Postdata
—Soy un idiota, Oscar.
Los relojes del club Albemarle habían dado ya las once. Mi amigo y yo estábamos sentados el uno frente al otro a ambos lados de la chimenea del salón de fumar. Ardía un fuego bajo. El chisporroteo y el olor a leña ardiendo resultaba reconfortante. También lo era el frío del champán. Era domingo por la noche y el club estaba casi vacío. Hubbard nos había servido tan obsequiosamente como siempre y —respondiendo a la señal de Oscar (y a medio soberano)— se había retirado, cerrando tras de sí las puertas del salón de fumar.
—Ella no me amaba, Oscar.
—No, no te amaba, Robert.
—Aun así, hoy, hoy mismo, esta misma tarde… en su habitación de Bedford Square, yo yacía entre sus brazos. Era un cuento de hadas.
—Cierto.
—¡Un cuento de hadas hecho realidad! Era real. Ha ocurrido. ¡Era… exquisita haciendo el amor, Oscar!
—No me cabe duda. El hecho de que un poeta sea un envenenador en nada afecta a sus versos.
—Pero no me amaba… ahora lo veo. Me ha estado utilizando. Durante estos últimos cinco meses me ha estado utilizando…
Oscar se recostó contra el respaldo del sillón, examinando el penacho de humo violáceo que ascendía en el aire desde su cigarrillo turco.
—Sí —dijo, sonriéndome cariñosamente con los ojos entreabiertos—. ¡Pobre Robert!
—Pero, hoy, esta tarde, cuando yacíamos juntos, ¿acaso no era distinto? ¿Estaba usándome también?
—En Inglaterra —dijo Oscar, reflexivamente—, una mujer encinta no puede ser enviada a la horca…
—No estarás —exclamé—, no estarás pensando que…
—Aunque dudo mucho que la cuelguen —prosiguió sin prestarme atención—. A fin de cuentas, es una mujer, una pobre desgraciada caída en desgracia por la traición y la depravación del hombre al que creía amar. Mató al catamita de su prometido y acabará entre rejas en Old Bailey, no creo que eso sea considerado un delito capital. ¡Habrá quien diga que le ha hecho un favor al Estado!
—Al menos a mí sí me lo ha hecho —dije, inclinándome fervientemente hacia él—. He aprendido la lección. No volveré a amar así jamás.
—Oh, Robert —exclamó—, ¡debes hacerlo y lo harás! ¡Mantén vivo el amor en tu corazón… siempre! Una vida sin amor es como un jardín sin sol cuando las flores han muerto. La conciencia de amar y de ser amados aporta a la vida una calidez y una riqueza que nada más puede aportar. Un hombre debería estar siempre enamorado, Robert. Siempre.
—Pero es que ahora veo lo que ha ocurrido esta tarde. Lo que yo creía que era amor no lo era…
—Sí —dijo—. Es importante aprender a distinguir entre el acto del amor y los pecados de la carne. El amor lo es todo y los pecados de la carne no son nada… Mi amigo John Gray parece ser todo un experto cuando se trata de hacer esa distinción. Quizá deberías seguir su consejo. Vacié mi copa.
—Ni me menciones a John Gray —exclamé—. No termino de entenderle. Cómo pudieron Fraser y él… No puedo expresarlo.
Oscar tiró el cigarrillo a la chimenea e inmediatamente encendió otro.
—En lo que respecta a John Gray y a Fraser, Robert, creo que soy yo la parte culpable de lo ocurrido entre ambos.
—¿Qué quieres decir con «la parte culpable»?
—Tenía que demostrarme a mí mismo que Fraser era un amante de hombres. Y quería que tú fueras mi testigo. Esta mañana, como bien recordarás, he ido a misa a la iglesia de San Patricio de Soho Square. Debo confesar que no fui sólo buscando solaz para el alma. Fui porque sabía que encontraría allí a John Gray… y así fue. Y le pregunté a John Gray si aceptaría mi proposición… y sabía perfectamente que lo haría.
—¿Tu proposición?
—Pedí a John Gray que sedujera a Aidan Fraser.
—¿Qué? —Negué con la cabeza, incrédulo.
Oscar esbozó su semisonrisa burlona.
