Querido monsieur Poirot:
Como le prometí, hago por escrito un relato de todo cuanto recuerdo acerca de los trágicos sucesos que se desarrollaron hace dieciséis años. Primeramente, quisiera decir que he reflexionado cuidadosamente sobre todo lo que usted me dijo durante nuestra reciente entrevista. Y, tras madura reflexión, me siento más convencido de lo que estaba antes: de que es altamente improbable que Carolina Crale envenenase a su esposo. Siempre me pareció incongruente; pero la ausencia de toda otra explicación y su propia actitud me indujeron a seguir sumisamente las opiniones de otras personas y a decir con ellas que, si ella no lo había hecho, ¿qué otra explicación podía haber?
Desde que hablé con usted, he meditado sobre la única otra solución propuesta por entonces y ofrecida por la defensa durante el juicio. Es a saber, que Amyas Crale se quitó él mismo la vida. Aun cuando por lo que de él sabía semejante solución me pareció fantástica por entonces, ahora creo conveniente modificar mi opinión. En primer lugar, y ello es muy significativo, Carolina lo creía así. Hemos de considerar ahora que dicha encantadora y dulce dama fue condenada injustamente; entonces su propia creencia, frecuentemente repetida, ha de tener cierto peso. Ella conocía a Amyas mejor que ninguna otra persona. Si ella creyó posible el suicidio, el suicidio pudo ser posible a pesar del escepticismo de sus amigos.
Aventuré, por consiguiente, la teoría de que existía en Amyas Crale un núcleo de conciencia, una corriente subterránea de remordimiento y hasta de desesperación por los excesos a los que su temperamento le había conducido, estado de ánimo del que sólo su esposa tenía conocimiento. Esta, según yo opino, no es una suposición imposible. Puede haber dado a conocer ese lado de su carácter solamente a ella. Aunque no está en consonancia con cosa alguna que le haya oído decir jamás, es, no obstante, cierto que en la mayoría de los hombres existe una característica insospechada e inconsciente que resulta con frecuencia una sorpresa para las personas que le han conocido íntimamente. Un hombre respetable y austero resulta haber tenido ocultas cualidades más ordinarias. Un vulgar sacacuartos aprecia, quizás en secreto, una delicada obra de arte. Se ha descubierto más de una vez que personas duras e implacables habían sido autoras de ocultas e insospechadas bondades. El carácter de hombres generosos y joviales ha resultado tener facetas miserables y crueles.
—Conque pudiera ser que en Amyas Crale existiese un germen de morbosa autoacusación y que cuanto más exhibiera su egoísmo y clamara tener derecho a hacer su antojo, más fuertemente trabajara ese lado oculto de su conciencia. Bien mirado, es improbable; sin embargo, creo ahora que debe haber sido así. Y vuelvo a repetirlo, la propia Carolina tenía esa opinión. Eso, digo, es muy significativo.
Y ahora examinemos los hechos o, mejor dicho, mis recuerdos de los hechos, a la luz de esta nueva creencia.
Creo que viene a cuento aquí dar razón de una conversación que sostuve con Carolina unas semanas antes de la tragedia. Fue durante la primera visita que hizo Elsa Greer a Alderbury.
Carolina, como le he dicho, estaba enterada del profundo afecto y amistad que yo le profesaba. Y era, por consiguiente, la persona en quien con más facilidad podía confiar. No tenía aspecto de ser muy feliz. No obstante, quedé sorprendido cuando me preguntó, cierto día, si yo creía que Amyas profesaba mucho afecto a la muchacha que había hecho ir a su casa.
—Le interesa pintarla. Ya sabes tú cómo es Amyas.
—No; está enamorado de ella.
—Bueno… un poco sí, quizá.
—Yo creo que mucho.
Dije yo:
—Es extraordinariamente atractiva, lo reconozco. Y ambos sabemos que Amyas es muy impresionable. Pero debes saber ya, querida, que Amyas sólo quiere a una persona, y esa persona eres tú. Tiene estos devaneos… pero no duran. Tú eres la única mujer para él y, aunque se porta mal, ello no afecta, en realidad, los sentimientos que tú le inspiras.
—Eso era lo que yo acostumbraba a creer.
—Créeme, Caro —le dije—, es así.
Dijo ella:
—Pero esta vez, Merry, tengo miedo. Esa muchacha es tan… tan terriblemente sincera. Es tan joven… y tan vehemente. Tengo el presentimiento de que esa vez… va en serio.
