25.

«Días festivos y tentaciones»

—Días festivos… y tentaciones. ¿Lo ves ahora, Robert?

—Mucho me temo que no, Oscar. Estoy perdido por completo. Sé que a veces debo de parecerte intolerablemente obtuso, pero debo confesar que me siento del todo confundido ante lo que acabo de presenciar… Confundido y horrorizado.

Me sonrió y abrió la puerta del coche.

—Tu inocencia dice mucho a tu favor, Robert. —Le gritó entonces al cochero—: A la estación de Charing Cross, por favor, cochero, y después a Bedford Square. ¿Qué hora es?

—Menos veinte, señor.

—¡Bien! ¡Bien! —Subió al coche después de mí y se acomodó en su asiento con una expresión entre satisfecha y excitada en su gran rostro carnoso. Me dio una palmada en la rodilla—. Relájate, Robert. Ya casi hemos terminado.

—Estoy desconcertado, Oscar. Desconcertado y horrorizado. ¿Qué va a decir Veronica de todo esto?

—No debes decírselo —respondió bruscamente—. Aún no.

Bajé la voz. Tenía la sensación de que lo que acabábamos de presenciar en esa habitación del primer piso de Cowley Street era vergonzoso y corrupto, y que al ser testigos de ello de algún modo éramos partícipes de esa vergüenza y cómplices de su corrupción.

—John Gray y Aidan Fraser son amantes… —susurré.

—O quizá lo hayan sido —dijo—. Mucho me temo que hemos interrumpido su primera cita.

—¿Qué significa eso?

—¿A qué te refieres?

—A John Gray desnudo en el suelo, las velas, el incienso…

—Significa… —Oscar miraba por la ventanilla del coche a la otra orilla del Támesis—. Significa… para algunos, que el amor es un sacramento, supongo. —Lo dijo sin darle demasiada importancia, casi como si se tratara de una idea que acababa de pasársele por la cabeza.

—¿Un sacramento? —le espeté—. Y la navaja que Fraser tenía en la mano, ¿qué parte tiene en ese sacramento?

—No lo sé. Supongo que un riesgo, eso es todo. Nuestros amigos estaban representando un drama fruto de su propia imaginación: quizás el cuento del sacerdote y su acólito. El sacerdote prepara a su acólito afeitándole el cuerpo antes de ungirlo con el aceite sagrado. La navaja se emplea en el acto de la purificación, la purificación es el preludio de la consumación…

—¡Menuda barbarie!

—¿Barbarie, dices? En absoluto. Es muy inglés, Robert, ¿o quizá debería decir «británico»? Probablemente jugaran a algo parecido en Fettes cuando Fraser no era más que un chiquillo.

—¿Cómo puedes tomártelo tan a la ligera, Oscar? Es grotesco.

—No es más que un inocente ritual, Robert. Sólo eso. A los ingleses les encantan los rituales. ¿Has visto alguna vez un partido de criquet? ¿Y una cacería? Los ingleses son incapaces de cazar como lo hacen otras naciones: para llevar comida a la mesa. ¡No! Los ingleses salen a cazar rodeados de sabuesos, con sus chaquetas escarlatas, haciendo sonar sus cornetas y persiguiendo a un zorro indefenso. Y, cuando por fin han arrinconado a su presa, y después de sacrificarla a sus peculiares dioses, esparcen la sangre de la pobre criatura a cuya vida han puesto fin por el rostro del chiquillo más joven del grupo. Es grotesco, y en absoluto acorde con tu gusto o con el mío, pero para los ingleses no es un crimen, es una forma de vida.

—¡Oscar, Oscar! —exclamé, todavía entre susurros, temeroso de que el cochero pudiera oírnos—. Ni John Gray ni Aidan Fraser habían salido de cacería con sus perros. No estaban jugando al criquet. Estaban inmersos en la práctica de un vicio antinatural. Estaban desnudos. Y excitados.

—¿En serio? No me he dado cuenta. —Despreocupadamente, Oscar se quitó un hilo de la manga del abrigo.

—Lo que acabamos de presenciar es una escena de degradación. Es aborrecible. ¡Y vil!

