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Mi interés por el proceso de impresión era escaso, y nulo el que me inspiraban los misterios del revelado y posterior reproducción de fotografías. Mis aficiones tampoco englobaban la instalación de accesorios automovilísticos, la elaboración de la sidra o la puesta en práctica de una fórmula determinada con el objetivo de averiguar si era capaz de enviar un cohete de plástico a la estratosfera. (Por lo general no conseguían llegar ni al otro lado de la casa). Entre 1958 y 1966, mi gran pasión fue el cine.

Cuando los cincuenta cedieron el paso a los sesenta, cerca de Durham sólo había dos salas, ambas en Lewiston. La de estreno era el Empire, donde pasaban películas de Walt Disney, superproducciones bíblicas y musicales con cuerpos de baile de aspecto irreprochable danzando y cantando en formato panorámico. Si me llevaba alguien iba (porque bueno, una película siempre era una película), pero no acababan de gustarme. Eran aburridamente saludables. Y previsibles. Durante la proyección de Tú a Boston y yo a California, mi mayor deseo era que Hayley Mills se encontrara con el Vic Morrow de Semilla de maldad. ¡Al menos habría animado un poco el cotarro! Intuía que la navaja de Vic, y su mirada penetrante, habrían dado a Hayley una perspectiva más sensata sobre sus insignificantes problemas domésticos. De noche, en mi cama de debajo del tejado, mientras oía el viento entre los árboles o las ratas correteando en el desván, no soñaba con Debbie Reynolds, Tammy o Sandra Dee haciendo de Gidget, sino con Yvette Vickers en Attack of the Giant Lecches («El ataque de las sanguijuelas gigantes») o Luana Anders en Dementia 13. A mí que no me vinieran con ñoñerías, mensajes optimistas y Blancanieves y los siete enanitos. A los trece años quería monstruos que devoraran ciudades, cadáveres radiactivos salidos del mar comiéndose a los surfistas y chicas de aspecto barriobajero y sujetador negro.

Películas de terror, de ciencia ficción, historias de pandilleros, de perdedores en moto… Lo que me daba marcha era eso. Y no había que buscarlo en el Empire, que estaba en la parte alta de Lisbon Street, sino en el otro extremo, en el Ritz, entre las casas de empeño y a poca distancia de Louie’s Clothing, donde me compré las primeras botas beatle en 1964. La distancia entre mí casa y el Ritz era de veinte kilómetros, y durante ocho años, entre 1958 y 1966 (año en que obtuve el anhelado carnet), hice autoestop casi cada semana. A veces me acompañaba mi amigo Chris Chesley, pero no siempre. Yo sólo fallaba por causas mayores, como estar enfermo. Fue en el Ritz donde vi I Married a Monster from Outer Space, con Tom Tryon, The Haunting, con Claire Bloom y Julie Harris, y Los angeles del infierno, con Peter Fonda y Nancy Sinatra. También vi a Olivia de Havilland sacándole los ojos a James Caan con un par de cuchillos improvisados (era Lady in a Cage), vi a Joseph Cotten resucitando en Canción de cuna para un cadáver, y el suspense de ver si Allison Hayes seguía creciendo hasta romper toda la ropa (en Attack of the 50 Ft. Woman) me dejó sin respiración (pero no sin interés lúbrico). El Ritz ofrecía todo lo bueno de la vida. Era cuestión de sentarse en la tercera fila, permanecer atento y no parpadear en el momento equivocado.

A Chris y a mí nos gustaban todas las películas de terror, pero sentíamos debilidad por aquella serie de la Universal con títulos de Edgar Allan Poe y Roger Corman de director. Prefiero no decir «inspirada» en Edgar Allan Poe, porque apenas contienen nada relacionado con los relatos y poemas del escritor. (Con El cuervo hicieron una comedia, y no es broma). A pesar de ello, las mejores de la tanda (The Haunted Palace, The Conqueror Worm, La máscara de la muerte roja) se distinguían por un clima alucinógeno de misterio. Chris y yo teníamos un nombre para calificarlas, convirtiéndolas en un género aparte. Había westerns, películas de amor, de guerra… y «películas de Poe».