—Supuse que sería cosa fácil —prosiguió—, y no me equivoqué. Esta mañana, al despertar, Aidan Fraser era presa de una sensación de libertad que no tenía desde hacía meses. Bellotti estaba muerto, O’Donnell estaba muerto; el caso estaba cerrado. Por fin podía seguir adelante con su vida. Era, por tanto, un día de celebración… y la víspera del día de san Aidan. Cuando me encontré en misa con John Gray, le pedí que enviara aviso inmediato a Fraser, invitándole a reunirse con él en Cowley Street a las dos de esta misma tarde. Le pedí también que llevara velas e incienso a la cita con la esperanza de que Fraser se viera tentado a recrear con John Gray el sacramento del que tanto había disfrutado con Billy Wood…
—¿E hizo lo que le pediste? Accedió a tu «proposición». ¿Por qué?
—¡Porque me adora!
—¿Que te adora? —repetí, incrédulo.
—Ya sé que es extraño, Robert. ¡Pero es cierto! —Se rió y se inclinó hacia delante en el sillón. Sacó entonces del bolsillo de la chaqueta una carta y me la pasó—. Lee —dijo—. ¡Lee, Robert! Es de John Gray, y está dirigida a mí. Me la dio el día de Año Nuevo en Tite Street. La tinta es violeta y el papel de color crema, pero no hay ni sombra de vulgaridad en los sentimientos. ¡Lee!
Leí.
«Desde el momento en que le conocí, su personalidad tuvo sobre mí una influencia absolutamente extraordinaria. Me vi dominado —el alma, la mente y la voluntad— por usted. Le adoraba. Sentía celos de todas las personas con las que le veía hablar. Quería tenerle todo para mí. Sólo era feliz cuando estaba con usted».
Había mucho —¡mucho más!— en el mismo tono. Le devolví la carta a mi amigo, que dobló el papel con sumo cuidado y lo besó con suavidad antes de metérselo de nuevo en el bolsillo.
—Bella redacción, ¿no te parece? Con el permiso de John, propongo incluirla, palabra por palabra, en la historia que estoy escribiendo para el amigo Stoddart. Mi héroe, Dorian Gray, «nació para ser adorado». Según John Gray, ¡yo también!
—Es un jovencito muy peculiar —mascullé, tomando un buen sorbo de champán.
—Es apuesto e idólatra, Robert. ¡Me buscó para adorarme! Y, en cuanto dio conmigo, ya no me dejó escapar. ¿Recuerdas mis treinta y siete visitas a las morgues y a los depósitos de cadáveres de la metrópolis? No fueron las expediciones solitarias que te hice creer, Robert. John Gray fue mi constante compañero. Y, bendito sea el muchacho, mientras viajaba por ahí conmigo y supo de mi determinación por lograr que se hiciera justicia a Billy Wood, se empeñó en demostrar su propia y apasionada devoción por mi causa resolviendo él mismo el crimen… ¡sin la ayuda de nadie! Quería que fuera ése mi regalo, una ofrenda que depositar en mi altar.
—Pero ¿será posible?
—Oh, sí, Robert, en los marchitos y amarillentos días de mi decrepitud podré decir: «¡Hubo un tiempo en que también a mí me adoraron!». Cuando viste a John Gray en la estación de tren de Ashford, oculto en el vagón siguiente al nuestro, viajaba a Broadstairs para interrogar a Susannah Wood. John llevaba su propia investigación independiente. Ni que decir tiene que nos anticipamos a él. Encontramos primero a Susannah Wood. La misión secreta de John Gray quedó en nada. Nos vio en el andén con la señora Wood y no se atrevió a bajar del tren por miedo a desvelar el secreto. Pobre chico, no le quedó más remedio que quedarse donde estaba y seguir viaje hasta Folkestone. ¡Y todo para nada!
—Y hoy estaba dispuesto a cometer el acto ignominioso con Fraser… ¿y todo por ti?
—En efecto, aunque me confesó que, en cualquier caso, se sentía extrañamente atraído por Fraser. Compartían una mutua debilidad por las velas y por el incienso… por la transubstantación y por Roma. Eran, como lo habría expresado sin duda Bellotti, «uña y carne».
—¿«Uña y carne»?
—De hecho, y dada la humilde cuna de John Gray, creo que la expresión correcta sería «uña y callo». Lo que quiero decir, Robert, es que eran «compatibles». ¡John Gray estaba más que dispuesto a hacer las veces del jovencito Beatrice para el Dante de Fraser!
—Sí, Oscar —dije, volviendo a llenarle la copa y haciendo lo propio con la mía—. Entiendo lo que quieres decir.
—Me alegra conocer a John Gray, y no lamento haber conocido a Aidan Fraser. Debes saber que fuiste tú, Robert, quien me llevó a comprender a Fraser y también el caso…
—¿Yo?
