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Ha funcionado. Nuestro matrimonio ha durado más que todos los dirigentes mundiales a excepción de Castro, y si seguimos hablando, discutiendo, haciendo el amor y bailando con los Ramones, lo más probable es que siga funcionando. Nos habían educado en confesiones distintas, pero Tabby, como feminista, nunca había tenido mucha afición por el catolicismo, una religión donde los hombres hacen las leyes (incluida la directriz emanada de Dios de meterla sin condón) y las mujeres lavan la ropa interior. En cuanto a mí, si bien creo en Dios, no me interesa la religión organizada. Compartíamos orígenes sociales humildes. Los dos comíamos carne, éramos políticamente demócratas y teníamos el típico recelo hacia todo lo que no fuera vivir en Nueva Inglaterra. Sexualmente éramos compatibles, y de naturaleza monógama. No obstante, lo que más nos une son las palabras, el lenguaje y el oficio compartido.

Nos conocimos trabajando los dos en una biblioteca, y yo me enamoré de ella en otoño de 1969, durante un taller de poesía, yendo yo a cuarto y ella a tercero. En parte me enamoré porque comprendía la intención de sus escritos. Y ella la de los míos. También me enamoré porque llevaba un vestido sexy y medias de seda de las que se ponen con liguero.

No quiero hablar de mi generación con un tono demasiado despectivo (o sí: tuvimos la oportunidad de cambiar el mundo y preferimos la teletienda), pero todos los aspirantes a escritores que conocí en la universidad estaban convencidos de que sólo se escribía bien de manera espontánea, en un estado de arrebato que era un pecado desaprovechar. El constructor de la «escalera a las estrellas» soñada no podía limitarse a andar por el suelo con un martillo. Quizá el arte poética de 1969 nunca se haya expresado mejor que en una letra de Dono van: «Primero hay una montaña / Luego no hay ninguna montaña / Luego sí». Los aspirantes a poetas vivían en un mundo brumoso con resabios de Tolkien, cazando poemas en el éter. Era una opinión bastante unánime: el arte de verdad procedía de… ¡del más allá! Los escritores eran taquígrafos bienaventurados que obedecían al dictado divino.

Como no quiero avergonzar a ninguno de mis compañeros de clase de entonces, pondré un ejemplo ficticio de lo que explico, creado con fragmentos de varios poemas reales:

cierro los ojos veo a oscuras a

Rimbaud

a oscuras

trago la tela

de la soledad

aquí estoy grajo

aquí estoy cuervo

Si se le ocurría a alguien preguntar al poeta por el «significado» del poema, se exponía a una mirada de desprecio y al silencio incómodo del resto del grupo. Es evidente que no les habría quitado el sueño la posibilidad de que el poeta fuera incapaz de explicar algo sobre el mecanismo de la creación. Si se insistía en ello, el autor o autora podían contestar con toda tranquilidad que no existía ningún mecanismo, sólo la emoción seminal: primero hay una montaña, luego no hay ninguna montaña, luego sí. Y si el poema resultante peca de vago, si se basa en la premisa de que las palabras genéricas como «soledad» tienen el mismo sentido para todos… pues nada, tío, pasando de rollos anticuados y a disfrutar. Era una actitud que a mí me convencía bastante poco (pese a no atreverme a decirlo en voz alta o explícitamente), y me alegro comprobar que a la chica guapa del vestido negro y las medias de seda tampoco. No es que se plantara y lo dijera, pero tampoco hacia falta. Se notaba en lo que escribía.

Los integrantes del taller celebraban dos o tres reuniones semanales en el salón del profesor, Jim Bishop. Éramos alrededor de una docena de alumnos y tres profesores, trabajando en un ambiente de igualdad maravilloso. Antes de cada sesión se pasaban los poemas a máquina y se mimeografiaban en el departamento de literatura. Gracias a ello podíamos seguir por escrito la lectura de cada poema por su autor. Reproduzco uno de los que escribió Tabby ese otoño:

CÁNTICO GRADUAL PARA AGUSTÍN

Despierta en invierno al oso más delgado

la risa dormida de las langostas,

la algarabía de las abejas soñando,

el perfume meloso de la arena del desierto

que lleva al viento en su matriz

hacia los montes lejanos, las casas de Cedro.

