20.

Ashford Station

Susana Wood colgaba sin conocimiento de los brazos de Oscar. Desde el extremo más alejado de la plataforma, mi asaltante ferroviario vio lo ocurrido y, de inmediato, corrió hacia nosotros para ofrecer su ayuda. Entre todos llevamos a la pobre mujer a lo que el ferroviario llamó «el cuartito del jefe de estación»: una habitación oscura de techo bajo del tamaño de un vagón de tren, encajonada detrás de la taquilla de venta de billetes. Fue allí, delante de un fuego de carbón no mayor que un colador, donde colocamos a la señora Wood en un viejo sillón y la reanimamos con una taza de té dulce fortificada con un trago del «brandy reserva especial» del jefe de estación. Oscar aceptó también un trago. Se le aguaron los ojos.

—Revitalizador, ¿eh? —dijo el ferroviario.

—Resucitaría al mismísimo Lázaro —respondió Oscar.

Cuando la señora Wood volvió en sí, Oscar, sentado en una silla de madera de cara a ella, tomó sus manos en las suyas y dijo muy serio:

—Mi querida señora, deje de ocultarme la verdad.

Me senté en el borde de la mesa del jefe de estación y saqué mi libreta de notas.

La señora Wood miró lastimeramente a Oscar a los ojos y dijo:

—¿Cómo sabía usted que Edward O’Donnell es mi marido?

—Porque lleva un anillo de oro rosa en el dedo anular —fue la respuesta de Oscar—. Me di cuenta la primera vez que me encontré con él en la puerta de su casa e intentó golpearme la cara con la mano. —Oscar sostuvo ante él la mano izquierda de la señora Wood—. Lleva usted un anillo de oro rosa idéntico en el tercer dedo de su mano izquierda —dijo—. Lo vi cuando le devolví esta otra alianza, la que llevaba Billy.

Susana Wood cerró los ojos.

—¿Colgarán a Edward?

—Es posible —dijo Oscar—. No lo sé. Hábleme de su arresto.

Sin dejar de vacilar en ningún momento, y apremiada por Oscar, la señora Wood nos contó lo ocurrido. Esa misma mañana, entre las cinco y las seis, antes del amanecer, la policía había hecho su aparición en The Castle. El ruido de sus porras golpeando contra la puerta principal la había despertado. Susannah acudió a la puerta, según dijo, «desconcertada, medio dormida». En un principio, creyó que debía de tratarse de O’Donnell que volvía a casa presa de uno de sus arranques de furia etílica, pero no tardó en darse cuenta de que le había oído entrar por la entrada del sótano horas antes. Cuando se dispuso a abrir la puerta principal, los golpes cesaron.

—Hubo un instante de repentino silencio —dijo—, y entonces supe que algo terrible estaba a punto de ocurrir. Al abrir la puerta, cinco o seis policías, todos uniformados, y todos porra en mano, irrumpieron en la casa. Uno de ellos gritó al entrar:

—Hemos venido a buscar a O’Donnell. ¿Dónde está? ¿Dónde está, mujer?

La policía no tardó mucho en encontrar a su presa. O’Donnell, que seguía vestido con la misma ropa que llevaba la noche anterior, y que no se había quitado ni la gorra, ni la capa, ni las botas, dormía como un tronco, despatarrado como un hombre crucificado sobre un colchón colocado en el suelo del lavadero.

—Allí es donde dormía cuando estaba borracho —dijo la señora Wood. Mientras dos policías lo ponían en pie, él apenas se movió. Cuando otros dos agentes lo esposaron, O’Donnell abrió los ojos y empezó a maldecir. Poco a poco, a medida que los agentes le empujaban y tiraban de él por la escalera del sótano, recobró fuerzas y, entre terribles juramentos e imprecaciones, intentó liberarse.

—Tiene la fuerza de un buey —dijo la señora Wood—, pero ellos eran demasiados. Lo redujeron con sus porras. Le golpearon en la cabeza. Lo molieron a golpes hasta que por fin cayó inconsciente al suelo. Luego cargaron su cuerpo en la parte trasera del coche de policía.

—¿Un coche de policía? —preguntó Oscar, sorprendido—. ¿Está usted segura?

—¿Acaso no se llaman así? —preguntó a su vez la señora Wood—. Era un gran carruaje, completamente cerrado y pintado de negro, tirado por dos caballos. Podría haber dado cabida a una docena de prisioneros. Supuse que sería un coche de policía.

