22.

París en primavera

Esa noche Oscar habló mucho de Marie Aguétant.

Llegamos al hotel —el Hôtel Charing Cross, situado en el huitième, en concreto en la rue Pasquier— poco después de las siete. Era un edificio terriblemente moderno y maravillosamente chic. Una buena capa de mármol revestía las paredes, las escaleras estaban recubiertas de una alfombra escarlata, y arañas de cristal eléctricas adornaban los centros de todos los techos de los salones comunes. Oscar no se mostró impresionado. Se quedó de pie en el vestíbulo, sacudiéndose la lluvia de los hombros y olisqueando el aire, receloso.

—Es muy nuevo, Aidan, ¿verdad?

—Está recién abierto, Oscar.

—Me parece muy reluciente, como una moneda recién acuñada. Siempre he desconfiado de las cosas que brillan demasiado.

—¿Quiere que busquemos alojamiento en otro hotel? —preguntó Veronica—. Nos dejaremos guiar por Robert y por usted.

—No, no —fue la respuesta de Oscar—. Ya hemos viajado mucho y estoy convencido de que las instalaciones del hotel son excelentes. —Sonrió al botones que esperaba junto a nosotros—. Les ruego que ignoren mi estúpido prejuicio. Soy de los que desconfía de un hombre porque lleva los puños deshilachados. Sé que no tiene nada de racional. Subamos a nuestras habitaciones a cambiarnos para la cena. ¿Dónde les apetece comer?

—Había pensado que cenáramos aquí —dijo Fraser—. Dicen que el restaurante es de primera clase.

—Vamos, por ahí sí que no paso —dijo Oscar—. Es norma de vida no cenar jamás en el hotel donde uno se aloja. Cuando ceno en el Savoy, duermo en el Langham. Cuando duermo en el Savoy, ceno en el Criterion. Entre su digestif y su almohada, un caballero debería poder echar una mirada a las estrellas. ¿Me permiten que les proponga cenar en Le Grand Café? Los soles soufflées à la mouse d’homard son los mejores de todo París, y Rigo y su orquesta gitana logran siempre encontrar la música acorde al humor de cliente.

Las instalaciones del Hôtel Charing Cross eran efectivamente excelentes. Todas disponían de cuarto de baño (una gran novedad para la época) y, con sólo hacer girar el grifo con forma de delfín, disfrutábamos de abundante agua corriente, de un pálido color marrón, aunque hirviendo. La comida de Le Grand Café, cuando por fin llegamos —casi dos horas más tarde, pues ni Oscar ni la señorita Sutherland eran precisamente rápidos en su aseo—, resultó excepcional. Aunque no sabría si decir lo mismo de Rigo y su orquesta gitana. Por extraño que parezca, al llegar al restaurante, estaban tocando una selección del fausto de Gounod. Mientras nos acompañaban a nuestra mesa, rompió a sonar algo parecido a una marcha fúnebre húngara. Cuando nos sentábamos, pregunté a Oscar:

—¿De qué humor estás ahora?

Aguzó el oído y escuchó la música con atención.

—Melancólico, diría. No me había dado cuenta hasta ahora, pero al parecer Rigo nunca se equivoca. Tiene poderes místicos.

Pedimos… o, mejor dicho, permitimos que Oscar pidiera por nosotros: soupe au cresson y truffes fraîches sous la cendre, seguida de soles soufflées y carré d’agneau («Procedamos despacio; tenemos que hacer justicia a las tartes y a los crêpes»). Cuando nos sirvieron la primera de varias botellas de un buen vino (un Dom Pérignon de 1886 como aperitif —«soy de gustos sencillos; me contento siempre con lo mejor»—), Oscar se dejó guiar por Rigo. Habló de la muerte. Y, en particular, de la muerte de los niños. Habló de Billy Wood y de la dulzura natural y del deseo de complacer del muchacho. Sin dejar de contemplar su copa de champán al hablar, dijo:

—Supongo que el deseo de complacer del pobre Billy fue su perdición. Es algo que les ocurre a muchos. —Nos invitó a levantar nuestras copas y a brindar por la memoria del chico.

