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Un año después, aproximadamente, estábamos mi madre, mi hermano y yo en West De Pere (Wisconsin). Ignoro por qué. En Wisconsin vivía otra hermana de mi madre, Cal (que durante la Segunda Guerra Mundial había sido belleza oficial del WAAC, el cuerpo auxiliar femenino del ejército), con un marido simpático y muy aficionado a la cerveza. Es posible que mamá hubiera cambiado de domicilio para estar cerca de ellos. Si es así, no recuerdo haber visto mucho a los Weimer. Ni mucho ni poco, la verdad. Mi madre trabajaba, pero tampoco recuerdo en qué. Me suena una panadería, pero creo que fue más tarde, al instalarse en Connecticut para estar cerca de su hermana Lois y el mando de ésta (Fred, que no destacaba ni en cuestión de cervezas ni de simpatía, y cuyo mayor orgullo, cosa extraña, era ir en descapotable con la capota… ¡puesta!).

La época de Wisconsin coincidió con una interminable sucesión de niñeras. No sé si se marchaban porque David y yo éramos demasiado traviesos, porque encontraban trabajos mejor pagados o porque mi madre les exigía más de lo que estaban dispuestas a dar. Sólo se que hubo muchas, aunque sólo me acuerdo bien de una: Eula, o puede que Beulah. Era una verdadera mole adolescente que se reía mucho. Yo sólo tenía cuatro años, pero no dejé de observar que Eula-Beulah tenía un sentido del humor estupendo; por desgracia, además de estupendo era peligroso: cada estallido de júbilo, con su aparato de palmadas, meneos de culo y movimientos espasmódicos de la cabeza, parecía ocultar la amenaza de un trueno. Cada vez, que veo filmaciones con cámara oculta de alguna niñera que le arrea un tortazo al niño que le han confiado, me vuelven a la memoria los días de Eula-Beulah.

¿Y mi hermano David? ¿Recibía un tratamiento igual de duro? No lo sé. No aparece en ninguna de las imágenes. Imagino que estaría menos expuesto al peligroso soplo de Huracán Eula-Beulah, porque ya tenía seis años y debía de estar en primero de básica, a salvo de la artillería durante muchas horas.

He aquí una escena típica; Eula-Beulah hablando por teléfono, riendo y haciéndome gestos de que me acercara. Cuando me tenía a tiro, me abrazaba, me hacia cosquillas y, a carcajada limpia, me empujaba la cabeza con tanta fuerza que me tiraba al suelo. Después seguía haciéndome cosquillas con sus pies descalzos, hasta que volvíamos a reírnos.

Eula-Beulah era propensa a los pedos, en su variedad sonora y olorosa. En ocasiones, avecinándose uno, me tiraba en el sofá, me ponía el culo en la cara (con falda de lana interpuesta) y disparaba, gritando eufórica: «¡Bum!». Era como quedar sepultado por fuegos artificiales a base de metano. Recuerdo la oscuridad, la sensación de asfixia y las risas; porque, sin dejar de ser horrible, la experiencia tenía su lado divertido. Puede decirse que Eula-Beulah me fogueó para la crítica literaria. Después de haber tenido encima a una niñera de noventa kilos tirándote pedos en la cara y gritando «¡Bum!», el Village Voice da muy poco miedo.

No sé cómo acabaron las demás, pero a Eula-Beulah la despidieron. Fue por los huevos. Un día me hizo un huevo frito para desayunar. Yo me lo comí y pedí otro. Eula-Beulah me frió el segundo, y luego me preguntó si quería más. Miraba como diciendo: «Seguro que no te atreves a comerte otro, Stevie». Yo le pedí el tercero, claro. Y otro. Y otro. Creo que me quedé en siete; es el número que tengo en la memoria. Es posible que se acabaran los huevos, o que me echara a llorar. Quizá Eula-Beulah se asustó. No lo sé, pero calculo que fue una suerte dejar el juego en siete. Para un niño de cuatro años, siete huevos son muchos huevos.

Al principio me encontraba bien, pero de repente me retorcí por el suelo. Eula-Beulah rió, me dio un topetón en la cabeza y me encerró en el armario. Bum. Sí hubiera elegido el lavabo quizá no la hubieran despedido, pero eligió el armario. A mí no me importó. Estaba oscuro pero olía al perfume de mi madre, Coty, y por debajo de la puerta se colaba una franja de luz que me tranquilizaba.

Me puse a cuatro patas y me arrastré hasta el fondo, los abrigos y vestidos de mamá rozándome la espalda. Luego empecé a soltar una batería de eructos que me quemaban la garganta. No recuerdo ningún dolor de estómago, pero debí de tenerlo, porque al abrir la boca para soltar otro eructo lo que salió fue vómito. En los zapatos de mi madre. Eula-Beulah estaba sentenciada. Cuando volvió mi madre del trabajo, la niñera dormía como un tronco en el sofá y el pequeño Stevie estaba encerrado en el armario, igual de dormido que ella y con huevos fritos medio digeridos secándosele en el pelo.