Mi primer recuerdo soy yo imaginándome como otra persona, ni más ni menos que el forzudo del circo de los hermanos Ringling. Fue en casa de mis tíos Ethelyn y Oren, en Durham, población del estado de Maine. Mi tía se acuerda con bastante claridad, y dice que tenía dos años y medio o tres.
Había encontrado un bloque de cemento en un rincón del garaje y, tras conseguir levantarlo, lo transportaba lentamente por el garaje, viéndome vestido con una camiseta de piel de animal (probablemente leopardo) y llevando el bloque por la pista central. El público, nutrido, guardaba silencio. Un foco azulado seguía mi admirable recorrido, las caras de asombro hablaban por si mismas: nunca habían visto a un niño tan fuerte «¡Y sólo tiene dos años!», murmuraba alguien, incrédulo.
Lo que no sabía yo era que el bloque de cemento albergaba un pequeño avispero en su parte inferior. Quizá una de las avispas se molestara por el cambio de ubicación, porque salió volando y me picó en la oreja. Nunca me había dolido nada tanto en mi corta vida, pero el dolor sólo gozó de unos segundos de protagonismo. Cuando solté el bloque de cemento y se me cayó en un pie descalzo, machacándome los dedos, me olvidé completamente de la avispa. No sé si me llevaron al médico. Mi tía Ethelyn tampoco se acuerda (el tío Oren, a quien debía de pertenecer el Bloque Malvado, lleva muerto casi veinte años), pero sí de la picadura, los dedos rotos y mi reacción. «¡Cómo gritabas, Stephen! Está claro que en cuestión de voz tenías un buen día».