—¿Te parece vil, Robert? ¿De verdad? John Gray es un joven apuesto. Le has visto. Es tan hermoso como un dios griego, no me lo negarás. John Gray era una tentación para Aidan Fraser… y Aidan Fraser cedió a la tentación. ¿Tan malo es eso? ¿Acaso ceder a la tentación no es el modo más acertado y verdadero de librarnos de ella? Resistiéndonos a ella el alma enferma de ganas de experimentar las cosas que se ha prohibido. Todos los instintos que nos empeñamos en estrangular no hacen más que darnos vueltas en la cabeza y envenenarnos. El cuerpo peca una vez y se libra así de su pecado, pues la acción es una forma de purificación…

—Oscar —protesté—, ¿estás intentando decirme que acabamos de ver a Aidan Fraser cometiendo un acto de «purificación»? ¡Vas demasiado lejos!

—Lo que te digo es que hemos visto a Aidan Fraser, la víspera de uno de sus días festivos, poniendo a prueba su mortalidad sucumbiendo a la tentación de la fruta prohibida. Eso es todo. Puede que las circunstancias sean un poco inusuales, quizá hasta un poco barrocas, pero la historia en sí es tan antigua como el Jardín del Edén… ¡y tampoco allí iban vestidos, Robert! Si no me equivoco, faltaban años para que aparecieran en el Paraíso los trajes de marinero.

—¿Por qué te tomas esto a broma, Oscar? ¿Por qué defiendes su conducta? ¿Por qué?

Hablé enfurecidamente, y alzando demasiado la voz. Durante un instante se hizo entre ambos un incómodo silencio. Cada uno se volvió a mirar por su ventanilla al tiempo que escuchábamos el áspero estruendo de las ruedas del coche y el constante chasquido de los cascos de los caballos. Pasábamos en ese momento por delante de Whitehall. Los transeúntes dominicales —viejos soldados, jóvenes muchachos con sus canotiers, mujeres empujando sus carritos de bebé, un niño con un aro de madera— se movían de acá para allá, disfrutando del sol tan poco común para la época del año.

Oscar se volvió hacia mí y me tocó la rodilla.

—No defiendo su conducta, Robert —dijo en voz baja—. Tan sólo la explico. —Me miró firmemente a los ojos y sonrió—. Es importante comprender a los demás si queremos comprendernos a nosotros mismos.

Miré a mi amigo, maravillado.

—Eres un fenómeno, Oscar —dije—, aunque a veces creo que eres demasiado comprensivo, demasiado generoso y demasiado bondadoso.

—¿Demasiado bondadoso? —repitió—. No supone ningún esfuerzo mostrarnos bondadosos con la gente que no nos importa.

—Entonces, ¿ni John Gray ni Aidan Fraser te importan nada?

—Le tengo cariño a John Gray. Es mi amigo. De hecho, siento por él un profundo cariño, pero Aidan Fraser no me importa lo más mínimo. Nada. Es un asesino.

—¡Sooo! —El coche se detuvo de pronto.

—¡Oscar! ¡Oscar! ¿Qué estás diciendo?

Perplejo y escandalizado por sus palabras, me incliné alarmado hacia delante, pero él levantó la mano para hacerme callar.

Habíamos llegado al patio principal de la estación de Charing Cross. Oscar abrió la portezuela del coche.

—Yo me apeo aquí —dijo con una sonrisa—. Tengo cigarrillos que comprar y dos trenes por tomar.

Intenté retenerle.

—Pero si Fraser…

—Nada de preguntas ahora, Robert —me dijo, cerrando la portezuela del coche—. Creía que para ti todo resultaría obvio, pero si no lo es, mejor que mejor. Tienes trabajo por delante.

Oscar estaba de pie en la acera mirándome por la ventanilla abierta del carruaje. Todo en mi cabeza parecía funcionar mal; él parecía más dueño de sí mismo que nunca.

—Debes ir a Bedford Square —me instruyó—. El coche está pagado. Pasarás a recoger a la señorita Sutherland por su fiesta de cumpleaños, exactamente como estaba planeado. No le digas ni una sola palabra de lo que ha ocurrido hoy. Ni tampoco de lo que viste anoche. Nada, nada de nada. ¿Entendido? Habla de Millais, de Pasteur, de cualquier cosa, pero no hables de asesinatos. Muéstrate con ella como siempre. Mírala a sus hermosos ojos y murmúrale esas dulces naderías que tan bien se te dan. Cuéntale alguno de los relatos de tu amigo Maupassant. ¡Eso debería manteneros ocupados durante una o dos horas! Ve, amigo mío, y gracias. —Introdujo el brazo por la ventanilla del carruaje y me estrechó la mano con calidez—. El papel que has desempeñado en todo esto ha sido mucho más valioso de lo que puedas llegar a imaginar. Esta noche se hará justicia. Ahora vete. Ve. No pierdas de vista a la señorita Sutherland, Robert, y llévala a Lower Sloane Street a las seis y cuarto. A las seis y cuarto en punto. Ni un minuto antes. Adiós.