—El mero hecho de que es tan joven, como tú dices y tan sincera, la protegerá. Hablando en general, Amyas considera a todas las mujeres caza lícita; pero en el caso de una muchacha como esta, será distinto.
—Sí —respondió ella—, eso es lo que temo… será distinto.
Y prosiguió:
—Tengo treinta y cuatro años, ¿sabes, Merry? Y llevamos casados diez años. En cuanto a belleza, esa Elsa me da ciento y raya y bien lo sé.
Repuse yo:
—Pero sabes, Carolina… tú sabes… que Amyas te quiere de verdad.
Ella contestó a eso:
—¿Sabe una acaso nunca a qué atenerse con los hombres, Merry?
Y luego rio con cierta tristeza y dijo:
—Soy una mujer muy primitiva, Merry. Me gustaría cargar contra esa muchacha con un hacha en la mano.
Le dije que probablemente la muchacha no se daba la menor cuenta de lo que estaba haciendo. Admiraba profundamente a Amyas y probablemente le tributaría una admiración parecida a la que se tributa a un héroe; pero no se daría cuenta, con toda seguridad, de que Amyas se estaba enamorando de ella.
Carolina se limitó a decirme:
—¡Querido Merry!
Y empezó a hablar del jardín. Confié que no se preocuparía más del asunto.
Poco después Elsa regresó a Londres. Amyas estuvo ausente también varias semanas. Yo había olvidado, de verdad, todo el asunto. Y luego oí que Elsa se hallaba de nuevo en Alderbury para que Amyas pudiera terminar el cuadro.
Me turbó un poco la noticia. Pero Carolina, cuando la vi, no se mostró de humor muy comunicativo. Parecía la misma de antaño, sin preocupación de ninguna clase. Imaginé que todo iba bien.
Por eso me impresionó tanto saber a qué extremo habían llegado las cosas.
Le he contado mi conversación con Crale y con Elsa. No tuve oportunidad de hablar con Carolina. Sólo pudimos decirnos esas cuantas palabras de las que ya le he hablado.
Me parece ver su rostro ahora, los ojos oscuros muy abiertos y la emoción contenida. Aún me parece escuchar su voz al decir:
—Todo ha terminado…
No puedo describirle a usted la infinita desolación expresada por estas palabras. Eran una declaración literal de la verdad. Con la defección de Amyas todo había terminado para ella. Esa, estoy convencido, fue la razón de que se apoderase de la conicina. Era una salida, una solución. Una solución que mi estúpida conferencia sobre la droga le había sugerido. Y el extracto que leí del Fedón da una descripción muy benévola de la muerte.
He aquí mi opinión actual. Se llevó la conicina, resuelta a quitarse la vida cuando Amyas la abandonara. Él puede haberla visto, cogerla… o puede haberlo descubierto más tarde.
El descubrimiento le afectó con fuerza terrible. Le horrorizó lo que sus actos le habían impulsado a meditar, Pero pese al horror y remordimiento que experimentaba, siguió sintiéndose incapaz de renunciar a Elsa. Eso lo comprendo. Cualquiera que se hubiese enamorado de ella hubiera hallado casi imposible arrancarse de su lado.
Él no puede imaginarse la vida sin Elsa. Se daba cuenta de que Carolina no podía vivir sin él. Decidió que no había más que una solución: usar la conicina él… suicidarse.
Y la forma en que lo hizo pudiera ser característica del hombre en mi opinión. La pintura era la cosa que más quería en esta vida. Decidió morir con el pincel en la mano. Y la última cosa que verían sus ojos sería el rostro de la mujer a quien tan desesperadamente amaba. Puede haber creído también que su muerte sería lo mejor para ella…
Reconozco que esta teoría deja ciertos hechos curiosos sin explicar. Por qué, por ejemplo, se encontraron las huellas de Carolina tan sólo en la botella de conicina. Sugiero que, después de haberla tocado Amyas, se borraron o quedaron borrosas todas las huellas por su roce con la ropa que había encima del frasco y que, después de su muerte, Carolina la examinó para ver si alguien la había tocado. ¿Acaso no es eso posible y plausible? En cuanto a las pruebas de las huellas halladas en la botella de cerveza, los testigos de descargo opinaban que la mano de un hombre podía agarrotarse después de haber ingerido el veneno, de forma que agarraría la botella de una manera anormal.