—¿Te apetece ir al cine el sábado por la tarde? —preguntaba Chris—. ¿Hacemos autoestop y vamos al Ritz?

—¿Qué dan? —preguntaba yo.

—Una de motos y una de Poe —contestaba él.

El programa, huelga decirlo, parecía hecho a mi medida. Bruce Dern alucinando en una Harley, y Vincent Price igual de alucinado pero en un castillo encantado a la orilla de un mar tumultuoso. ¿Se le podía pedir más a la vida? Con suerte, hasta salía Hazel Court con camisón escotado de encaje.

Entre todas las «películas de Poe», la que nos causó una impresión más honda fue El péndulo de la muerte, con guión de Richard Matheson, formato panorámico y en tecnicolor. (En 1961, el año de su estreno, aún predominaban las películas de terror en blanco y negro). Era una película que partía de ingredientes góticos clasicones, pero que los convertía en algo especial. Es muy posible que fuera la última película buena de terror hecha por un gran estudio antes de que apareciera George Romero con una producción independiente muy violenta, La noche de los muertos vivientes, e introdujera cambios irreversibles en el género (algunos para bien y la mayoría para mal). La mejor escena, la que nos dejó tiesos a Chris y a mí en las butacas, era la de John Kerr excavando el muro del castillo y descubriendo el cadáver de su hermana, enterrada, cómo no, viva. No se me ha olvidado el primer plano del cadáver rodado con un filtro rojo y un objetivo deformante que alargaba la cara, figurando un grito silencioso y estremecedor.

Durante el largo regreso (si tardaba mucho en cogerte alguien podías llegar a caminar seis o siete kilómetros y llegar a casa de noche) tuve una idea fabulosa: ¡hacer un libro a partir de El péndulo de la muerte! La novelizaría siguiendo el ejemplo de Monarch Books, que habían editado libros sobre clásicos tan inmortales del cine como Jack the Ripper, Gorgo y Konga. ¡Pero atención, que no pensaba limitarme a redactar mi obra maestra!

¡También la imprimiría en la imprenta del sótano, para venderla en el colegio! ¡Toma!

Dicho y hecho. Con la minuciosidad y la paciencia que me granjearían futuros elogios de la crítica, elaboré mi versión novelesca de El péndulo de la muerte en dos días, escribiendo directamente en las hojas especiales que servían para imprimir. No ha sobrevivido ningún ejemplar de tan singular obra maestra (al menos que yo sepa), pero creo que constaba de ocho páginas a un solo espacio y los párrafos estrictamente imprescindibles (recuérdese que cada hoja costaba 99 centavos). Imprimí por los dos lados, como en un libro normal, y añadí una carátula con el dibujo rudimentario de un péndulo goteando manchas negras (y la esperanza de que pareciera sangre). En el último momento me di cuenta de que se me había olvidado hacer constar la editorial. Entonces mecanografié los palabras «A V.I.B. BOOK» en la esquina derecha de la carátula. V.I.B. significaba «Very Important Book». (Libro Muy Importante).

Hice una tirada de unos cuarenta ejemplares, y en mi feliz inconsciencia ni se me ocurrió estar infringiendo ninguna ley sobre plagio y derechos de autor. Casi toda mi actividad mental estaba enfocada en el dinero que ganaría si El péndulo de la muerte tenía éxito en el cole. Las hojas de imprenta me habían costado 1,71 dólares (me parecía un derroche espantoso gastar una hoja entera sólo para la página del título, pero llegué a la dolorosa conclusión de que había que cuidar la imagen, saltar a la palestra guardando las formas); el papel, más o menos 50 centavos, y las grapas nada porque eran robadas a mi hermano. (Una cosa era tener que enviar los cuentos a las revistas con clip, y otra un libro de verdad, cosa seria). Tras honda reflexión, decidí que V.I.B. #1, El péndulo de la muerte, de Stephen King, se comercializaría al precio de 25 centavos. Calculé que podía vender diez ejemplares (el primero a mi madre, que no me fallaría), es decir, que sacaría dos dólares y medio. Los beneficios netos quedarían en 40 centavos, lo suficiente para financiar otro viaje educativo al Ritz. Si vendía dos más podría comprarme una bolsa grande de palomitas y una coca-cola.