Dio un paso atrás y me saludó con la mano. Luego se volvió de espaldas y desapareció en dirección al vestíbulo de la estación al tiempo que el cochero hacía restallar su látigo y el coche reemprendía la marcha.

Me sentí absolutamente confundido. Y turbado. Y perplejo. Pero hice lo que se me había dicho. Oscar tenía una autoridad innata, y la mantuvo a lo largo de su vida. En el colegio, cuando era apenas un niño, dominaba a sus compañeros; incluso hacia el final, tras su encarcelamiento, ya en el destierro (cuando malévolos desconocidos se referían a él en falsos informes como «un espíritu hecho añicos» y «un hombre roto»), quienes le conocíamos sentíamos que la fuerza de su presencia prácticamente estaba intacta. Esa tarde le obedecí a pies juntillas.

Bueno, a decir verdad, no exactamente a pies juntillas… Veronica y yo no hablamos ni de Millais ni de Maupassant esa tarde; hablamos del amor y de la poesía del amor. Hablé de Baudelaire y de Byron. Ella lo hizo de Wordsworth (para halagarme), de John Keats y de la señora Browning. Y cuando nos besamos, y volvimos a besarnos, y nos besamos de nuevo, Veronica me dijo, como me había dicho esa memorable noche de luna llena bajo el Albert Memorial:

—Gracias, Robert, gracias. Es muy triste estar encerrada en casa sin que nadie te bese los labios.

—Te amo —le dije—. ¡Eres extraordinaria!

Fue una tarde de lo más extraña. Nuestro comportamiento, dadas las circunstancias, resultaba singularmente impropio. Era como un flirteo en un funeral: irreal (indecoroso, a decir verdad), inesperado, ¡y más excitante si cabe por ello! Para mí fue una tarde del más puro encantamiento: embriagadora e inolvidable. En todo su detalle, en toda su gloria, y a pesar de todo, todavía la recuerdo, ¡medio siglo después! Estuve más atrevido esa tarde con Veronica que nunca. Cedí a la tentación, al tiempo que las palabras de Oscar correteaban atropelladamente por mi mente. Quizás —aunque eso tan sólo llegué a admitirlo a medias en mi fuero interno— sentía que lo que había visto ese día en Cowley Street, y lo que Oscar había dicho al despedirnos en Charing Cross, quería decir que Veronica no tardaría en verse libre de Aidan Fraser, y eso me dio alas. Yo bien sabía, mientras la estrechaba entre mis brazos, que el nuestro era un amor ilícito, que había algo malo en lo que hacíamos, y aun así no pude contenerme. Estaba hechizado por Veronica Sutherland, y el acto de amor entre nosotros —permítanme que lo reconozca— otorgó a mi ánimo una sensación de libertad, una sensación de liberación, que me resultaron maravillosas. «El cuerpo peca una vez y se libra así de su pecado, pues la acción es una forma de purificación…».

No salimos de Bedford Square hasta las seis. Era un domingo por la tarde de finales de enero; había oscurecido y las calles estaban sumidas en el silencio. Aun así, a pesar de los encomiables esfuerzos de nuestro paciente cochero y de su fiel caballo, tardamos casi cuarenta y cinco minutos en llegar a Chelsea. Yo estaba ansioso debido a la advertencia de Oscar en la que había insistido en que debía llevar a Veronica a la casa exactamente a las seis y cuarto; sin embargo, estaba menos preocupado de lo que debería haberlo estado, porque cada minuto de más a solas en compañía de Veronica era para mí un deleite. Era muy hermosa.

Ninguno de los dos prestó la menor atención a la ruta que el carruaje tomaba e, incluso cuando dejamos atrás Sloane Square para tomar Lower Sloane Street, apenas miramos por la ventanilla del coche. Sólo cuando bajé del vehículo y ayudé a descender a Veronica a la acera, de pronto, y vivamente, desperté a la realidad y me di cuenta, en ese preciso instante, de que teníamos encima lo que Oscar había llamado «la partida final».

