29 — 30 de enero de 1890
En lo que parecieron tan sólo unos instantes —y que, de hecho, quizá no fueron más que cinco o seis minutos—, Oscar y yo íbamos de nuevo en coche por el Strand. Aunque yo todavía sentía palpitar mi corazón, Oscar, salvo por una fina franja de diminutas gotas de sudor que le perlaban la frente, no mostraba ningún indicio de estar sufriendo un torbellino interior. Era propio de él mantener la calma en momentos de crisis. Su sudor era fruto del cansancio, no de la ansiedad. Oscar Wilde era un hombre que podía —y así lo hacía— soportar, con aparente ecuanimidad, los subidos de un público hostil, los abucheos de una turba ignorante e incluso su propio arresto y encarcelamiento. Cuanto más turbulenta se anunciaba la tempestad, más sereno parecía él.
Sacó del bolsillo de su abrigo su ejemplar dedicado de El signo de los cuatro y lo hizo girar con sumo cuidado en las manos, hojeando las páginas perezosamente.
—Holmes tiene razón, Robert. Su máxima es un acierto. En cuanto eliminamos lo imposible, lo que queda, por muy improbable que sea, debe ser la verdad.
—¿Sabes cuál es la verdad de todo esto? —pregunté. Yo estaba más confundido que nunca. La espantosa imagen del cadáver colgante de O’Donnell llenaba mi imaginación.
—Creo que sí —respondió con tono tranquilizador mientras acariciaba el libro de Doyle y esbozaba una semisonrisa que fue, a mis ojos, al menos, la señal inequívoca de que acababa de concebir una idea que le complacía especialmente—. Creo que sí, Robert, pero debo comprobarlo. Y eso lo haré mañana… Y entonces habremos terminado. Caso cerrado. —Volvió a meterse el libro en el bolsillo del abrigo.
«Caso cerrado». Ésas eran las palabras que Aidan Fraser había empleado en repetidas ocasiones minutos antes, mientras nos apremiaba a abandonar la celda número uno de la comisaría de policía de Bow Street. En el momento en que había tenido lugar el triste descubrimiento del cuerpo de O’Donnell, cuando Oscar había exclamado «La culpa es mía. Es mía y sólo mía», el inspector se había vuelto a mirarle, enojado, y había siseado:
—No sea idiota, Wilde, El hombre se ha quitado la vida. Con su suicidio ha confesado su culpa. Caso cerrado.
Desconcertado, horrorizado por el espectáculo al que nos enfrentábamos, sólo pude exclamar estúpidamente:
—¡Hay que llamar a la policía!
—¡Nosotros somos la policía! —protestó Fraser—. Compórtese, hombre. El bruto está muerto, eso es todo. Caso cerrado.
El sargento seguía aguantando la lámpara de parafina contra el rostro del muerto. Oscar miraba fijamente a los ojos saltones y desprovistos ya de visión de O’Donnell. Parecía transfigurado.
—No es momento de lamentaciones —murmuró (era una de sus frases favoritas).
—Discúlpeme, Sherard —dijo Fraser, recobrando la compostura—. Estoy tan perplejo como usted. Es horrible, aunque quizás era de esperar.
—Sí —susurró Oscar—, era de esperar.
—Le ruego que me disculpe, Oscar —dijo Fraser—. No mencionaré su presencia aquí cuando escriba mi informe. No es en absoluto relevante… Ahora deben irse. No tendría que haberles traído. Ha sido un error de mi parte. Pero insistieron tanto… y han visto lo que han visto. Ahora váyanse. Váyanse inmediatamente y déjennos cumplir con nuestro deber.
El sargento Ritter seguía inmóvil con la lámpara todavía en alto, iluminando el cadáver.
—Acompañe a estos caballeros a su coche, Ritter —le ordenó Fraser—. Y baje de paso mi bolsa de viaje. Hoy no me iré a casa hasta última hora. —Ritter cruzó la celda para volver hasta donde estábamos nosotros. Mientras se acercaba, sosteniendo la lámpara en alto, el cuerpo de O’Donnell desapareció en la oscuridad y la luz blanca cayó de pleno sobre el rostro de Fraser—. Dése prisa, hombre. Esperaré aquí para vigilar el cuerpo. Traiga un cuchillo cuando vuelva. Le bajaremos juntos. Y traiga también al agente con usted. Ahora váyase. ¡Vamos!