Habló también de Isola, su hermana pequeña, «que nos fue arrebatada a los diez años… ¡cuánto la queríamos!». Yo sabía lo mucho que la había querido; conservaba un mechón de sus cabellos en un sobre que llevaba en el bolsillo.

—Todavía puedo verla bañando por la casa como un dorado rayo de luz. Lo era todo para mí… El cielo debe de ser un lugar feliz si Isola y Billy Wood están allí.

Cuando el ánimo musical de Rigo se animó un poco (y la marcha fúnebre dio paso a una albada gitana), Veronica le preguntó quién era la amiga que tenía previsto visitar en el cementerio de Montparnasse.

—Su nombre era Marie Aguétant —respondió Oscar, ajustándose la servilleta en lo alto del chaleco—. Robert también la conoció, aunque quizá no tan bien como yo. —Me dedicó una sonrisa cómplice a la que yo respondí, aunque con cierta incomodidad. Bajo el mantel, Veronica, que estaba sentada a mi derecha, me había cogido la mano y la estrechaba con fuerza—. ¿No está la sopa de tu gusto, Robert? —preguntó Oscar.

—Estoy dejando que se enfríe un poco —respondí, apretando los dedos contra la palma de Veronica.

—Sabia decisión —fue su réplica, al tiempo que su sonrisa se convertía en una mueca desdeñosa.

Fraser —el prometido de Veronica, ¡menudo inocente!— parecía por completo ajeno a lo que ocurría bajo el mantel, delante de sus propias narices. Como durante el resto del día, esa noche estaba totalmente concentrado en Oscar.

—Marie Aguétant —dijo—. Conozco bien ese nombre.

—Es un nombre célebre —apuntó Oscar.

—¿No fue asesinada por su chulo? Él era español, si mal no recuerdo. ¿Polo? ¿Pablo? Algo así.

—Sí —dijo Oscar, secándose los labios—. La policía llegó en efecto a arrestar al español. Lo juzgaron y fue declarado culpable. Lo mandaron a la guillotina. Naturalmente, era inocente.

—¡Oh, vamos, Oscar! —protestó Fraser—. Recuerdo el caso. Leí todo lo que apareció sobre él. Fuera cual fuera su nombre, era un mal hombre.

—Sin duda, un hombre terrible. Le conocí. Era malvado. Pero también era inocente del asesinato de Marie Aguétant.

Fraser se había vuelto directamente hacia Oscar. También había abandonado su sopa, aunque por otras razones.

—¿Y cómo sabe usted que era inocente, Oscar? ¿Cómo puede estar tan seguro?

—Porque he conocido al asesino de Marie Aguétant del mismo modo que he conocido al asesino de Billy Wood.

Debajo de la mesa, Veronica me soltó la mano.

—Oh, Oscar —exclamó, inclinándose hacia él con actitud implorante—, no hablemos más de eso esta noche. Estamos en París, y éste es mi regalo de cumpleaños…

—Muy cierto, querida señora —dijo Oscar, y mientras hablaba (quizá lo imaginé, aunque no lo creo, pues lo anoté en mi diario del momento) lanzó una mirada hacia el chef d’orchestre y, en el momento en que sus ojos se encontraron con los de Rigo, la orquesta rompió a tocar la primera mazurca de la noche. Oscar tendió la mano sobre la mesa, tomó la de Veronica y la besó—. Tiene usted la mano muy caliente, querida —murmuró.

—Pero, Oscar —prosiguió Fraser, empleando su cuchara sopera para hacer hincapié en su argumentación—, si cree que conoce la verdadera identidad del asesino de Marie Aguétant, debería compartir esa información con la policía.

—No —respondió Oscar, negando con la cabeza—. A Marie no le habría gustado.

—Pero si está muerta —dijo Fraser—. ¿Cómo puede saber lo que le habría gustado?

—Porque me lo dijo antes de morir —respondió sin más—. La conocía bien. La quería. Nos entendíamos a la perfección. Era uno de los pocos seres humanos que me han entendido. Y le estoy agradecido por ello.

—Y, aun así —intervino Veronica en voz baja con las manos entrelazadas bajo la barbilla—, era lo que Robert llama con afectada timidez «una hija del placer»… Era una hija de la noche, ¿no es así?