El oso ha oído una promesa en firme.

Hay palabras comestibles; alimentan

más que la nieve amontonada en bandejas de plata

o el hielo desbordando fuentes de oro. No siempre son
[mejores

las esquirlas de hielo en la boca de un amante, ni un desierto soñando eternamente espejismos.

El oso, despierto, entona un cántico gradual

tejido con arenas que conquistan ciudades

en virtud de un lento ciclo. Su alabanza seduce

a un viento que pasa de viaje hacia el mar

donde un pez, cautivo en su red minuciosa,

oye el canto de un oso en la nieve de tibios aromas.

La lectura de Tabby fue recibida en silencio. Nadie sabía muy bien cómo reaccionar. El poema parecía atravesado por cables que tensaran los versos casi hasta hacerlos zumbar. La combinación de lenguaje elaborado e imágenes delirantes me pareció emocionante y esclarecedora. El poema de Tabby, por añadidura me hizo sentir menos solo en mi convicción de que la buena literatura podía ser embriagadora sin renunciar al hilo conductor de las ideas. Si hasta el más serio del mundo es capaz de follar como un loco (es más: puede perder la cabeza en el torbellino del acto), ¿por qué a un escritor no puede írsele la olla y seguir siendo una persona cuerda?

Del poema también me gustó su ética del trabajo, señal de que escribir poesía (o cuentos, o ensayo) tenía tanto que ver con fregar suelos como con los episodios míticos de revelación. En A Raisin in the Sun, la novela de Lorraine Hansberry, hay un fragmento donde un personaje exclama: «¡Quiero volar! ¡Quiero tocar el sol!», y su mujer contesta: «Primero cómete los huevos fritos».

Durante el debate que siguió a la lectura de Tab, vi que la autora entendía su poema. Tenía plena conciencia de qué había querido decir, y lo había dicho casi todo. Estaba familiarizada con san Agustín por dos frentes: su formación católica y sus estudios de historia. La madre del santo (que también fue canonizada) era cristiana, y el padre pagano. Antes de su conversión, Agustín sólo buscaba dinero y mujeres. Después de ella siguió batallando con sus impulsos sexuales, y es conocida su «oración libertina», donde pide: «Señor, hazme casto… pero no todavía». Sus obras ponen el acento en la lucha del hombre por renunciar a la fe en sí mismo a favor de la fe en Dios. Y en ocasiones se comparó con un oso. Un gesto típico de Tabby, cuando sonríe, es bajar la barbilla, con el resultado de que pone cara de saber mucho pero al mismo tiempo está monísima. Me acuerdo de que en el debate lo hizo y dijo:

—Además me gustan los osos.

Lo de que sea un cántico gradual quizá responda a que el despertar del oso también es gradual. El oso es fuerte y sensual, aunque delgado, porque está desfasado de tiempo. Cuando le pidieron que explicase su poema, Tabby dijo que en cierto modo puede entenderse el oso como símbolo de la tendencia humana, incómoda y maravillosa tendencia, a soñar lo adecuado en el momento menos oportuno. Son sueños difíciles por inoportunos, pero lo que prometen es maravilloso. El poema también insinúa que los sueños tienen poder: el oso posee la fuerza necesaria para seducir al viento, consiguiendo que lleve su canción a un pez atrapado en una red.

No pretendo sostener que «Cántico gradual» sea una obra maestra (aunque sí me parece un buen poema). Viene a cuento reproducirlo porque era un poema sensato en una época histérica, un ejemplo de ética literaria que me caló en lo más hondo del corazón y el alma.

Aquella noche, Tabby ocupaba una de las mecedoras de Jim Bishop y yo estaba sentado en el suelo al lado de ella. Durante el recitado le puse la mano en la pantorrilla, sintiendo la calidez de la carne a través de la media. Me sonrió, y yo a ella. A veces las cosas así no son fortuitas. Estoy casi seguro.