Ni Oscar ni yo dijimos nada.
—Buenas noches, caballeros —se despidió Fraser, al tiempo que dábamos media vuelta para marcharnos—. Les veré mañana a las seis, como hemos acordado. Buenas noches. Siento que hayan sido testigos de esto, pero al menos ya todo ha terminado. El horror ha tocado a su fin. Caso cerrado.
El sargento Ritter —sin decir nada, aunque resollando a cada paso que daba— nos condujo de regreso por el húmedo y pestilente pasillo hacia la sepulcral entrada de la comisaría y de ahí a la animada calle londinense. Dejamos en la oscuridad a Aidan Fraser con el cadáver de Edward O’Donnell.
—Creo que mañana iré a misa —anunció Oscar, mirando por la ventanilla del coche mientras pasábamos por delante del teatro y del hotel Savoy. La acera estaba abarrotada de bulliciosos espectadores, rebuznantes ricachones con sus trajes de noche, parloteantes burgueses vestidos de domingo, todos ellos saliendo, sin duda del todo satisfechos, de una representación de Los gondoleros.
—¿Para rezar por el alma de los que nos han dejado? —pregunté.
—Sí —respondió—, y para ponerle un cirio a santa Baltilda… y a san Aidan de Ferns. Recuerda que el lunes es su día.
—Lo recuerdo.
—«Días festivos… y tentaciones», Robert. A eso se reduce todo.
—Eso dices, Oscar, aunque, por mucho que lo intento, no alcanzó a ver por qué.
—Lo harás, Robert. Lo harás. —Me sonrió benevolentemente—. San Aidan es otro de nuestros benditos santos irlandeses. Existe un relicario de bronce en el que están expuestos sus huesos en una capilla lateral de la catedral de San Patricio de Dublín. Mañana presentaré mis respetos a su espíritu en la iglesia de San Patricio de Soho Square. Aunque nueva, es una iglesia hermosa.
—Es una iglesia católica, Oscar. ¿Estás buscando la salvación en Roma? —pregunté, divertido ante el cariz que estaba tomando la conversación.
—No, todavía no. —Se rió—. Pero John Gray sí. Está recibiendo instrucción en San Patricio. Habla muy bien del sacerdote que está a cargo del templo. Y del halo de espiritualidad que lo impregna todo. Según me ha dicho, se debe en gran medida al incienso que utilizan. Afirma que es el incienso más dulzón de todo Londres y que el joven turiferario de San Patricio lo esparce por la iglesia con celo evangélico. —Cerró los puños uno encima del otro, como si estuviera agarrando la cadena de un incensario, y, poniendo en práctica sus palabras, alzando la mirada al cielo, esparció un incienso imaginario por la parte trasera del coche con alegre abandono.
Me reí… y volví entonces a pensar en el grotesco espectáculo de Edward O’Donnell colgando en la celda de la comisaría, a poco menos de un kilómetro de allí, y me maravilló la capacidad que Oscar tenía de pasar de la tragedia a la comedia en lo que parecía apenas un pestañeo.
El coche había llegado a Haymarket. El West End estaba lleno de juerguistas del sábado noche. Avanzábamos despacio. Oscar había ordenado al cochero que nos llevara a Albemarle Street. Había propuesto una última copa antes de retirarnos. De pronto, cambió de idea.
—Disculpa, Robert —dijo—. De repente, me siento agotado… y me preocupa la hora. Tú tienes que escribir en tu diario y yo debo escribir una carta a Susannah Wood. Puede que aún esté a tiempo para llegar al correo de medianoche. —Le gritó entonces al cochero—: Siga a Gower Street, cochero. Por Soho Square. Dejaremos a mi amigo y luego puede llevarme a Chelsea, a Tite Street, si no le importa.
Oírle mencionar Soho Square desencadenó en mí un recuerdo. Sin embargo, antes incluso de que fuera consciente de él, Oscar se me anticipó (quizá la señora O’Keefe tuviera razón; quizás Oscar era capaz de leer el pensamiento).
—El hombre que me asaltó esa noche en Soho Square —dijo—, la noche que John Gray acudió en mi rescate, ¿te acuerdas?
—Jamás olvidaré el traje de marinero de John Gray —respondí—. No olvidaré ni esa noche, ni los días siguientes.
—Estabas convencido de que mi asaltante era Edward O’Donnell, ¿verdad?