—Una prostituta —dijo Fraser.

—Una cortesana —le corregí.

Oscar pareció no inmutarse.

—Sin duda… era todo eso y mucho más. Pero la quise, y no por su profesión, ni por sus compañías, sino por su personalidad, que era única. La personalidad es algo muy misterioso. No puede valorarse a un hombre por lo que hace. Puede cumplir la ley y ser despreciable. Puede incumplir la ley y aun así ser un caballero. Puede ser malo sin haber hecho nunca nada malo. Puede cometer un pecado contra la sociedad y tomar conciencia, gracias a ese pecado, de su propia perfección…

Habían retirado ya la sopa y empezaban a servirnos las trufas.

—Y, hablando de perfección… —Oscar supervisó, complacido, su plato. La música había dejado de sonar; la orquesta se había tomado un momentáneo descanso entre pieza y pieza. Oscar miró, uno a uno, a los miembros de nuestro pequeño grupo. Cada uno de nosotros sonreía—. Espero que Le Grand Café sea de su agrado —dijo—. En algunos restaurantes parisinos existe cierta hosquedad en el servicio. Aquí se esmeran sobremanera por complacer. —Mientras hablaba, dedicando al sommelier una sonrisa y su bendición al Borgoña, en el otro extremo del salón, junto a las puertas que comunicaban con la cocina, dos camareros colisionaron y tuvo lugar un gran estruendo (comparable al de los timbales) cuando un par de bandejas llenas hasta arriba de platos y de cubiertos fueron a estrellarse contra el suelo. Se produjo un instante de silencio en el salón, seguido por la risa procedente de media docena de mesas y de un clamor general de aplausos—. ¿Lo ven? Hacen eso simplemente para complacer a su clientela británica. Saben muy bien que para un caballero inglés una broma es el equivalente del jarro de agua encima de una puerta entreabierta.

Nos reímos; devoramos las trufas; nos echamos el Borgoña al coleto. Veronica puso su mano sobre mi muslo por debajo de la mesa.

—Esto es maravilloso, Oscar —dijo, sonriendo a nuestro anfitrión—. Gracias.

—No me dé a mí las gracias —dijo—, sino a su prometido. Lo de París en primavera fue idea suya. Agradézcaselo a Fraser. Y a Francia. Los ingleses tienen una extraordinaria capacidad para convertir el vino en agua. Aquí es distinto.

—Doy fe de ello —concedió Fraser, dejando a la vista su fila de dientes blancos y levantando su copa hacia el salón—. Desde luego, esto poco tiene que ver con el comedor de oficiales de Scotland Yard.

Oscar sonrió y siguió la dirección de la mirada de Aidan Fraser, cuyos ojos recorrieron el salón hasta posarse en Rigo. El maestro tocaba su violín con brío, cabeceando al son de la música y mirándonos fijamente mientras tocaba. Nos deleitaba en ese momento con una selección de alegres polcas entre las que intercalaba canciones gitanas de amor lírico.

—Escuchen la música —dijo Oscar—, por turnos rapsódica y triste. Rigo sabe leernos el alma, ¿no les parece?

Más tarde, esa misma noche, cuando Oscar y yo estábamos acostados en nuestras respectivas camas («Puedes ocupar la cama que está más cerca del cuarto de baño, Robert; ése habría sido el privilegio de la señora Doyle») y, envueltos en la densa oscuridad tan sólo aliviada por el resplandor del último cigarrillo posterior a la cena de mi amigo, entre susurros, como escolares que se cuentan historias en el dormitorio tras la orden de «luces apagadas», comentábamos los placeres de la noche, le pregunté a Oscar si podía contarle un secreto.

—Por supuesto —susurró, tranquilizador—. Estamos en París. En Londres lo ocultamos todo. En París lo revelamos todo. Ésa es la norma.

—Estoy enamorado de la señorita Sutherland.

—¿Y…? —preguntó con voz suave, girando la cabeza hacia mí.

—¿Y? —repetí—. Y nada. Ése es mi secreto.