El péndulo de la muerte se convirtió en mi primer best-seller. Fui al cole con toda la tirada en la cartera (en 1961 debía de ir a octavo, en un edificio nuevo de cuatro aulas), y a mediodía ya llevaba vendidas dos docenas. Al final de la hora de comer, cuando ya había corrido la voz sobre el cadáver enterrado en la pared («Contemplaron horrorizados los huesos de las puntas de los dedos, comprendiendo que había muerto escarbando frenéticamente para salir»), eran tres las docenas. Sentía el peso de nueve dólares en calderilla al fondo de mi cartera (donde estaba escrita casi toda la letra de The Lion Sleeps Tonight) y caminaba como en sueños, sin poder digerir mi repentino ascenso a tales y tan insospechadas cumbres de riqueza. Parecía demasiado bueno para ser verdad.

Efectivamente. Al final de la última clase, que acababa a las dos, me llamaron al despacho del director, y ahí se me dijo que no podía usar el colegio de mercado, y menos (dijo la señorita Hisler) vendiendo porquerías como El péndulo de la muerte. Me sorprendió muy poco su actitud. La señorita Hisler era la maestra del colegio donde había hecho yo quinto y sexto (una sola aula, en Methodist Corners), época en que me había sorprendido leyendo una novela de adolescentes rebeldes con bastante ramalazo sensacionalista (Hijos de la calle, de Irving Shulman) y me la había quitado. Se repetía la situación y me enfadé conmigo mismo por no haberlo previsto. Había metido la pata hasta el fondo.

—Lo que no entiendo, Stevie —dijo ella—, es que escribas esta basura. Tú escribes bien. ¿Por qué desaprovechas tus facultades?

La señorita Hisler había hecho un canuto con un ejemplar de V.I.B. #1, y lo movía de tal manera que parecía que hubiera doblado un periódico y estuviera regañando al perro por haberse meado encima de la alfombra. Esperaba una respuesta (la pregunta, dicho sea en su descargo, no era del todo retórica), pero yo no supe qué decir. Estaba avergonzado. Desde entonces me he pasado muchos años (creo que demasiados) avergonzándome de lo que escribía. Me parece que hasta los cuarenta no entendí que casi todos los escritores de novelas, cuentos o poesía de quienes se ha publicado siquiera una línea han sufrido alguna u otra acusación de estar derrochando el talento que les ha regalado

Dios. Cuando una persona escribe (y supongo que cuando pinta, baila, esculpe o canta), siempre hay otra con ganas de infundirle mala conciencia. No tiene mayor importancia. Y conste que no pontifico. Sólo pretendo dar mi visión de las cosas.

La señorita Hisler me dijo que tendría que devolver todo el dinero. Yo obedecí sin rechistar, hasta en los casos en que el comprador (varios de ellos, para satisfacción del que suscribe) insistía en quedarse su ejemplar de V.I.B. #1. Al final perdí dinero, pero al llegar las vacaciones de verano imprimí cuatro docenas de ejemplares de un cuento nuevo y original «The Invasion of the Star-Creatures», y los vendí todos menos cuatro o cinco. En el fondo, sin embargo, no se me había pasado la vergüenza. Tenía en la cabeza la voz de la señorita Hisler preguntándome por qué quería desaprovechar mi talento, por qué quería malgastar el tiempo, por qué quería escribir basura.