—Sí —respondí—, aunque tú lo negaste.
—Y ni que decir tiene que también creíste que el hombre que nos siguió en Albemarle Street era O’Donnell, ¿no es cierto?
—Sabes que sí.
—No era O’Donnell.
—Muy bien —dije—. Pero si no era O’Donnell, ¿quién era?
—Te lo diré mañana, Robert. Creo que por hoy ya hemos tenido bastante excitación.
Era temprano, aún no habían dado las siete cuando nos separamos ese sábado por la noche. Y era ya tarde —pasado el mediodía, cerca de la una— cuando, a la mañana siguiente, tuve noticias de Oscar. Estaba acostado en mi habitación, sin afeitar y leyendo, cuando sonó el timbre de la puerta. Era un chico de la oficina de telégrafos con un telegrama de mi amigo: «URGENTE. REÚNETE CONMIGO EN LA ESQUINA DE COWLEY STREET A LAS 15.15 HORAS NO ANTES. OSCAR».
Llegué a Westminster a las tres en punto. Era el domingo, 30 de enero de 1890, y la primavera se respiraba en el aire. La niebla londinense se había dispersado. El cielo era de un azul blanquecino y las algodonosas nubes le habrían devuelto la vida al corazón de mi bisabuelo. Entré dando un paseo al jardín adyacente a la Casa de los Lores (¡buscando en vano un estallido de narcisos dorados!), y me dediqué a deambular por ahí perezosamente hasta que oí al Big Ben tocar el cuarto. Crucé la calle y me adentré por Great College Street. Caminaba dando pequeños saltos. Sentía sobre mí el calor del sol. Me estimulaba la idea de encontrarme con Oscar y descubrir el objeto de su telegrama. Era plenamente consciente de mis veintiocho años… y me sentía feliz de estar vivo (la noche antes, al llegar a Gower Street, había encontrado esperándome una carta de Kaitlyn. Volvía a estar en Londres y tenía ganas de verme… «Muchas», decía. «¡Muchas!». Había subrayado la palabra).
Encontré a Oscar a mitad de camino de Great College Street, justo en la esquina de Cowley Street, de pie junto a un coche, un carruaje de dos ruedas, hablando con el cochero. Llevaba puesto su abrigo de color verde botella con el cuello de astracán y sostenía en la mano su bastón de ratán negro. Sus ojos chispeaban.
—Ya sé que no voy vestido adecuadamente, Robert, pero es que, a diferencia de ti, he salido de casa al amanecer. Este galante cochero ha sido mi Sancho Panza desde los albores del día. —Sacó del bolsillo del abrigo una moneda y se la dio al hombre. Volvió entonces a llevarse la mano al bolsillo y esta vez sacó dos terrones de azúcar, que colocó en la palma abierta de su mano, ofreciéndoselos al caballo del cochero—. Cuando Inglaterra se convierta en una república, Robert, y yo sea emperador, este caballo, mi fiel Rocinante, será uno de los primeros en ser nombrado senador. Él es lo que ninguno de nuestros legisladores parece ser: trabajador, discreto ¡y plenamente consciente de sus limitaciones!
—Hoy te veo muy animado —apunté.
—He ido a misa a primera hora —dijo—. Me siento renovado.
—¿Tus plegarias han sido escuchadas?
—¡Las plegarias jamás deben ser escuchadas, Robert! De ser así, dejan de ser plegarias y se convierten en correspondencia…
—Pero ¿el sacerdote respondió a tus expectativas?
—Me ha parecido un hombre notorio, sin duda, pero recuerda, Robert, que es la confesión, y no el cura, lo que nos da la absolución. —Se dirigió entonces al cochero—. ¿Qué hora es?
Atado con un cordel a un lateral de su asiento, el cochero llevaba un reloj cuya esfera era del tamaño de un plato de té. Lo miró desde las alturas.
—¿Ahora? Las tres y veintidós minutos, señor.
—Gracias, cochero —dijo Oscar—. Faltan tres minutos.
—¿Y adónde vamos?
—¿No te lo imaginas?
—Supongo que al veintitrés de Cowley Street.
—Sí —respondió, de pronto muy serio—. Sí, vamos a visitar una vez más la escena del crimen.
—¿Por qué?
—Para poner a prueba la verdad… como te prometí.
No había la menor sombra de humor en su actitud.
