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Mi primera idea original para un cuento, original de verdad (yo creo que siempre se sabe reconocer), se me ocurrió hacía el final de los ocho años de reinado benévolo de Eisenhower. Estaba sentado delante de la mesa de la cocina de nuestra casa de Durham, viendo a mi madre pegar hojas de sellos verdes en un álbum. (Eran los «S&H Green Stamps», unos puntos que acompañaban a determinados productos y podían canjearse por premios; para otras anécdotas pintorescas sobre ellos, léase The Liars’ Club). Nuestra pequeña troika familiar había vuelto a instalarse en Maine, a fin de que mamá pudiera cuidar a sus padres en el declinar de sus vidas. La abuela andaba sobre los ochenta años y era obesa e hiperactiva, pese a estar casi ciega. El abuelo tenía ochenta y dos y era un hombre escuálido, taciturno y propenso a arranques vocales esporádicos en el mejor estilo del pato Donald, que sólo entendía mi madre. Mamá lo llamaba «Fazza».

Le habían dado el trabajo sus hermanas, quizá con la esperanza de matar dos pájaros de un tiro: los abuelos gozarían de un entorno acogedor y los cuidados de una hija afectuosa, y quedaría resuelto el eterno, acuciante «problema» de Ruth. Adiós a su trashumancia de madre de dos hijos viajando sin rumbo entre Indiana, Wisconsin y Connecticut, haciendo pasteles a las cinco de la mañana o planchando sábanas en una lavandería donde las temperaturas estivales rebasaban con frecuencia los 43 grados, y donde el jefe, de julio hasta finales de septiembre, repartía pastillas de sal a la una y las tres.

Yo creo que mamá aborrecía su nuevo empleo. Queriendo cuidarla, sus hermanas sólo consiguieron convertir a una madre autosuficiente, divertida y un poco loca en simple aparcera corta de fondos. La mensualidad que le mandaban cubría la comida, pero poco más. A los niños nos enviaban cajas de ropa. Cada año, hacia el final de verano, el tío Clayt y la tía Ella (a quienes creo recordar que no nos ligaba ningún parentesco real) traían cajas llenas de conservas. La casa donde vivíamos pertenecía a los tíos Ethelyn y Oren. En cuanto se instaló, mamá cayó en la trampa. A la muerte de sus padres consiguió otro empleo, pero siguió viviendo en la misma casa hasta que se la llevó el cáncer. Tengo la impresión de que en su última partida de Durham (durante las últimas semanas de su enfermedad la cuidaron David y su mujer Linda) ya no veía la hora de marcharse.