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La mayor parte de los nueve meses que deberían haber sido mi primer año de colegio los pasé en la cama. Mis problemas empezaron con el sarampión (un caso normalísimo), y poco a poco fueron complicándose. Tuve varias recaídas de una enfermedad cuyo nombre entendí mal, creyendo que se llamaba «garganta rayada. Me pasaba el día en la cama bebiendo agua fría e imaginando que tenía el cuello con rayas rojas y blancas. (Es probable que no me equivocara demasiado).

Después me pasó a los oídos, y un día mi madre (que no tenía carnet) llamó a un taxi y me llevó a un médico demasiado importante para visitar a domicilio, un especialista en oídos. (No sé por qué, pero me quede con la palabra «otiólogo»). A mí me daba igual que fuera especialista en oídos o en culos. Tenía cuarenta de fiebre y no podía tragar sin que se me encendiesen de dolor los lados de la cara, como un jukebox.

El doctor me examinó los oídos, dedicando (creo) casi todo el tiempo al izquierdo. Después me hizo tumbar en la mesa de la consulta. La enfermera dijo que me incorporara un poco y colocó un trozo grande de tela absorbente (tal vez un pañal) a la altura de la cabeza, para tenerlo apoyado contra la mejilla cuando volviera a acostarme. Debería haberme dado cuenta de que olía algo a podrido en Dinamarca. Es posible que lo hiciera. No digo que no.

Olía mucho a alcohol. Se oyó un ruido metálico, el del médico abriendo el esterilizador. Viéndole en la mano la jeringa (que parecía igual de larga que la regla de mi plumier), me puse tenso.

El doctor sonrió para tranquilizarme y soleó la mentira que deberían llevar a la cárcel a todos los médicos (con sentencia doble si el paciente es un niño):

—Tranquilo, Stevie, que no duele.

Me lo creí. Entonces me metió la aguja en la oreja y perforó el tímpano. Fue un dolor como no he vuelto a sentir nunca. Lo más parecido fue el mes de recuperación después de que me atropellara una camioneta en verano de 1999: un sufrimiento más prolongado, pero menos intenso. El pinchazo en el tímpano era un dolor inhumano. Grité, Entonces oí algo dentro de la cabeza, como un beso muy fuerte, y me salió líquido de la oreja. Era como llorar por el agujero equivocado, y eso que en los otros no faltaban precisamente lágrimas. Levanté la cara, que estaba chorreando, y mire al médico y la enfermera con incredulidad. Luego me fijé en la tela, que la enfermera había puesto en el tercio superior de la mesa. Tenía una mancha muy grande de líquido. Y otra cosa: hilitos de pus amarillo.

—Listo —dijo el especialista de oídos, dándome una palmada en el hombro—. Has sido muy valiente, Stevie. Ahora ya está.

A la semana siguiente mi madre pidió otro taxi, volvimos al médico de los oídos y tuve que estirarme otra vez de lado con el recuadro de tela absorbente debajo de la cabeza. El especialista volvió a hacer que oliera a alcohol (olor que sigo asociando, supongo que como mucha gente, al dolor, la enfermedad y el miedo), acompañándolo con la aparición de la larga jeringuilla. Volvió a asegurarme que no dolería, y yo a creérmelo; no del todo, pero lo bastante para no moverme cuando me metieron la aguja en la oreja.

Y si, sí que dolió. La verdad es que casi tanto como la primera vez. El ruido interior de succión fue más intenso; esta vez era un beso de gigantes.

—Listo —dijo la enfermera del especialista en oídos, cuando ya estaba la jeringa fuera y yo llorando en un charco de pus aguado—. Venga, que tampoco duele tanto. ¿A que no quieres quedarte sordo? Además ya está.

Me lo creí durante unos cinco días, a cuyo término vino otro taxi. Volvimos al especialista, y recuerdo que el taxista le decía a mi madre que o se callaba el crío o nos bajábamos.

Se repitió la escena: yo en la mesa con el pañal debajo de la cabeza, y mi madre en la sala de espera con una revista que no debía de poder leer (al menos es lo que me gusta imaginar). De nuevo el olor penetrante del alcohol, y el doctor acercándose con una aguja que parecía igual de larga que mi regla. Otra vez la sonrisa, y las garantías de que esta vez seguro que no dolería.

Desde que me agujerearon varias veces el tímpano a los seis años, uno de mis principios más sólidos ha sido el siguiente: al primer engaño, la vergüenza es del que engaña; al segundo, del engañado; y al tercero de los dos. Al verme acostado por tercera vez en la mesa del especialista en oídos, me retorcí, chillé, di patadas y opuse toda la resistencia posible. Cada vez que la aguja se acercaba, yo la apañaba con la mano. Al final la enfermera salió, a la sala de espera, avisó a mi madre y entre las dos consiguieron sujetarme para que el médico pudiera meter la aguja. Yo pegué un grito tan largo y bestial que todavía lo oigo. De hecho, creo que en algún receso profundo de mi cabeza sigue resonando aquel último grito.