Recuerdo haber acogido la idea con la sensación abrumadora de que abría mil posibilidades, como si me hubieran dejado entrar en un edificio muy grande y con muchas puertas cerradas, dándome permiso para abrir la que quisiera. Pensaba (y sigo pensando) que había tantas puertas que no bastaba una vida para abrirlas todas.
Acabe por escribir un cuento sobre cuatro animales mágicos que iban en un coche viejo ayudando a los niños. El jefe, y conductor del automóvil, era un gran conejo blanco. El cuento constaba de cuatro páginas escritas a lápiz con mucho trabajo, y que yo recuerde no describía ningún salto desde el tejado del hotel Graymore. Después de acabarlo se lo di a mi madre, y ella se sentó en el salón, dejo en el suelo su libro de bolsillo y se leyó el cuento entero. Vi que le gustaba, porque se reía donde había que reírse, pero no supe si lo hacía por amor a su hijo, para que estuviera contento, o porque el cuento era bueno.
—¿Éste no es copiado? —preguntó al acabar.
Dije que no. Ella comentó que merecía publicarse. Desde entonces no me han dicho nada que me haya hecho tan feliz. Escribí otros cuatro cuentos sobre el conejo blanco y sus amigos. Mi madre me los pagaba a veinticinco centavos y se los mandaba a sus cuatro hermanas, que a mi juicio le tenían cierta lástima. Claro, ellas aún estaban casadas. No las habían abandonado. Cierto que el tío Fred no tenía mucho sentido del humor y estaba obsesionado con el capó de su coche, y que el tío Oren bebía un poco demasiado y tenía teorías ligeramente sospechosas sobre el dominio del mundo por los judíos, pero al menos estaban en casa. En cambio Ruth, abandonada por Don, se había quedado sola con un bebé. Quería demostrar que al menos era un bebé con talento.
Cuatro cuentos. A veinticinco centavos cada uno. Fue el primer dólar que gané en la profesión.