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Mi habitación de la casa de Durham estaba en el piso de arriba, siguiendo la pendiente del tejado. De noche me acostaba en la cama, con el cabezal en la parte más baja (o sea, que si me levantaba de repente me exponía a un buen chichón) y leía a la luz de una lámpara flexible que proyectaba en el techo una sombra muy graciosa, en forma de boa constrictor. Algunas noches no se oía nada en toda la casa excepto el murmullo de la caldera y el ruido de las ratas correteando en el desván. Otras, mi abuela se pasaba una hora (la más cercana a las doce) dando voces para que fueran a ver si había comido Dick. Era su caballo de cuando trabajaba de maestra, y hacía al menos cuarenta años que había muerto. Yo tenía un escritorio al otro lado de la habitación, con mi vieja máquina de escribir Royal y un centenar de libros de bolsillo (casi todos de ciencia ficción) alineados contra el zócalo.

Encima de la cómoda tenía la Biblia que me habían regalado por recitar unos versículos de memoria, y un tocadiscos Webcor con cambiador automático y plato verde aterciopelado. Era donde ponía mis discos, casi todo singles de Elvis, Chuck Berry, Freddy Cannon y Fats Domino. Fats me gustaba mucho; tenía ritmo y se notaba que se divertía.

Al recibir la nota de rechazo del AHMM, clavé un clavo en la pared de encima del Webcor, escribí «Happy Stamps» en la nota y la enganché en el clavo. Después me senté en la cama y puse I’m ready, de Fats. La verdad es que estaba bastante contento. A la edad en que todavía no hay que afeitarse, el optimismo es una respuesta perfectamente legítima al fracaso.

Cuando tuve catorce años (y me afeitaba dos veces por semana, hiciera o no falta), el clavo de mi pared ya no aguantaba el peso de todas las notas de devolución que había ido acumulando. Lo sustituí por uno más largo y seguí escribiendo. A los dieciséis ya había recibido algunas notas con mensajes a mano un poco más alentadores que el consejo de no grapar y usar clips. La primera de las notas esperanzadoras era de Algis Budrys, a la sazón director de Fantasy and Science Fiction, que leyó un cuento mío titulado «La noche del tigre» (creo que inspirado en un episodio de El fugitivo donde el doctor Richard Kimble trabaja en un zoo o un circo limpiando jaulas) y escribió: «El cuento es bueno. No está en nuestra línea, pero es bueno. Tiene usted talento. Envíenos más cosas».

Sólo eran cuatro frases cortas garabateadas con una pluma que manchaba mucho, pero alegraron el triste invierno de mis dieciséis años. Unos diez años más larde, cuando ya había vendido un par de novelas, descubrí «La noche del tigre» en una caja de originales viejos y considere que seguía siendo un relato muy digno, aunque se notará que lo había escrito un principiante. Entonces lo reescribí y me di el capricho de volver a enviarlo a F & SF. Esta vez, lo aceptaron. He observado que, cuando ya has tenido un poco de éxito, las revistas recurren bastante menos a la fórmula «No está en nuestra línea».