor, y nuestra casa era una caravana doble. (Mucho más tarde, en una entrevista para Playboy, dije que Hermon era «el culo del mundo». En vista del enfado de los hermonitas, me disculpo públicamente. La verdad es que Hermon sólo es el sobaco del mundo). Yo tenía un Buick con problemas de transmisión, pero no el dinero para arreglarlo; Tabby seguía en Dunkin’ Donuts y carecíamos de teléfono, por el simple motivo de que no estábamos en situación de pagarlo. Fue la época en que Tabby ejercitó su pluma en el género de las confesiones ficticias (tipo «Demasiado guapa para ser virgen»), obteniendo respuestas inmediatas en la modalidad «no responde del todo a nuestra línea, pero no desista». De haber dispuesto de una hora más al día seguro que habría acabado vendiendo algo pero sólo tenía las veinticuatro de siempre. Por otro lado, la gracia inicial que pudiera haberle hecho la fórmula de las revistas de confesiones (resumida en las tres erres: rebelión, ruina y redención) tardó muy poco en disiparse.
Mi carrera de escritor tampoco prosperaba. En las revistas para hombres, los cuentos de terror, ciencia ficción y policiacos estaban siendo sustituidos por los de sexo, cada vez más explícitos. Se añadía al problema otro más grave: por primera vez en la vida me costaba escribir. El lastre eran las clases. Trabajaba con gente que me caía bien, y me gustaban los niños (todos tenían su interés, hasta los del tipo Beavis y Butt-Head), pero siempre llegaba al viernes por la tarde con la sensación de que mi cabeza era una batería, y de que durante toda la semana había tenido puestos unos cables para cargar otras cabezas. Ha sido la época en que he estado más cerca de dar por perdido mi porvenir de escritor. Me veía treinta años más viejo, llevando los mismos abrigos gastados y con coderas, y con tripa de bebedor de cerveza encima de los pantalones. Tendría tos de fumador por exceso de Pall Malls, las gafas más gruesas, más caspa, y en el cajón del escritorio seis o siete originales inacabados que muy de vez en cuando, casi siempre borracho, desempolvaría y retocaría un poco. Cuando me preguntaran a qué dedicaba el tiempo libre, contestaría que a escribir un libro. ¿Qué va a hacer con su tiempo un profesor de escritura creativa que se respete? Luego, claro, me mentiría a mí mismo, diciéndome que no era demasiado tarde, que algunos novelistas no habían empezado hasta los cincuenta. ¡Qué cincuenta! ¡Sesenta, coño! Seguro que muchos.
En mis años de profesor en Hampden (y de lavandero en la New Franklin durante las vacaciones de verano), mi mujer desempeñó un papel decisivo. Si ella, en algún momento, hubiera insinuado que escribir en el porche de nuestra casa de alquiler de Pond Street, o en el cuartito de lavar de la caravana de Klatt Road (también de alquiler), era perder el tiempo, creo que me habría quedado sin ánimos. Tabby, sin embargo, no expresó ninguna duda. Su apoyo era constante, de lo poco bueno en que se podía confiar. Ahora, cada vez que veo una novela dedicada a la mujer (o marido) del autor, sonrío y pienso: Éste sabe de qué va. Escribir es una labor solitaria, y conviene tener a alguien que crea en ti. Tampoco es necesario que hagan discursos. Basta, normalmente, con que crean.