—¿Qué hora es, cochero?
—Y veinticinco, señor… Acaban de darlas.
—Vamos, Robert. Veamos lo que nos espera. Serás testigo. —Le gritó entonces al cochero—: No tardaremos. Quizá diez minutos. Quince como mucho. Le agradezco su paciencia. ¡Cuando llegue la república, será debidamente recompensado! —El cochero se llevó la mano a la gorra y asintió, agradecido. El caballo enseñó los dientes y soltó un resoplido de agradecimiento. Oscar entrelazó su brazo al mío—. Vamos, Robert, hemos llegado a lo que, si no me equivoco, nuestro amigo Holmes llamaría «la partida final».
Habíamos girado por Cowley Street. La calle tenía un aspecto decididamente agradable: ordenada y tranquila, bañada por la pálida luz del sol. Estábamos de pie en mitad de la calzada adoquinada, delante del número 23.
—¡Silencio! —susurró—. No hables. ¡Mira! —Apuntó con el bastón a la ventana del primer piso—. Hace sol, pero las cortinas están descorridas. Vamos. No digas nada. Vamos.
Cruzamos la calle y subimos hasta la puerta principal. Oscar se detuvo durante un instante a mirar el dintel que coronaba la puerta.
—¿Llamamos al timbre? —pregunté.
—Silencio, Robert. Ni una palabra. —Me puso el índice izquierdo sobre los labios—. Como recordarás, tengo la llave de Bellotti, aunque quizá no la necesitemos. —Abrió la mano y empujó con suavidad la puerta principal. Despacio, silenciosamente, la puerta se abrió—. Como ves… —susurró—. Vamos.
Llevándose entonces el dedo a los labios, me condujo al interior. Nos quedamos durante un instante en el vestíbulo. La casa estaba en silencio. El polvo bañaba en el rayo de sol que, colándose por la ventana situada encima de la puerta, moría en la escalera que teníamos ante nosotros. Con cuidado, Oscar cerró la puerta de la calle a nuestra espalda y, con una inclinación de cabeza, me indicó que me adelantara y empezara a subir la estrecha escalera que llevaba al primer piso. Con cada escalón, la tarima bajo mis pies crujía como disparos de rifle reverberando en un valle y, detrás de mí, a medida que subía, la fatigosa respiración de Oscar era cada vez más audible y acelerada. «Despertaremos a los muertos», pensé, aunque no dije nada. Al llegar a lo alto de la escalera, ya en el descansillo desprovisto de alfombra, nos quedamos juntos, en silencio, el uno al lado del otro.
La puerta que teníamos delante —la misma que daba a la habitación donde, cinco meses antes, Oscar había descubierto el cuerpo de Billy Wood— estaba cerrada. Nos detuvimos a escuchar, pero no oímos nada. Seguimos sin decir nada mientras Oscar contenía la respiración. Miré a mi amigo y sonreí. Él me sonrió a su vez y me dio su bastón. Se pasó las dos manos por el ondulado y espeso pelo castaño. Inspiró hondo y, levemente, casi delicadamente, llamó a la puerta, y sin esperar respuesta, la abrió de par en par.
La habitación estaba caldeada como un horno y un fuerte aroma a incienso impregnaba el ambiente. Nos quedamos en la puerta, adaptando los ojos a la oscuridad. A la luz de media docena de velas, vimos, estirado en el suelo ante nosotros, el cuerpo desnudo de un joven. El joven era John Gray. Y, de pie a su lado, junto a su cabeza, había otro hombre. También estaba desnudo. Era Aidan Fraser. Tenía una navaja abierta en la mano.
Al vernos entrar, John Gray rodó sobre sí mismo y estiró el brazo por encima de las velas para coger su ropa. Aidan Fraser dejó caer al suelo la navaja y se volvió hacia nosotros con los brazos extendidos y suplicantes.
—Oscar —gritó—. Esto no es lo que parece. ¡Deje que le explique! Por el amor de Dios, ¡deje que le explique!
—No hace falta —dijo Oscar—. Lo entiendo, Aidan. Lo entiendo todo.
Oscar me puso la mano en el brazo y me invitó suavemente a salir de la habitación.
—Vamos, Robert, volvamos al coche. Ya hemos visto todo lo que necesitábamos ver. —Cerró la puerta tras de sí y, en silencio, me condujo escaleras abajo hasta la calle.