1
—¿Bien, monsieur Poirot? —El tono de Felipe Blake expresaba impaciencia. Contestó el detective:
—He de darle las gracias por su admirable y claro relato de la tragedia Crale.
Dijo Felipe Blake, algo pagado de sí:
—Es usted muy amable. Es verdaderamente sorprendente la cantidad de cosas que he podido recordar cuando me he puesto a ello.
Aseguró Poirot:
—El relato es admirablemente claro; pero adolece de ciertas omisiones, ¿no es cierto?
—¿Omisiones? —Felipe Blake frunció el entrecejo.
Dijo Hércules Poirot:
—Su relato, digámoslo así, no fue del todo sincero —se hizo más dura su voz—. Me han informado, señor Blake, que por lo menos una noche durante el verano, la señora Crale fue vista salir de su cuarto a una hora un poco intempestiva.
Reinó un silencio interrumpido tan sólo por la fatigosa respiración de Felipe. Preguntó por fin:
—¿Quién le ha dicho a usted eso?
Hércules sacudió negativamente la cabeza.
—No importa quién me lo haya dicho. Lo interesante es que lo sé.
Hubo un momentáneo silencio otra vez. Luego Felipe se decidió. Dijo:
—Parece ser que, por puro accidente, ha descubierto usted un asunto completamente particular. Reconozco que no está de acuerdo con lo que conté por escrito. No obstante, concuerda mucho mejor de lo que podría usted creer. Ahora me veo obligado a contarle la verdad.
»Sí que sentía animosidad contra Carolina Crale. Al propio tiempo, me sentía fuertemente atraído hacia ella. Tal vez fuera esto último lo que provocara lo primero. Estaba resentido por el poder que tenía sobre mí y procuraba ahogar la atracción que sobre mí ejercía, pensando continuamente en sus defectos y nunca en sus cualidades. No sé si comprenderá, pero nunca le tuve simpatía. No obstante, me hubiera costado muy poco trabajo, en cualquier momento, hacerle el amor. Había estado enamorado de ella de niño y ella no me había hecho el menor caso. No me resultaba fácil de perdonar eso.
»Se presentó mi oportunidad cuando Amyas se chifló tan por completo por la muchacha Greer. Sin tener la intención de hacerlo, me pillé un día declarándole mi amor. Ella respondió completamente serena:
»—Sí; siempre he sabido eso.
»¡La insolencia de esa mujer!
»Claro está que yo sabía que no me quería; pero vi que estaba turbada y desilusionada por el último devaneo de Amyas. Es un humor ese en que puede conquistarse fácilmente a una mujer. Consintió en acudir a mí aquella noche. Y acudió.
Blake hizo una pausa. Hallaba ahora dificultad en pronunciar las palabras.
—Acudió a mi cuarto. Y luego, cuando la rodeé con mis brazos. ¡Me dijo fríamente que era inútil! Después de todo, dijo ella, era mujer de un solo hombre. Era de Amyas Crale, para bien o para mal. Reconoció que me había tratado bastante mal; pero no podía remediarte. Me pidió que la perdonase.
»Y me dejó. ¡Me dejó a mí! ¿Le extraña ahora, monsieur Poirot, que el odio que me inspiraba se centuplicara? ¿Le extraña que no la haya perdonado nunca? ¡Por el insulto que me hizo… así como por haber matado al amigo a quien yo amaba más que a nadie en todo el mundo! Temblando violentamente, Felipe Blake exclamó: —No quiero hablar de ello, ¿me ha oído? Ya ha recibido la contestación que esperaba. Ahora ¡márchese! ¡Y no vuelva a hablarme jamás de ese asunto!
2
—Quisiera saber, señor Blake, en qué orden salieron sus invitados del laboratorio aquel día.
Meredith Blake protestó:
—Pero, querido monsieur Poirot, ¡después de dieciséis años! ¿Cómo quiere que lo recuerde? Le he dicho que Carolina fue la última en salir.
—¿Está usted seguro de eso?
—Sí… por lo menos… creo que sí…
—Vayamos allí ahora. Es preciso que estemos completamente seguros, ¿comprende?
Protestando aún, Meredith Blake le condujo a la habitación, abrió la puerta y las maderas de las ventanas. Poirot le habló autoritario:
—Bien, amigo mío. Ha enseñado a sus amigos sus interesantes extractos de hierbas. Cierre ahora los ojos, y piense…
Meredith Blake obedeció. Poirot sacó un pañuelo del bolsillo y lo movió suavemente de un lado para otro. Blake murmuró, contrayendo las fosas nasales.