—Debieron de llevarlo desde Londres —dijo Oscar.

—Sí. El oficial que estaba al mando dijo que lo habían llevado especialmente desde Londres. Dijo también que llevaban a Edward a los calabozos de la comisaría de Bow Street. Y que lo acusarían de asesinato. —La señora Wood, que hasta entonces había conservado la calma mientras narraba su relato, se echó a llorar—. Le colgarán, señor Wilde. Le desprecio, pero es todo lo que me queda… y le colgarán.

—Ese «oficial que estaba al mando» —empezó de nuevo Oscar—. ¿Podría describirlo?

—No, creo que no —respondió la señora Wood, respirando hondo y haciendo un fuerzo supremo por recobrar la compostura—, estaba oscuro y todo terminó en cuestión de segundos.

—¿Iba uniformado?

—No, pero sin duda estaba al mando, a pesar de que parecía ser el más joven de todos. Era alto… eso sí lo recuerdo. Y también muy pálido.

—¿Le dio su nombre?

—No se lo pregunté.

—¿No era el mismo oficial que la llevó a identificar el cuerpo del pobre Billy?

Sin previo aviso, Susannah Wood dejó escapar un penetrante chillido y se apartó violentamente de Oscar, llevándose de pronto los puños a la cara y golpeándose con ellos las sienes.

—¿Por qué me tortura usted de este modo? —gritó.

Oscar se inclinó hacia ella y le susurró, alarmado:

—Créame, querida señora, cuando le digo que soy su amigo. Por nada del mundo le haría daño. He sido un desconsiderado recordándole el horror de lo que ha tenido usted que ver. Perdóneme.

—¡Yo no he visto nada! —chilló la mujer.

—¿Cómo? —exclamó Oscar—. ¿No la llevó a la morgue la policía?

La señora Wood se volvió a mirar a Oscar. La angustia desfiguraba su rostro surcado por las lágrimas.

—¿Me está diciendo que han encontrado el cuerpo de Billy? ¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Dónde puedo ir a ver a mi pequeño? Está muerto, lo sé. Sé que está muerto —aulló—, pero ¿acaso no tengo derecho a tener su cuerpo entre mis brazos y acunarle por última vez? Era mi hijo.

La pobre mujer había logrado levantarse y se estaba poniendo el abrigo. Oscar, totalmente confundido, se había levantado también y la había rodeado con el brazo para retenerla.

—No, no —gritó—. No quiero que me interprete mal. No pretendía darle esperanzas. La he confundido. Y me he confundido. Creía que un agente de policía habría pasado a verla para pedirle alguna imagen de su hijo: una fotografía que sirva de ayuda para la identificación de su cuerpo en caso de que aparezca… —Relajó la firmeza de su abrazo—. En caso de que aparezca —repitió.

Susannah Wood volvió a sentarse. Se secó las lágrimas de los ojos.

—Entonces, no han encontrado su cuerpo —dijo.

—No —respondió Oscar, tomando asiento a su vez—. No. Me he expresado mal. Le ruego que acepte mis más sinceras disculpas. —La señora Wood tomó entre las suyas la mano de Oscar y, llevándosela a la mejilla, la sostuvo allí.

El ferroviario interrumpió el silencio que se hizo a continuación echando unos trozos de carbón al fuego y anunciando que tenía el tiempo justo para ofrecernos una taza de té recién hecho antes de la llegada del tren de mediodía de Dover Prior.

—¿Sería tan amable de servirme otro trago de la reserva especial del jefe de estación? —preguntó Oscar, retirando la mano de la mejilla de la señora Wood y metiéndosela en el bolsillo en busca de otra moneda.

En cuanto el ferroviario volvió a llenar nuestras tazas, nos dejó para ocuparse de sus quehaceres. Después de tomar unos cuantos tragos más de brandy («Era espantoso, Robert. Pero necesario»), se volvió de nuevo hacia la señora Wood.

—El señor Sherard y yo tenemos que volver a Londres —dijo—. Hemos venido a buscarla y a interrogar a O’Donnell, pero al parecer hemos llegado demasiado tarde. Volveremos a Londres y procuraremos averiguar lo que ocurre con su marido. La mantendremos informada. Confíe en nosotros. Somos sus amigos. —Susannah Wood, todavía con lágrimas en los ojos, sonrió a Oscar y una vez más le tomó la mano—. ¿Será capaz de volver a Broadstairs sola? —le preguntó.