Oscar se echó a reír entre dientes. Poco a poco, su risilla se convirtió en rugido, y el rugido en carcajadas.

—¡Robert! ¡Robert! ¡Robert! —gritaba, tosiendo y resollando entre risas e intentando sentarse en la cama para recobrar el aliento—. ¡No puede ser que ése sea tu secreto! ¡Pero si el mundo entero sabe que amas a la señorita Sutherland! ¡Hoy te has perdido la mejor comida de París porque tenías las manos en las de ella debajo del mantel cuando deberían haber estado encima, ocupadas en lo que les correspondía, manejando los cubiertos! ¡No es ningún secreto que ames a la señorita Sutherland!

Me sentí como un auténtico estúpido. Me ardía la cara de vergüenza.

—¿Tan evidente es?

—Si le hubieras alquilado un globo a monsieur Montgolfier y hubieras lanzado panfletos por todo París anunciando tu compromiso, no habría sido ni la mitad de evidente.

—Entonces, ¿tú crees que se casará conmigo?

—¡No seas absurdo, Robert! Ni siquiera estás divorciado… y ella está prometida a Fraser. Asúmelo: no es momento de publicar vuestras amonestaciones.

—Pero ¿se casaría conmigo si yo fuera libre? ¿O si lo fuera ella?

—Ah —dijo, volviendo a hundirse en las almohadas—, ésa es otra cuestión, Robert. Ahora estamos hurgando en el secreto de la señorita Sutherland, no en el tuyo.

—¿Cuáles son sus verdaderos sentimientos hacia Fraser?

—Buena pregunta.

—¿Y cuáles son los de él hacia ella? ¿Por qué le permite tanta libertad… tanta licencia?

—Cierto.

Se hizo el silencio entre nosotros. Oscar puso fin a su retahíla de réplicas ingeniosas. Echó su cigarrillo encendido en el vaso de agua que tenía sobre la mesilla. Se oyó un imperceptible siseo y la oscuridad de la habitación fue completa.

—¿Crees que no me ama? —susurré.

—Estoy seguro de que le importas —respondió amablemente.

—Pero ¿me ama? Me permite que le haga el amor. Y esta noche ha sido ella quien ha puesto su mano sobre la mía.

—Sí —dijo Oscar con dulzura—. Ha sucumbido a esa tentación.

—Pero ¿por qué… si no me ama?

—Robert, como dice el poeta en La esfinge sin secreto, «Las mujeres están hechas para ser amadas, no para ser comprendidas».

—¿Qué poeta es ése?

—Oscar Wilde —respondió—, uno de tus favoritos. Creo que deberíamos concederle la última palabra, ¿no te parece? Buenas noches, Robert.

—Buenas noches.

Oscar durmió a pierna suelta. Yo no. Minutos después de habernos dado las buenas noches, el macabro sonido de los ronquidos de mi amigo —comparable al eterno repiqueteo de la muerte— llenó el aire de la noche. Hundí la cabeza bajo la almohada y, para distraer mi atención, intenté llenar mi mente de fantasías sensuales. No lo logré. Allí donde esperaba ver a Veronica acercar sus blandos labios a los míos, se abalanzaban sobre mí desde la oscuridad unos rostros inmensos —duros y crueles—, indeseados, como faros de un tren que se aproximaba. Deseé tener los sonrientes rasgos de Veronica sobre mi almohada; en vez de eso, me enfrenté a los ojos ciegos de Bellotti, a la mirada lasciva y malévola de O’Donnell y a la boca de pequeños dientes blancos de Fraser. Por fin, con el paso de las horas, me sumí en un sueño intermitente. Recuerdo tan sólo un sueño de esa noche. En él no aparecía Veronica, ni Kaitlyn ni Marthe… ni siquiera Constance, quien, curiosamente, a menudo estaba presente en mis sueños. Soñé que Conan Doyle examinaba la cabeza cortada de Billy Wood bajo la araña de gas de Tite Street.

Por la mañana, Oscar se levantó temprano. Se había bañado, afeitado y vestido mientras yo seguía durmiendo. Desperté bañado en una ráfaga de su aroma favorito (Canterbury Wood Violet) y ante la visión de su rostro amplio y alargado mirándome a los ojos.