—Sí, tú, Robert Sherard, mi amigo…, cuando me dijiste que tu propósito de Año Nuevo era seguir el dictado de tu corazón, allí donde te llevara. Eso fue lo que hizo Fraser, literalmente. En esta vida no hay nada serio salvo la pasión, y Aidan Fraser era apasionado en el amor que le profesaba a Billy Wood. He aprendido muchas lecciones en estos últimos cinco meses. No, Robert, no lamento haber tropezado con este caso…
—Oscar —dije, volviendo a recostarme contra el respaldo del sillón, bebiendo lentamente el champán de mi copa y considerando si me atrevía por fin a hacer la pregunta que durante tanto tiempo había deseado hacer—, todavía no me has dicho por qué visitaste el veintitrés de Cowley Street esa tarde de finales de agosto.
Se le arrugó la frente.
—Pero si te lo he dicho varias veces, Robert. Tenía una cita con una alumna. Una estudiante mía, una joven dama…
—¿Una joven dama?
—Una joven dama. De hecho, mi ahijada.
—¿Tu ahijada? ¡No sabía que tuvieras una ahijada! ¿Es eso cierto, Oscar, o es esa ahijada otro producto de tu extraordinaria imaginación, como tantas de tus tías?
—Mi ahijada es real, Robert, y una joven muy especial… y muy querida. Es un dorado rayo de sol, llena de vida, de energía y de calor. Y es tan talentosa como encantadora. Sólo tiene quince años, pero es ya una actriz consumada.
—¿Y por qué jamás me has presentado a semejante dechado de encantos?
—Porque la pobrecilla ha vivido oculta. Es francesa…
—¿Francesa?
—Sí, Robert, une jeune française très belle. Vino a Inglaterra huyendo de su padre, pero él la siguió. Yo le di refugio lo mejor que pude. Le encontré una habitación en Soho Square. Le di dinero. Le di lecciones. He estado enseñándole inglés… ¡y teatro! Tiene un talento natural. A veces les daba clase a Billy Wood y a ella juntos. Eran de la misma edad. Ella podía ser la Julieta de su Romeo. Verlos juntos resultaba extraordinariamente conmovedor.
—¿Le enseñabas obras de Shakespeare… en Cowley Street?
—También daba allí clases a Billy Wood. Les enseñaba juntos. Billy Wood tenía planeado venir a Cowley Street el treinta y uno de agosto para una de nuestras clases; a menudo nos encontrábamos en Cowley Street el martes por la tarde. Sin embargo, unos días antes, vi a Billy y le dije que tenía que posponer nuestra cita al día treinta y uno. No le dije por qué. Simplemente me limité a decirle que esa tarde tenía «otro compromiso». La verdad es que tenía que ver a mi ahijada a solas. Necesitaba preparar una prueba especial y yo quería dedicarle toda mi atención. No mencioné a Billy la prueba de mi ahijada porque temí que tuviera envidia. Fue un error. De hecho, resultó ser un error fatal. Al cancelar mi clase con él diciéndole simplemente que tenía otro compromiso, Billy dio por hecho, y con razón, que el treinta y uno de agosto yo estaría en otra parte… y consecuentemente calculó que el veintitrés de Cowley Street estaría libre esa tarde y por lo tanto, inesperadamente, disponible para otros propósitos, diferentes deleites… No sé, cómo podía yo saberlo, pero todo me hace suponer que fue Billy quien propuso a su «tío» que se encontraran esa tarde en Cowley Street. Naturalmente, Billy tenía su propia llave.
—¿Y Fraser tenía también llave?
—Así es. Y, por lo general, también yo tenía llave. Pero el treinta y uno de agosto se la había dejado a mi ahijada. Por eso tuve que llamar a la puerta para poder entrar a la casa.
—Le dabas clase a tu ahijada en Cowley Street. Le encontraste una habitación en Soho Square. Le dabas dinero y, aun así, ¿no te la llevaste a Tite Street? —pregunté—. ¿No le ofreciste refugio allí?
—No, Robert —respondió severamente—, y por una sencilla razón. Me pareció que era pedir demasiado de Constance.
—Ah —dije—. ¿Y por qué?
—Porque la historia de la familia de mi ahijada no es del todo respetable. Mi ahijada es fruto de lo que tú darías en llamar «una hija del placer».
—Disculpa, Oscar, pero no te sigo.
—Mi ahijada es hija de Marie Aguétant.
