19.

27 de enero de 1890

—Los estados de ánimo no duran —solía decir Oscar—. Ése es su principal encanto.

Sin duda, el estado de ánimo relajado con el que había dejado a mi amigo tras nuestro té en el hotel Savoy el martes por la tarde se había evaporado del todo cuando volví a reunirme con él en el tren de las nueve a Broadstairs el jueves por la mañana. Oscar estaba sentado en el asiento del rincón de nuestro vagón de primera clase, arrebujado en su abrigo, con el cuello de astracán cubriéndole las orejas y mirando desconsoladamente las grasientas gotas de lluvia que se perseguían hacia el suelo por el sucio cristal de la ventanilla.

—Esto no es acogedor —masculló—. Nada acogedor.

Me di cuenta demasiado tarde de dónde estaba el problema. Oscar había olvidado sus cigarrillos. Yo tampoco llevaba ninguno encima y nuestro tren había emprendido la marcha.

—Hay un estanco en el andén de Tonbridge —le dije.

—¡Tonbridge! —suspiró—. Eso está a una hora de aquí. ¡Llevará más que la Crucifixión de Stainer! Y no será menos mortificante. Qué espantosa tortura.

Mientras nuestro tren retronaba lentamente por los suburbios del sur de Londres, Oscar repiqueteaba con las uñas en la tapa del cenicero metálico adosado a la puerta del vagón.

—Entretenme, Robert —me ordenó—. Distráeme. Háblame de tu divorcio.

—No hay ninguna novedad —respondí.

—¡Alguna tiene que haber!

—Foxton, el abogado, se ha callado por fin. Hace semanas que no tengo noticias de él. Ni de Marthe. Me basta con que las cosas se mantengan como están. Me temo que no tengo nada de que informarte.

Oscar volvió a suspirar y cerró los ojos. Viajamos en silencio entre Coulsdon South y Nutfield. En Godstone, cuando el tren hizo una breve parada, albergué esperanzas de conseguir un cigarrillo de un joven al que había visto en el andén. Llevaba una gorra Glengarry y capa, y una alentadora nube de humo le envolvía el rostro. Acababa de encender un cigarrillo y tenía aún la pitillera en la mano. Al principio, pareció que iba a subir a nuestro compartimiento, pero cuando llegó a la puerta y nos vio, pasó de largo. Cuando el tren salió de la estación entre sacudidas, Oscar se removió en su asiento. Contuvo un bostezo y me lanzó una mirada preñada de reproche.

—¿Cuánto hace que conoces a John Gray? —le pregunté.

—Curiosa pregunta —respondió, inclinándose lentamente hacia delante en el asiento—. ¿Por qué me la haces?

—Por nada —respondí, lamentando al instante no haber abordado el tema de un modo menos directo.

—Tiene que haber alguna razón, Robert.

—Ninguna —protesté—. Simplemente quería darte conversación.

—Preguntar por el Ricardo III de Richard Irving, o por el tiempo que hace en Dover, o las consecuencias de la abolición de la esclavitud en la economía de Cuba, eso sí es «dar conversación», Robert. Preguntar cuánto hace que un caballero conoce a otro es «investigar». ¿Por qué me has hecho esa pregunta?

—No tiene importancia —dije, agitando las manos ante mi rostro con la esperanza de que la cuestión se desvaneciera en el aire.

—La respuesta a esa pregunta carece de importancia, sin duda —dijo Oscar, que estaba en ese momento sentado en el borde del asiento y se inclinaba hacia mí—, pero la pregunta en sí es significativa. La haces como la haces, directamente, sin adornos, de repente, porque lleva un tiempo dándote vueltas. Has estado esperando el momento para hacerla. Y sospecho que has hecho la pregunta porque Aidan Fraser ha estado haciéndola también, ¿verdad? ¿Me equivoco?

No dije nada. No quería mentir a mi amigo.

Empezó de nuevo a repiquetear con los dedos sobre la tapa del cenicero de metal.

—El inspector Fraser es un tipo extraño —dijo entre dientes—. Es apuesto, inteligente, amigo de Conan Doyle… Él y yo tendríamos que llevarnos a la perfección, y sin embargo…

—¿Qué? —pregunté.

—Es evidente que a él no le gustan mis compañías ni confía en ellas, Robert.

Abrí la boca para protestar.

—No, Robert, es cierto. Exceptuando a Arthur y a ti, y probablemente también al príncipe de Gales, al primer ministro y al poeta laureado, y quizá, si no hay más remedio, al señor Irving y a la señorita Eben Ferry, el inspector Fraser recela profundamente de las compañías de Oscar Wilde. Así me lo ha hecho saber. ¿O acaso no estabas presente cuando intentó advertirme de que me apartara del caso? Él ve a mis amigos como al «enemigo». Creo que Fraser desprecia a John Gray porque sospecha que tiene talento para la música.

