Mi madre conocía mis pretensiones de ser escritor (¿y cómo no, con tantas notas de rechazo en el clavo de la pared de mi habitación?), pero me aconsejó obtener el título de maestro «para que tengas un cojín».
—Piensa que un día puedes querer casarte, y las buhardillas a la orilla del Sena sólo son románticas para los solteros.
Acaté su consejo matriculándome en la facultad de ciencias de la educación de la Universidad de Maine, de donde salí a los cuatro años con el título de maestro… como un golden retriever de un estanque con un pato muerto en las fauces: tan muerto el título como el pato. Como no encontraba ninguna plaza de maestro, entré a trabajar en la lavandería New Franklin, donde el sueldo no era mucho mayor que el de hacía cuatro años, en la fábrica Worumbo. Las sucesivas buhardillas donde alojé a mi familia no tenían vistas al Sena, sino a algunas de las calles menos acogedoras de Bangor, las más propensas a que pasara un coche patrulla a las dos de la noche del sábado.
La poca ropa de vestir que vi en New Franklin eran restos de incendios pagados por alguna compañía de seguros. (Solían componerse de ropa de aspecto normal, pero con olor de carne de mono a la brasa). Casi todo lo que metía y sacaba en las máquinas eran sábanas de moteles de la costa de Maine y manteles de los restaurantes de playa. Los manteles eran literalmente repugnantes. En Maine, cuando un turista va a comer al restaurante lo habitual es que pida almejas y langosta. Sobre todo langosta. Cuando llegaban a mis manos los manteles donde habían sido servidos tales manjares, hacían una peste de mil demonios, y muchos eran un hervidero de gusanos intentando subírsete a los brazos mientras cargabas las lavadoras. ¡Qué cabrones! ¡Parecían darse cuenta de que pensabas hervirlos! Supuse que me acabaría acostumbrado, pero no. Si los gusanos eran asquerosos, la peste a almejas podridas lo superaba todo. Llenando febrilmente los tambores con la mantelería de Testa’s (un restaurante de Bar Harbor), siempre me hacía la misma pregunta: ¿Por qué la gente es tan guarra? ¿Por qué serán tan guarros los muy hijos de puta?
Aún había algo peor: las sábanas y manteles de hospital. En verano también había gusanos pululando, pero no se alimentaban de carne de langosta ni de almejas, sino de sangre. Cuando se consideraba que una bata, una sábana o una funda de almohada estaba infectada, la metíamos en unas bolsas («las bolsas de la peste negra») que se disolvían al contacto del agua caliente, pero en aquella época la sangre no tenía reputación de entrañar grandes peligros. Muchas partidas de hospital venían con suplemento como si fueran cajas de sorpresas con premios rarísimos. Una vez encontré un calientacamas de metal, y otra unas tijeras de cirujano. (El calientacamas no servía de nada, pero las tijeras se revelaron perfectas para la cocina). Ernest Rockwell, Rocky, mi compañero de trabajo, encontró veinte dólares en una partida del Eastern Maine Medical Center, y salió a mediodía a tomarse las copas que hiciera falta. (En su vocabulario no se salía de trabajar a las seis, sino a «las seltz»).
En una ocasión oí un ruido extraño dentro de una de las máquinas Washex de triple carga que estaban a mi cuidado. Pensé que se estaba escacharrando el motor y pulsé el botón de parada de emergencia. Después abrí la compuerta y saqué una montaña de batas y gorras verdes de médico mojadas, quedando a mi vez hecho una sopa. En el fondo del compartimiento del medio quedaron varios objetos con aspecto de componer una dentadura humana completa. Se me ocurrió que eran perfectos para un collar original, pero al final los tiré a la basura. Mi mujer ha tenido que aguantarme muchas cosas, pero su sentido del humor no es ilimitado.