—Pero eso es maravilloso —jadeé—. ¿No serás tú el padre, Oscar?
—¡Ojalá lo fuera, Robert! Pero no, no lo soy. El padre de la pequeña es un bruto llamado Bertrand Ramier. Fue soldado en su día, un hombre de acción y también hombre de valor, a decir de todos, pero cuando dejó el ejército se refugió en la bebida primero y luego en el crimen. Hace unos veinte años, con sus ganancias dichas, compró parte del Edén Music Hall, y fue allí donde conoció a Marie Aguétant. Se hicieron amantes. Tuvieron una hija. Y entonces, un día, en un arrebato étnico, Ramier mató a su amante. Otro hombre fue acusado del asesinato y ejecutado por el crimen. Pero fue Ramier quien mató a Marie Aguétant. Lo sé. Odile lo vio todo.
—¿Odile?
—Es el nombre de mi ahijada… o lo era hasta que vino a Inglaterra. Ahora se llama Isola. Ha sido bautizada de nuevo con el nombre de mi hermana.
—¿Y su padre?
—Es el hombre al que viste seguirnos por Albemarle Street, el hombre que me atacó esa noche en Soho Square y la razón por la que ella se ha estado ocultando… y moviéndose por Londres, de un alojamiento al siguiente, en la clandestinidad de la oscuridad u oculta tras una máscara.
—¿Tras una máscara? —repetí.
—Sí, una grotesca máscara de carnaval. ¿Acaso no llegaste a verla cuando nos vigilabas, Robert? —Bajé la mirada al fondo de mi copa—. Oh, Robert. ¿Confundiste acaso la máscara por su rostro? ¡No es posible! ¡Sabes muy bien hasta qué punto aborrezco la fealdad!
Me sonrojé y él me leyó el pensamiento.
—No eres ningún estúpido, Robert. Eres mi amigo, el mejor que cualquier hombre podría pedir. No sabes cuánto me alegra haber convencido a Hubbard para que esta noche nos sirviera dos botellas de champán. Tenemos mucho que celebrar.
—¿Ah, sí? —pregunté mientras él llenaba mi copa, derramando un poco de champán sobre mi rodilla.
—¡Ya lo creo, Robert! «El caso está cerrado», y nosotros estamos vivos, estamos bien y somos hermosos, a nuestro modo… y somos amigos, ¡y somos libres!
—¿E Isola?
—¿Mi hermanita? Es libre y está en compañía de los ángeles. Estoy seguro de que es una de ellos.
—Me refiero a tu ahijada…
—Ah, sí, Isola O’Flahertie… Ése es su nombre artístico. Sorprendente, ¿no? Me alegra decir que también ella es libre. Su padre ha sido deportado a Francia, por cortesía del Inspector Gilmour de Scotland Yard. Estos pelirrojos cuarentones son gente de palabra, Robert. Archy Gilmour es un buen hombre. Le prometí que le entregaría a Aidan Fraser y a la señorita Sutherland y a cambio él me prometió que entregaría a Bertrand Ramier a la préfecture de París. Ambos hemos cumplido con nuestra palabra. A Billy Wood se le ha hecho justicia y mi ahijada es por fin libre y está a salvo.
—¿La conoceré?
—Sí, Robert, y muy pronto. Espero que vengas a la noche de su estreno.
—¿La noche de su estreno?
—¿No te lo había dicho? Se la presenté al señor Irving del Lyceum. Creo que nos viste cuando íbamos hacia allí, ¿no? Está produciendo una obra nueva basada en La novia de Lammermoor… Estoy seguro de habértelo dicho. Irving necesitaba una joven hermosa y con talento para el papel, y le propuse a Isola. Pues bien, hizo la prueba e Irving quedó encantado. Piénsalo, Robert: ¡mi ahijada va a ser la actriz principal de Henry Irving!
—¡Felicidades! —exclamé.
—Quiero que vengas al estreno. ¡Tengo entradas!
—Será un placer, Oscar.
—El estreno será dentro de dos semanas; el lunes catorce de febrero, día de san Valentín.
—Allí estaré —dije, levantando mi copa hacia él—. Allí estaré, Oscar. Será un honor, mi querido y buen amigo.
—¡Y lleva a Kaitlyn contigo! —me exhortó, haciendo entrechocar su copa contra la mía—. Me habías dicho que había vuelto a Londres, ¿verdad? Lleva a Kaitlyn. Llévala, Robert. ¡Un hombre debería estar siempre enamorado!