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A los tres años de casados ya teníamos dos hijos. Ni los esperábamos ni dejábamos de esperarlos. Llegaron cuando tenían que llegar, y los acogimos con felicidad. Naomi tenía propensión a las infecciones de oído. Joe era un bebé sano, pero parecía que no durmiera nunca. El día en que Tabby sintió los primeros dolores de parto, yo estaba con un amigo en un autocine de Brewer, viendo un programa triple de terror. Cuando íbamos por la tercera película (The Corpse Grinders, un fabricante asesino que hace comida para gatos picando carne humana) y el segundo paquete de cervezas, se oyó un comunicado de la dirección por toda la zona de estacionamiento: ¡SE RUEGA A STEVE KING QUE VUELVA A CASA! ¡TU MUJER ESTÁ A PUNTO DE PARIR!

Mientras mi viejo Plymouth rodaba en dirección a la salida, recibió el saludo burlesco de un par de bocinas. Mucha gente nos hacía luces, bañándonos en un resplandor tartamudo. Mi amigo Jimmy Smith se reía tanto que quedó encogido al pie del asiento del copiloto, donde permaneció casi hasta Bangor entre convulsiones y latas de cerveza. Al llegar a casa encontré a Tabby tranquila y preparada. Tardó menos de tres horas en dar a luz a Joe. Su ingreso en el mundo fue fácil, lo único fácil de sus primeros cinco años de vida, pero era una monada. Los dos. Siempre fueron monísimos, hasta cuando Naomi arrancaba el papel de pared de encima de la cuna (creyendo quizá ayudar en las tareas de la casa), y cuando Joe se hacía caca en la mecedora de mimbre del porche de nuestro apartamento de Sanford Street.