La escena que nos recibió en Lower Sloane Street fue del todo inesperada. Otros tres vehículos estaban estacionados en fila delante del nuestro. Justo delante de donde nuestro coche se había detenido, exactamente delante del 75 de Lower Sloane Street, había otro carruaje, un cabriolé con las cortinillas cerradas. Delante de éste había un segundo carruaje de mayores dimensiones y de cuatro ruedas: un coche de policía flanqueado por dos agentes uniformados. Al principio de la fila estaba el vehículo de mayor tamaño, cerrado y desprovisto de ventanillas, con una única puerta en su parte posterior. Era el furgón de policía reservado a los prisioneros y conocido como el Black Maria.

—¿Qué significa esto, Robert?

—No tengo la menor idea —dije, y realmente hablé con absoluta sinceridad.

La puerta del número 75 estaba abierta de par en par y, de pie en el peldaño, uno al lado del otro, mirando hacia donde estábamos nosotros —como si esperaran nuestra llegada— había dos hombres. Uno era un sargento de policía, un tipo fornido de edad indefinida y expresión velada. El otro era John Gray, con un traje sobrio, aunque con una sonrisa traviesa en el rostro.

—Bienvenidos —dijo al ver que nos acercábamos—. Volvemos a encontrarnos.

No dije nada, aunque estreché la mano que me tendía. Veronica pasó apresuradamente por su lado y se adentró en el vestíbulo. Otro policía, un joven agente, esperaba al pie de la escalera,

—¿Qué sucede? —chilló Veronica—. ¿Puede alguien decírmelo?

—Oscar se lo explicará —dijo John Gray amigablemente—. La espera. Está en el salón. ¿Me permite su abrigo?

—No, gracias. —Veronica habló con frialdad y con rabia en los ojos.

—Esto no va a ser fácil para usted, lo sé —dijo John Gray al tiempo que abría de un pequeño empujón la puerta del salón. Para nuestro asombro, la habitación estaba llena, profusamente iluminada (las arañas de gas refulgían en todo su esplendor; había también velas encendidas en la repisa de la chimenea) y abarrotada de gente que hablaba, reía y charlaba, o al menos eso parecía. La señora O’Keefe, con su vestido negro de crepé y de tafetán y con una bandeja de bebidas en la mano, correteaba de un lado a otro de la estancia. Oscar ocupaba una posición prominente, de pie junto a la chimenea y rodeado de varias personas más. Cuando entramos a la habitación, la algarabía cesó y todas las miradas se posaron en nosotros.

—Ah —dijo Oscar, dedicándome una mirada reprobatoria—. Aquí estás. —Vino hacia nosotros y tomó solícitamente a Veronica de la mano—. Señorita Sutherland —la saludó, acompañando sus palabras con una ligera inclinación de cabeza.

—¿Es esto mi fiesta de cumpleaños? —preguntó ella, mirándole con unos ojos preñados de infelicidad.

—Lamento decirle que no —respondió Oscar—. Mucho me temo que su cumpleaños, señorita Sutherland, ha quedado eclipsado por la muerte de Billy Wood, como, si recuerda, también ocurrió en el de la señora Wilde hace apenas unas semanas. Se acuerda de mi esposa, ¿verdad?

Se volvió y señaló a Constance, que estaba sentada sola junto a la chimenea, con la mirada perdida en la rejilla vacía. (Constance no iba vestida para una fiesta: llevaba un abrigo y un sombrero de diario, como si la hubieran sorprendido de camino a la oficina de correos. Sobre las rodillas tenía un paquete envuelto en papel marrón y atado con cordel).

—Quienes estuvimos presentes esa noche en Tite Street —prosiguió Oscar—, la noche en que recibimos la cabeza cortada del pobre Billy Wood, estamos esta tarde reunidos aquí de nuevo. —Recorrió la estancia con los ojos—. A John Gray ya le conoce. También al doctor Doyle, me consta. —Conan Doyle estaba de pie junto a la repisa de la chimenea, de espaldas a nosotros. Nuestras miradas se cruzaron en el espejo. Aunque parecía cansado, más allá de eso, su expresión nada desvelaba—. Arthur ha abandonado a los pacientes con paperas de Southsea para estar hoy con nosotros —dijo Oscar—. Y le estoy agradecido por ello.

—¿Y la señora Doyle? —pregunté.

—¿Touie? —dijo Oscar—. Sí, también ella está entre nosotros… y haciendo una buena obra, como siempre. Está fuera, en la calle, en el coche de dos ruedas estacionado delante de la puerta principal, con Susannah Wood, la madre de Billy. He recogido a la señora Wood en la estación de Charing Cross esta tarde y la he traído aquí yo mismo, pero necesitaba el consuelo de una mujer. Sufre enormemente, como quizás imaginarán ustedes. Touie está dando a la señora Wood todo el consuelo de que es capaz. Quizá se unan a nosotros más tarde.