—Sí, sí… Es extraordinario cómo le vuelven a uno las cosas a la memoria. Carolina, recuerdo, llevaba un vestido de color café con leche. Felipe parecía aburrido… Siempre le pareció mi afición bastante estúpida…
Dijo Poirot:
—Medite ahora… Están a punto de salir de la habitación. Van a la biblioteca, donde tiene usted la intención de leer un episodio relacionado con la muerte de Sócrates. ¿Quién sale primero del cuarto…? ¿Usted?
—Elsa y yo… sí. Ella salió por la puerta primero. Yo le iba pisando los talones. Hablábamos. Me quedé allí esperando a que salieran los otros para poder cerrar la puerta con llave otra vez. Felipe… sí, Felipe fue el siguiente en salir. Y Ángela. La niña le estaba preguntando qué eran alcistas y bajistas. Siguieron por el pasillo. Amyas les siguió. Yo me quedé allí aguardando aún… a Carolina, naturalmente.
—Conque está usted completamente seguro de que Carolina se quedó atrás. ¿Vio usted lo que hacía?
Blake movió negativamente la cabeza.
—No; estaba de espaldas al cuarto. Estaba hablando con Elsa… aburriéndola seguramente… diciéndole que algunas plantas han de ser recogidas en luna llena según una antigua superstición. Y entonces salió Carolina, andando aprisa… y yo cerré con llave la puerta.
Calló y miró a Poirot, que se estaba guardando el pañuelo en el bolsillo. Meredith Blake olfateó con asco y pensó: «Pero… ¡si este hombre usa perfume! ¿Habráse visto?». En voz alta dijo:
—Estoy completamente seguro. Fue por este orden: Elsa, yo, Felipe, Angela y Carolina. ¿Le ayuda eso algo? Contestó Poirot:
—Todo encaja. Escuche. Quiero conseguir que haya una reunión aquí. No creo que sea difícil…
3
—¿Bien?
Elsa Dittisham lo preguntó con avidez, como una criatura.
—Deseo hacerle una pregunta, madame.
—Diga.
—Cuando hubo terminado todo… la vista de la causa quiero decir…, ¿le pidió Meredith Blake que se casara usted con él?
Elsa le miró con fijeza. Parecía desdeñosa, casi hastiada.
—Sí…, ¿por qué?
—¿Le sorprendió?
—¿Me sorprendió? No lo recuerdo.
—¿Qué dijo usted?
Elsa se echó a reír. Contestó:
—¿Qué cree usted que dije? Después de Amyas… ¿Meredith? ¡Hubiera sido absurdo! Fue una estupidez por su parte. Siempre fue algo estúpido. Sonrió de pronto.
—Quería…, ¿sabe…?, «velar por mí…», ¡así dijo! Creyó, como los demás, que la comparecencia ante el tribunal había sido una dura prueba para mí. ¡Y los periodistas! ¡Y la muchedumbre que me silbaba! Y todo el cieno que me echaron encima. Quedó concentrada unos instantes. Luego agregó: —¡Pobre Meredith! ¡Qué atontado más grande! Y volvió a reír.
4
De nuevo volvió a encontrarse Hércules Poirot con la mirada penetrante y perspicaz de la señorita Williams. Y de nuevo experimentó la sensación de que el tiempo daba marcha atrás y de que él se convertía en un niño sumiso y aprensivo.
—Había —explicó— una pregunta que quería hacer.
La señorita Williams anunció estar dispuesta a escuchar qué pregunta era aquella.
Poirot dijo lentamente, escogiendo sus palabras con cuidado:
—Ángela Warren sufrió una lesión siendo muy pequeña. En mis notas hallé referencias a ello dos veces. Una de ellas dice que la señora Crale le tiró un pisapapeles; la otra, que atacó a la niña con una palanqueta. ¿Cuál de las dos versiones es la verdadera?
La señorita Williams replicó vivamente:
—Jamás oí hablar de una palanqueta. La versión buena es la que menciona el pisapapeles.
—¿Quién le contó a usted la historia?
—La propia Ángela. Me la contó a principio de llegar yo a la casa y sin que yo le preguntase nada.
—¿Qué fue lo que dijo exactamente?
—Se tocó la mejilla y aclaró: Carolina me hizo esto cuando yo era una cría. Me tiró un pisapapeles. Nunca haga referencia a esto, ¿quiere?, porque le dará un disgusto.
