El mismo año, mi hermano David pasó a cuarto de básica y a mí me sacaron del colegio. Mi madre y el colegio estuvieron de acuerdo en que me había perdido demasiados meses del primer curso. Ya empezaría en otoño desde cero, salud mediante.
Pase la mayor parte del año en cama o sin poder salir de casa. Me leí aproximadamente seis toneladas de tebeos, di el salto a Tom Swift y Dave Dawson (un aviador, héroe de la Segunda Guerra Mundial, que siempre «arañaba altura») y progresé hasta Jack London y sus relatos escalofriantes sobre animales. A partir de cierto punto empecé a escribir mis propios cuentos. La imitación precedió a la creación: copiaba en la libreta tebeos de
Combat Casey, sin cambiar ni una coma, y si me parecía oportuno añadía descripciones de cosecha propia. Era capaz de escribir: «Estaban acampados en las jolinas». Todavía tardé uno o dos años en descubrir que «jolines» y «colinas» eran palabras diferentes. Me acuerdo de que en la misma época creía que una puta era una mujer altísima. Un hijo de puta tenía condiciones para jugar a baloncesto. A los seis años, todavía están revueltas casi todas las bolas del bingo.
Un día le enseñe a mi madre uno de mis híbridos, y le encantó. Recuerdo una sonrisa un poco sorprendida, como si le pareciera increíble tener un hijo tan listo. ¡Caray, si prácticamente era un superdotado! Yo nunca le había visto poner aquella cara (al menos por mí), y me entusiasmó.
Me preguntó si me lo había inventado, y no tuve más remedio que reconocer que había copiado la mayor parte de un tebeo.
La cara de decepción que puso mi madre hundió mi gozo en un pozo. Me devolvió la libreta y dijo:
—Escribe tú uno, Stevie. Los tebeos de Combat Casey no valen nada. Se pasa el día partiéndole la cara a la gente. Escribe uno tú.