—Sí —fue la respuesta de la señora Wood—. Gracias. Estaré bien. Ya nadie puede hacerme daño.

Oscar se levantó.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Por supuesto, señor Wilde. Es usted mi amigo. Lo que sea.

—¿Por qué se casó con él? ¿Por qué se casó con Edward O’Donnell?

La señora Wood guardó silencio antes de responder. Se volvió a mirarme durante un instante. Me avergonzó verme sorprendido con la libreta y el lápiz en la mano. Ella apartó la mirada y fijó los ojos, no en Oscar, sino en el fuego.

—Me casé con él porque me había acostado con él —dijo. Se sonrojó. La marca de nacimiento que tenía en el cuello se tomó escarlata—. Me casé con él porque me pareció que era mi obligación.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Oscar.

—Hará ahora casi dos años, no mucho después de su regreso de Canadá. Me forzó. Me reclamó como suya. Dijo que era suya… por derecho. Intenté quitármelo de encima como pude. Grité. Le arañé la cara. Le escupí. Pero con una sola mano me cogió las muñecas y las sostuvo sin ningún esfuerzo sobre mi cabeza, y con la otra me tapó la boca para hacerme callar. Le mordí la carne hasta que corrió la sangre, pero no pude luchar contra él. Era demasiado fuerte. Me tomó… y, después de tomarme una vez, volvió, una noche tras otra. Al principio, opuse resistencia, me resistí con todas mis fuerzas, pero después… sucumbí, me rendí. Y, aunque parezca extraño, con el tiempo llegué incluso a sentir cierto consuelo al acostarme con él, a pesar de lo bruto que era. —Apartó los ojos del fuego y miró a Oscar—. Me casé con Edward O’Donnell porque era el hermano de William O’Donnell. Me acostaba con Edward y pensaba en William.

—Lo entiendo —dijo Oscar.

—Y, cuando no estaba bebido, cosa que no ocurría a menudo, se lo garantizo, había algo en él, en su forma de andar, en su risa, que casi me devolvía a mi William a la vida. Aunque le despreciaba, llegué también a amarle. Le desprecio todavía, y aun así le amo, incluso ahora… ¿Puede usted también entender eso?

—Oh, sí —dijo Oscar—. A menudo, lo que más despreciamos es lo que más amamos. Y nos despreciamos a nosotros mismos por amar aquello que no deberíamos, por amar a aquellos que reconocemos no merecedores de nuestro amor. Lo entiendo perfectamente.

La señora Wood se volvió hacia mí y, sonriendo, añadió, como diciéndome algo que quizá también yo fuera a entender:

—También me casé con él por el bien de Billy.

—¿Por el bien de Billy? —repetí, sin saber exactamente a qué se refería.

—Para protegerle.

¿O’Donnell estaba celoso de Billy? —preguntó Oscar.

—Enloquecidamente. Estaba celoso de mi amor por Billy. Billy lo era todo para mí. Era algo que yo no podía ocultar; creí que si accedía a casarme con Edward, quizá lograría así que tuviera menos celos del chico y le dejara en paz.

—¿Y lo consiguió? —pregunté.

—Durante un tiempo, aunque no mucho. Como el señor Wilde le dirá, señor Sherard, Billy era un muchacho excepcional. Tenía la hermosura de un ángel, pero el espíritu de un niño, y también su premura y su dulzura. Era la perfección misma. Ya sé que soy su madre, ¡pero es cierto! Billy era perfecto… Por eso Edward pretendía corromperle. Se lo llevó a Londres y lo condenó a una vida de degradación.

Oscar no dijo nada. Se tomó el resto del brandy del jefe de estación que aún le quedaba en la taza antes de coger el sombrero y el bastón, a punto para marcharse.

—¿Billy se fue de buen grado a Londres? —pregunté.

—Al principio no —respondió la señora Wood—. Un hombre llamado Bellotti estuvo alojado un verano en The Castle y le cogió cariño a Billy. Dijo que le buscaría trabajo en Londres. Edward dijo que debía ir. Billy no sabía qué hacer, pero Edward le obligó. El chico sólo tenía catorce años. No tuvo elección. Le tenía miedo a su tío. Edward O’Donnell es un hombre violento, señor Sherard. Billy se marchó a Londres asustado, bien lo sé, pero con el tiempo creo que llegó a gustarle la vida allí. Hizo amigos, otros muchachos de su edad, y hombres buenos, decentes, como el señor Wilde… y otros.