Queda otra cosa por explicar, la actitud de Carolina durante todo el juicio. Pero creo haber comprendido ahora la causa de eso. Fue ella quien se llevó el veneno de mi laboratorio. Fue la determinación de ella de suicidarse lo que había impulsado a su esposo a suicidarse en su lugar. Creo yo que no es irrazonable suponer que, en un exceso morboso de responsabilidad, se considerara ella responsable de su muerte… que se persuadiera a sí misma que era reo de asesinato, aunque no de la clase de asesinato que se le achacaba.
Yo creo que todo pudo ser así. Y si tal es el caso, opino que no le será a usted difícil convencer a la pequeña Carla de que así sucedió. Y puede casarse con su prometido y quedar satisfecha de que la única cosa de que era culpable su madre fue de impulso, nada más que un impulso, a quitarse ella la vida.
Nada de esto es, ¡ay de mí!, lo que usted me pidió, que fue un relato de los acontecimientos tal como yo los recordaba. Permítame ahora que subsane esa omisión. Ya le he contado detalladamente lo que ocurrió el día anterior al de la muerte de Amyas. Ahora llegamos al día en sí.
Yo había dormido muy mal, preocupado por el desastroso giro que tomaban los acontecimientos para mis amigos. Después de un largo rato durante el cual intenté en vano pensar en algo útil que pudiera yo hacer para conjurar la catástrofe, me sumí en un profundo sueño a eso de las seis de la mañana. La llegada del té a primera hora no me despertó y abrí finalmente los ojos a eso de las nueve y media, sin haber descansado y con mucha pesadez en la cabeza. Fue poco después de eso cuando creí oír movimiento en el cuarto debajo del mío, que era el que yo usaba como laboratorio.
He de advertir aquí que, con toda seguridad, el ruido lo haría un gato al introducirse en la habitación. Encontré la ventana alzada un poco como se había dejado, por descuido, el día anterior. El espacio era justamente lo bastante grande para dar paso a un gato. Sólo menciono el ruido para explicar por qué entré en el laboratorio.
Entré allí en cuanto me hube vestido, y mirando los estantes, observé que el frasco que contenía el preparado de conicina no estaba del todo en línea con los demás. Habiendo sido llamada mi atención hacia él de esta manera, me sobresalté al comprobar que una gran parte de su contenido faltaba. El frasco había estado casi lleno el día anterior… ahora estaba casi vacío.
Cerré la ventana y salí, echando la llave a la puerta. Estaba disgustado y aturdido al propio tiempo. Me temo que, cuando me sobresalto, mi cerebro funciona con lentitud.
Primero me turbé, luego me sentí aprensivo y, por último, me alarmé. Interrogué a la servidumbre y me negaron todos haber entrado en el laboratorio. Reflexioné un rato más y luego decidí telefonear a mi hermano y pedirle consejo.
Felipe fue más perspicaz que yo. Comprendió la gravedad del descubrimiento y me instó a que fuera a verle inmediatamente para discutir el caso.
Salí, encontrándome con la señorita Williams que había cruzado del otro lado en busca de su discípula. Le aseguré que no había visto a Ángela y que no había estado la muchacha en mi casa.
Creo que la señorita Williams se dio cuenta de que había sucedido algo anormal. Me miró con cierta extrañeza. Yo no tenía la menor intención de contarle lo ocurrido. Sin embargo, le sugerí que mirara en el huerto de atrás —allí había un manzano favorito de Ángela— y bajé apresuradamente a la playa y crucé al lado de Alderbury. Mi hermano estaba allí aguardándome.
Subimos a la casa juntos por el camino que usted y yo seguimos el otro día. Habiendo visto la topografía, comprenderá que al pasar al pie del muro de la Batería teníamos que oír cualquier cosa que se estuviera diciendo dentro.
Aparte de que Amyas y Carolina estaban en desacuerdo acerca de algo, no presté mucha atención a lo que se hablaba.
Desde luego, no le oí pronunciar a Carolina amenaza de ninguna clase. El tema de discusión era Ángela, y supongo que Carolina le estaba suplicando que no insistiera en que la muchacha marchara inmediatamente al colegio. Amyas, sin embargo, se mostró inflexible, gritando, irritado, que todo estaba decidido y que él se encargaría de que hicieran el equipaje.