—Despierta, despierta, amigo mío —me instó—. Te has perdido el amanecer. A este paso, te perderás también el desayuno.

—Estás radiante esta mañana —mascullé, tapándome la nariz y los ojos con las sábanas.

Oscar había corrido las cortinas y había abierto las contraventanas de un empujón. Una luz blanca y cegadora entraba a raudales en la habitación.

—Hoy es el día de santa Baltilda —declaró—. Debemos honrarla como merece.

—¿Quién diantre fue santa Baltilda?

—En el cielo, ocupa un lugar entre las favoritas del Altísimo. Era una muchacha inglesa que se convirtió en reina de Francia hace mil años. Cuando era niña, fue secuestrada por unos piratas y vendida como esclava. Más adelante, llamó la atención del rey Clovis II.

—¿Quién era él?

—El Robert Sherard de los francos —exclamó, quitándome las sábanas con un poderoso y amplio tirón—. El rey Clovis era incapaz de resistirse a un tobillo hermoso. Santa Baltilda es la patrona de los tobillos hermosos. Tienes que levantarte y prender un cirio en su altar. Murió en París, como les ocurre a los mejores.

Rodé sobre la cama y posé los pies en el suelo helado.

—Es demasiado temprano para bromas, Oscar —mascullé—. ¿Dónde están mis zapatillas?

—¿Has rezado a san Antonio y a santa Ana?

Solté un gemido.

—Tú y tus benditos santos…

Se había colocado junto a la ventana y se estaba retocando la corbata en el espejo que colgaba de una de las puertas de un gran armario de nogal. Miró mi reflejo en el espejo.

—Todo gira en torno al santoral, Robert —dijo con una sonrisa.

—¿A qué te refieres? —pregunté, confuso. (La lista de vinos de Le Grand Café estaba empezando a pasar factura).

—Este caso nuestro —respondió, volviéndose hacia mí—. Todo gira en torno al santoral… y a la tentación. —Abrió el armario y eligió una camisa, una chaqueta y unos pantalones para mí, dejándolos luego al pie de la cama—. Ésta ha sido una noche provechosa en cuanto al asesinato de Billy Wood —reflexionó—. De pronto, algunas cosas en las que había soñado vagamente se han hecho realidad. Las cosas en las que jamás había soñado me han sido gradualmente reveladas. Vístete, mon ami. Le tout París nous attend.

No fue hasta poco después de pasadas las nueve cuando encontramos a Aidan Fraser en el salón de múltiples espejos del Hôtel Charing Cross. Estaba sentado solo a una mesa puesta para cuatro.

—Veronica ya ha desayunado —anunció—. Ha salido a dar un paseo. No tardará.

—Le veo turbado, amigo mío —dijo Oscar mientras tomábamos asiento.

—Lo estoy —respondió Fraser—. He recibido un telegrama de Londres.

—¿De Scotland Yard?

—Sí —respondió, sosteniendo el sobre en alto para que lo viéramos—. De Gilmour.

—¿Malas noticias?

—Las peores. Hemos perdido a nuestro principal testigo.

—¿A Bellotti? —preguntó Oscar.

—Sí —respondió el inspector—. A Bellotti. Bellotti está muerto.

—¡Muerto! —exclamó Oscar—. ¿Ha dicho muerto?

—Sí.

—No puedo creerlo —dijo Oscar. Se llevó la mano a la boca y cerró los ojos—. Pero ¿cómo es posible? —murmuró, hablando como aturdido—. ¿Muerto? —repitió—. ¿Quiere decir asesinado?

—No, no ha sido asesinado —replicó el inspector, abriendo el telegrama—. Al parecer, ha sufrido un accidente… o quizá haya sido un suicidio. Le ha arrollado un tren.

—¿Menciona Gilmour al enano?

—¿Al enano? —preguntó Fraser, sin comprender. Clavó la mirada en el telegrama—. No, el telegrama no menciona a ningún enano.

—Bien —dijo Oscar, soltando una risa amarga, recobrando la compostura y sirviéndose una taza de chocolate caliente—. Hasta aquí París en primavera. Debemos volver a Londres de inmediato.