—¿Por qué has traído aquí a la señora Wood? —pregunté.

—Para cumplir la promesa que le hice —respondió.

Veronica miró a Oscar a los ojos y le bisbiseó:

—¿Qué está haciendo, señor Wilde? ¿Qué juego cruel es éste?

—Oh —exclamó él—, ¡no se trata de ningún juego, señorita Sutherland! Dudo mucho que si lo fuera contáramos con la presencia de tantos efectivos de la policía. —Tomó a mi hermosa amante de la mano y la condujo hacia una silla vacía situada bajo la ventana—. Conoce usted al colega de su prometido, el inspector Gilmour, ¿verdad? El joven del perfil perfecto es su ayudante, el sargento Atkins. También él es originario de Broadstairs, qué casualidad. —La invitó a tomar asiento y ella accedió. Yo me quedé detrás de la silla, perplejo, con la mano sobre su hombro. Veronica levantó hacia mí la mirada y vi el terror en sus ojos.

—¿A quién no conoce usted? —prosiguió Oscar alegremente—. Ah, sí…

Un caballero ya entrado en años que parecía haber salido de las páginas de un libro de excéntricos cuentos de hadas se inclinaba en ese instante sobre la bandeja de la señora O’Keefe y devolvía una copa vacía con una mano mientras que con la otra tomaba con delicado gesto otra llena. Era la combinación del retrato de El enano saltarín de Doré y el dibujo del caballero Blanco de A través del espejo de Tenniel. Encorvado y con el pelo blanco, vestía un maltrecho traje de terciopelo azul marino, pantalones hasta la rodilla, medias plateadas, zapatos de hebilla y, en la cabeza, una boina absurda excesivamente grande para él. Temblaba al andar,

—Su nombre es Aston Upthorpe —dijo Oscar—. Amaba a Billy Wood… no sabiamente, aunque de corazón.

La señora O’Keefe cruzaba en ese momento la habitación entre balanceos, bandeja en mano.

—¿Le apetece un refresco, señorita Sutherland? —preguntó Oscar.

—No —respondió—, gracias. Lo que quisiera, señor Wilde, es una explicación. ¿Qué está ocurriendo aquí?

—Se lo diré —fue la tranquila réplica de Oscar—. Se lo diré enseguida. No falta mucho. —Le sonrió, pero la suya fue una sonrisa fría—. ¿Llevas encima tu libreta, Robert? Puede que haya detalles que te resulten novedosos. —Se apartó de nosotros y volvió a ocupar su lugar delante de la chimenea, centro ya de todas las miradas—. Señoras, caballeros —anunció—, si son tan amables de prestarme su atención durante un instante…

El silencio se hizo en la habitación. Durante los minutos siguientes nadie se movió. El inspector Gilmour y el sargento Atkins montaban guardia junto a la puerta del salón. La señora O’Keefe se refugió en un rincón. John Gray y Aston Upthorpe se habían sentado, incómodamente tiesos, en un sofá francés. Conan Doyle estaba de pie detrás de Constance Wilde, con la mano apoyada en su hombro tal como lo estaba la mía en el de Veronica Sutherland. Oscar nos tenía totalmente subyugados.

—Gracias —empezó—, gracias a todos por estar aquí esta tarde. Supongo que habrán adivinado el propósito de nuestro encuentro… En sus tratos con el hombre, el Destino jamás llega a saldar del todo sus cuentas, pero hoy hemos llegado al último acto de este drama en particular, la tragedia de Billy Wood, y, puesto que todos los presentes en esta sala han tenido su papel en su solución, me ha parecido lo más correcto y adecuado que todos estuviéramos aquí para ver caer el telón por última vez.

—Pero no estamos todos —dijo Veronica, recorriendo la habitación con los ojos en un repentino estado de nerviosismo—. Falta Aidan. ¿Dónde está? ¿Dónde está Aidan? ¿Dónde está mi prometido? —Hizo el gesto de moverse, pero la retuve.

—No nos acompañará esta tarde, señorita Sutherland —dijo Oscar, mirándola no a ella, sino a la habitación mientras hablaba—. Aidan Fraser no nos acompañará esta tarde. Es un despiadado asesino… como usted bien sabe.