La puerta del jardín se abrió en el preciso momento en que llegábamos nosotros a ella y salió Carolina. Parecía turbada…, pero no con exceso. Me sonrió algo distraída y dijo que habían estado discutiendo la cuestión de Ángela. Elsa apareció en el camino, bajando de la casa y, como era evidente que Amyas quería continuar pintando sin que le interrumpiéramos, seguimos nuestro camino.
Felipe se reprochó duramente después el que no hubiésemos hecho algo inmediatamente. Pero yo no lo veo así. No teníamos el menor derecho a suponer que se meditaba cometer un asesinato (es más, ahora creo que no se meditaba tal cosa). No cabía la menor duda de que tendríamos que trazar algún plan de acción; pero sigo sosteniendo que hicimos bien en querer discutir el asunto cuidadosamente primero. Era necesario descubrir cuál era nuestro mejor plan y qué era lo que teníamos la obligación de hacer, y más de una vez me pregunté si no habría cometido yo, después de todo, un error.
¿Había estado lleno el frasco el día anterior, como yo creía? Yo no soy una de esas personas (como mi hermano Felipe) que está siempre seguro de todo. La memoria le hace traición a uno a veces. Con cuánta frecuencia, por ejemplo, cree uno haber dejado una cosa en cierto sitio y luego descubre que la ha dejado en un sitio completamente distinto. Cuanto más intenté recordar el estado de la botella la tarde anterior, tanto más inseguro y dudoso quedé. Eso le molestó mucho a Felipe, que empezó a perder la paciencia conmigo.
No pudimos continuar nuestra discusión por entonces y acordarnos, tácitamente, aplazarla hasta después de comer. (He de advertir que siempre tuve libertad para presentarme a comer en Alderbury cuando me viniese en gana).
Más tarde, Ángela y Carolina nos sirvieron cerveza. Le pregunté a Ángela qué travesura había estado meditando al hacer novillos y le advertí que la señorita Williams la andaba buscando de muy mal humor. Ella me respondió que se había estado bañando, y agregó que no veía ella por qué había de zurcirse la falda vieja cuando iban a comprarle ropa nueva para el colegio.
Como quiera que no parecía haber oportunidad ya de hablar más rato con Felipe a solas y puesto que tenía vivos deseos de reflexionar por mi cuenta sobre el asunto, me fui por el camino en dirección a la Batería. Por encima del jardín, donde le enseñé, hay un claro entre los árboles donde solía haber un banco viejo. Me senté en él, fumando y pensando, y mirando a Elsa sentada en las almenas.
Siempre la recordaré como la vi aquel día. Rígida en su postura, con su camisa amarilla y pantalón azul oscuro, y un jersey encarnado echado sobre los hombros para protegerlos contra la brisa.
El rostro estaba radiante de vida y salud. La alegre voz recitaba planes para el porvenir.
Esto suena como si estuviese escuchando su conversación, oculto a sus miradas. Pero no es así. Elsa me veía perfectamente. Tanto ella como Amyas sabían que estaba yo allí. Agitó ella el brazo, saludándome, y gritó que Amyas estaba hecho un verdadero oso aquella mañana… no quería dejarla descansar. Estaba entumecida y le dolía todo el cuerpo.
Amyas gruñó que más entumecido estaba él. Se sentía rígido de pies a cabeza… reuma muscular.
Elsa respondió burlona.
—¡Pobre viejo!
Y agregó que iba a cargarse con un inválido cuyas articulaciones rechinarían al menor movimiento.
Me escandalizó, ¿sabe?, que hablaran con tanta despreocupación del porvenir que les aguardaba juntos, cuando tanto sufrimiento estaban causando. Y sin embargo, no puedo tenerlo en cuenta contra ella. Era tan joven, tenía tanta confianza, estaba tan enamorada… Y no sabía, en realidad, lo que hacía. No comprendía el sufrimiento. Daba por sentado, con ingenuidad infantil, que Carolina estaría bien, que «pronto se le pasaría». No veía nada más que a sí misma y Amyas, felices juntos. Me había dicho ya que mi punto de vista era anticuado. No tenía dudas, ni remordimientos… ni piedad tampoco. Pero ¿puede uno esperar piedad en la radiante juventud? Esa emoción es más bien característica de la edad madura, hija de la experiencia.
No hablaron mucho, claro está. A ningún pintor le gusta estar charlando cuando pinta. Cada diez minutos o así, quizás, Elsa hacía un comentario y Amyas gruñía una contestación.