Oscar, que se había puesto ya los guantes y el sombrero, estaba de pie junto a la puerta que comunicaba el cuartucho con la taquilla.

—¿Alguna vez Billy mencionó el nombre de Drayton Saint Leonard? —preguntó.

—Oh, sí —respondió la señora Wood—, a menudo. Decía que el señor Saint Leonard era como un padre para él. Y que pensaba llevárselo de vacaciones con él.

—¿Le dijo adónde? —inquirió Oscar.

—No. Creo que al extranjero.

—¿Y a usted le parecía bien? —pregunté.

—Yo quería que Billy estuviera a salvo —respondió—, y tenía la sensación de que con el señor Saint Leonard lo estaría. Sabía que con Edward (mi Edward, mi marido, ¡que Dios se apiade de mí!, el hermano de su padre) nunca estaba a salvo del todo. Si Billy no acataba las órdenes de su tío, le apalizaba. —Cerró los ojos al recordarlo—. Estoy muy avergonzada —susurró.

Cerré la libreta y me levanté.

—Señora O’Donnell —dije—, según su propio testimonio, su marido es un hombre proclive a la violencia, a unos enloquecidos ataques de celos, a actos de innombrable crueldad… ¿Un hombre así no podría haber matado a su hijo?

—Sí, señor Sherard —respondió—. Podría haberlo hecho. A menudo, temía que lo hiciera. Por eso deseaba con todo mi corazón que Billy escapara. Por eso llegué a ver en el señor Saint Leonard a su salvador. Edward O’Donnell, cuando está de buenas, es como mucho el pálido fantasma de su hermano William. A malas, es muy capaz de cometer un asesinato. Pero no mató a Billy, señor Sherard, de eso estoy convencida.

—¿Y cómo lo sabe, señora O’Donnell? —preguntó Oscar.

—Porque fue usted, señor Wilde, quien me dijo que a Billy lo mataron la tarde del pasado martes treinta y uno de agosto…

—Sí —dijo Oscar—. Ése fue el terrible día.

—¿Hay alguna duda acerca de la fecha?

—Ninguna.

—Como tampoco la hay de que la tarde del treinta y uno de agosto, cuando mi pobre Billy estaba en Londres mientras le asesinaban, Edward O’Donnell estaba conmigo, en Broadstairs, en The Castle.

—¿Está usted segura? —pregunté.

—No creo que sea capaz de olvidar ese día, señor Sherard. Como bien dice el señor Wilde, fue un día terrible. Fue el día en que perdí a mis dos hijos.

A punto estuve de hablar, para decirle que no la entendía, cuando Oscar levantó la mano para hacerme callar.

—¿Estaba usted embarazada? —preguntó.

—Sí —respondió la señora Wood—, sólo de algunas semanas, pero sí, estaba embarazada… del hijo de Edward, el hijo del hombre al que amo y desprecio. —Levantó los ojos hacía Oscar—. Él no lo sabía. No le había dicho nada. De haberlo hecho, quizá se habría mostrado amable conmigo… ¿Quién sabe? Ese día estaba borracho, terriblemente borracho. Discutimos.

—¿Sobre Billy?

—Edward dijo que Billy iba a escaparse, que se iba del país con otro hombre, con un amigo de Bellotti. Le dije que me alegraba. Que esperaba que lo hiciera. Dije que le quería lo más lejos posible de él. Entonces me acusó de querer a Billy más que a él. Le dije que era cierto. Que quería a Billy más que a nada en el mundo. Se rió y me dijo que pondría fin a eso. Amenazó con ir a Londres a buscar a Billy. Dijo que le encontraría… y que lo mataría. Y, cuando Billy estuviera muerto, yo sería suya, suya del todo. Estaba fuera de sí, como un auténtico lunático. Era pura locura, provocada por la bebida y los celos. Nos peleamos en las escaleras. Me empujó y me caí. Fue una caída fatal. Más tarde, esa misma noche, perdí el bebé que llevaba dentro. Edward amenazó con matar al hijo de su hermano. Me empujó escaleras abajo y mató al suyo.