—¿Mencionó alguna vez el asunto la propia señora Crale?
—Sólo indirectamente. Dio por sentado que conocía yo la historia. Recuerdo que una vez dijo: «Ya sé que usted opina que estoy echando a perder a Ángela con mis mimos; pero es que siempre me parece que nunca podré hacer bastante para reparar lo que hice». En otra ocasión dijo: «El saber que uno ha hecho un mal permanente a otro ser humano es la carga más pesada que puede tener nadie que soportar».
—Gracias, señorita Williams, eso era lo único que deseaba saber.
Cecilia Williams, dijo con brusquedad:
—No le comprendo, monsieur Poirot. ¿Le enseñó usted a Carla mi versión de la tragedia?
Poirot movió afirmativamente la cabeza.
—¿Y sigue usted…? —empezó la institutriz.
Y se interrumpió.
Dijo Poirot:
—Reflexione un instante. Si pasara usted junto a una pescadería y viera doce peces alineados sobre la losa de mármol, creería que todos eran peces de verdad, ¿no es cierto? Pero uno de ellos podría ser un pez disecado. ¿No?
La señorita Williams replicó con animación:
—Es muy poco probable eso y, sea como fuere…
—Ah, poco probable, sí; pero no imposible. Porque una vez un amigo mío se llevó un pez disecado. Era su profesión, ¿comprende?, y lo comparó con uno de verdad. Y si viera usted un jarrón de zinnias en una sala en diciembre, diría usted que eran artificiales… pero podrían muy bien ser flores de verdad traídas en avión de Bagdad.
—¿Qué significan todas esas tonterías? —exigió la señorita Williams.
—He querido demostrarle a usted nada más que es con los ojos de la inteligencia con los que uno ve en realidad…
Poirot aflojó un poco el paso al acercarse al gran edificio de pisos que daba a Regent’s Park.
En realidad, pensándolo bien, no deseaba hacerle a Ángela Warren ninguna pregunta. La única que quería dirigirle podía esperar.
No; en realidad era su insaciable pasión por la simetría lo que le llevaba allí. Cinco personas… ¡tenía que haber cinco personas! Quedaba mejor así. Redondeaba las cosas.
Ah, bueno… ya pensaría en algo.
Ángela Warren le recibió con algo muy parecido a la avidez. Preguntó:
—¿Ha descubierto usted algo? ¿Ha hecho algún progreso?
Poirot movió afirmativa y lentamente la cabeza como un mandarín. Dijo:
—Por fin hago progresos.
—¿Felipe Blake?
Era medio pregunta, medio información.
—Mademoiselle, no deseo decir nada en este instante.
Aún no ha llegado el momento. Lo que le pediré a usted es que tenga la bondad de bajar a Handcross Manor. Los demás han expresado su conformidad en hacerlo.
Dijo ella, frunciendo levemente el entrecejo:
—¿Qué tiene usted la intención de hacer? ¿Reconstruir algo que sucedió hace dieciséis años?
—Verlo, tal vez, desde un punto más claro. ¿Irá?
Ángela Warren respondió lentamente:
—Oh, sí, iré. Resultará emocionante ver a toda esa gente otra vez. Les veré a ellos ahora tal vez desde un punto más claro, como lo espera usted, que entonces.
—¿Y llevará consigo la carta que me enseñó?
Ángela frunció el entrecejo.
—La carta es mía. Se la enseñé a usted con su cuenta y razón; pero no tengo la menor intención de permitir que la lean personas extrañas y poco comprensivas.
—Pero… ¿se dejaría guiar por mí en este asunto?
—No haré tal cosa. Llevaré la carta; pero usaré mi propio criterio, que me atrevo a creer vale tanto como el suyo por lo menos.
Poirot extendió las manos en gesto de resignación. Se puso en pie para marcharse. Dijo:
—¿Me permite que le haga una pequeña pregunta?
—¿Cuál es?
—Por la época de la tragedia acababa usted de leer, ¿no es cierto?, La luna y seis peniques, de Somerset Maugham.
Ángela se le quedó mirando. Luego contestó:
—Creo… pues sí, es completamente cierto. —Le miró con franca curiosidad—. ¿Cómo lo sabía usted?
—Quiero demostrarle, mademoiselle, que hasta en una cosa pequeña, sin importancia, tengo algo de brujo. Hay cosas que yo sé sin necesidad de que me las digan.