Una vez dijo ella:
—Creo que tienes razón en lo que dices de España. Ese será el primer sitio al que vayamos. Y has de llevarme a ver una corrida de toros. Debe ser maravilloso. Sólo que me gustaría que el toro matara al hombre… y no lo contrario. Comprendo los sentimientos de las mujeres romanas al ver morir a un hombre. Los hombres no son gran cosa; pero los animales son algo magnífico.
Supongo que ella misma se parecía bastante a un animal: joven, primitiva, sin haber alcanzado aún nada de la triste experiencia del hombre ni de su dudosa sabiduría. No creo que Elsa hubiera empezado aún a pensar… ella sólo sentía. Pero rebosaba vida, más vida que ninguna otra persona que haya conocido yo jamás.
Aquella fue la última vez que la vi radiante y segura de sí, con el mundo a sus pies. Extravagantemente animada, como sucede con frecuencia a aquellos sobre los que una muerte violenta empieza a proyectar su sombra.
Sonó la campana llamándonos a comer y yo me puse en pie, bajé al camino y entré por la puerta del jardín de la Batería. Elsa se reunió conmigo. La claridad era deslumbradora allí, tras salir de la sombra de los umbríos árboles. Apenas me era posible ver. Amyas estaba echado hacia atrás en el banco, con los brazos extendidos. Estaba contemplando el cuadro. ¡Le he visto con tanta frecuencia así! ¿Cómo iba a saber yo que el veneno llevaba a cabo su obra ya, entumeciéndole los miembros mientras estaba sentado?
Odiaba tanto la enfermedad, tal era el resentimiento que en él despertaba, que jamás quería reconocer hallarse enfermo. Seguramente creería haber cogido un poco de insolación —los síntomas son los mismos—; pero a él no se le ocurriría quejarse.
Amyas dijo:
—No quiero ir a comer.
Yo pensé que hacía muy bien. Dije:
—Hasta luego, pues.
Fil apartó la mirada del cuadro hasta posarla en mí. Había una extraña… ¿cómo la describiré?; parecía malevolencia. Una especie de mirada malévola.
Como es natural, no la comprendí entonces. Si el trabajo no le salía a medida de sus deseos, solía poner cara verdaderamente asesina. Creí que sería eso. Emitió una especie de gruñido.
Ni Elsa ni yo vimos nada anormal en él… nada más que el temperamento artístico.
Conque le dejamos allí, y ella y yo subimos a la casa riendo y charlando. Si ella hubiera sabido, pobre niña, que jamás volvería a verle con vida… Bueno, a Dios sean dadas las gracias de que no lo supiera. Pudo ser feliz un rato más.
Carolina estuvo completamente normal durante la comida, un poco preocupada… nada más. ¿Y no demuestra eso que ella nada tuvo que ver con el asunto? No hubiera podido ser tan buena actriz.
Ella y la institutriz bajaron después y le encontraron. Yo me encontré con la señorita Williams cuando subía. Me pidió que telefonease al médico y volvió al lado de Carolina.
¡La pobre criatura…! Me refiero a Elsa. Daba rienda suelta a su dolor de esa manera frenética, desenfrenada, característica de los niños. No pueden creer que la vida sea capaz de hacerles esas cosas. Carolina estaba completamente serena. Sí; completamente serena. Sabía, claro está, dominarse mejor que Elsa. No parecía tener remordimientos… entonces. Se limitó a decir que debía haberse quitado la vida él mismo. Y no podíamos creer eso. Elsa estalló y la acusó en su propia cara.
Claro está que tal vez se habría dado cuenta ya de que se sospecharía de ella. Sí; eso explica probablemente su actitud.
Felipe estaba completamente convencido de que ella le había matado.
La institutriz fue una gran ayuda y se mostró digna de la confianza que en ella se tenía. Obligó a Elsa a echarse y le dio un sedante. Y mantuvo alejada a Ángela cuando se presentó la policía. Sí; fue un verdadero puntal para todos en el momento crítico esa mujer.
Se convirtió todo en una especie de pesadilla. La policía registró la casa… haciendo preguntas… tomando fotografías… pidiendo entrevistas con miembros de la familia…
Una verdadera pesadilla.
Sigue siendo una pesadilla al cabo de tantos años. Quiera Dios que, una vez haya convencido a la pequeña Carla de lo que realmente ocurrió, podamos olvidarlo todo y no volver a recordarlo jamás.
Amyas tiene que haberse suicidado… por muy poco probable que parezca.
Fin de la narración de Meredith Blake