—¿Y eso es un crimen?

—Desde el Acta de Enmienda a la Ley Criminal de 1885, al parecer lo es.

Me reí.

—¿De qué te ríes?

—¿No es una broma? —pregunté.

—Desgraciadamente, no.

Me quedé confundido. Se hizo el silencio.

—No tenía ni idea de que John Gray tuviera talento para la música —dije por fin—. ¿Qué instrumento toca?

—Ninguno.

—¿No será compositor?

—No.

—¿Director de orquesta, entonces?

Oscar sonrió. Sus labios se separaron y me sonrió de oreja a oreja, revelando sus dientes dispares.

—Ah, Robert. Estamos hablando de cosas distintas. Está claro que has pasado demasiado tiempo en Francia. No estás familiarizado con la jerga del demi-monde inglés. Decir que un hombre «tiene talento musical» no es más que un coloquialismo, Robert. Sugiere que, en lo que concierne a sus más bajos apetitos corporales, puede ser un apóstol del amor griego.

—Ah —dije—. Entiendo. —Me sonrojé. De nuevo se hizo el silencio.

No creo que el término «homosexual» se conociera en 1890. Y, si me equivoco, lo cierto es que jamás llegó a mis oídos. Actualmente, en cualquier cóctel hay alguien que saca a relucir expresiones como «homo» y «gay» sin la menor vergüenza, pero la época victoriana era más discreta… y no por ello peor. Hoy en día, eso que Oscar y su amigo, lord Alfred Douglas, dieron en llamar «el amor que no puede expresar su nombre», manifiesta a voz en grito su presencia universal, pero en aquel entonces las cosas eran muy distintas. Hace cincuenta años, es indudable que cualquier hombre de mundo estaba familiarizado con el fenómeno de la inversión sexual, pero no era un tema que hubiera esperado comentar abiertamente.

—Y bien —dije, un instante después—. ¿Tiene entonces talento musical?

Oscar se rió.

—¿John Gray? Sí. Y no sabes lo que le preocupa al pobre muchacho. Está tomando «la cura»: baños fríos, carreras bajo la lluvia, dormir en tablas de madera y rezar constantemente. Esto último es un error: ya se lo he dicho. El Altísimo ama al pecador, pero no soporta al aburrido. En cualquier caso, no hay forma de convencerle. Está empeñado en ser «puro» antes de ser recibido.

—¿Recibido? —Repetí la palabra con sumo cuidado, repentinamente temeroso de que pudiera estar ante otro eufemismo desconocido para mí—, ¿recibido por quién?

—Por la Iglesia católica. John Gray lleva ya unos meses bajo instrucción. Espera ser recibido en el seno de la Iglesia en cuestión de un par de semanas, el catorce de febrero. Dadas las circunstancias, mucho me temo que la fecha no augura nada bueno.

—¿Y cuánto hace que le conoces? —Algo me dijo que en ese momento podía hacer la pregunta con seguridad.

—No el tiempo suficiente. Me gustaría conocerle mejor. Le conocí en una fiesta en el King’s Road, una reunión de poetas. Era el único que no tenía nada de prosaico. Vino a mi encuentro y se presentó.

—¿Fue él quien te buscó?

—Sí, toda una bendición, pues es un hombre apuesto, ¿no crees? Hasta Fraser y tú debéis de poder apreciarlo. Me dijo que se había procurado una invitación a la fiesta con el único fin de conocerme. Me dijo que yo era su «obsesión». Y lo dijo del modo más encantador. Me sentí halagado. ¿Quién no?

—¿Y cuándo fue eso?

—Varios días después del asesinato de Billy Wood. No veo cómo podríais Fraser o tú implicarle en este asunto.

—No es ésa mi intención —repliqué—. En absoluto. Aunque…

—¿Aunque qué?

Inspiré hondo antes de hablar.

—Me resulta curioso que un joven al que apenas conoces, y al que aparentemente conociste por casualidad, así, de forma inesperada, empiece de pronto a aparecer en los momentos clave del drama… Eso es todo.

—¿«En los momentos clave»? —refunfuñó—. ¿Qué «momentos clave»?

—Cuando te atacaron en Soho Square, cuando llegó a tu casa la cabeza de Billy Wood…

—¡Robert! ¡Robert! ¡Robert! —Oscar se balanceaba lentamente adelante y atrás en su asiento, mirándome con ojos malignos—. ¡Piensa bien lo que dices! Cuando trajeron a mi casa la cabeza de Billy Wood, ¡también tú estabas allí! Y Fraser y la señorita Sutherland… ¡Y Constance y los Conan Doyle! ¿Me estás diciendo que también la señora Conan Doyle es uno de nuestros sospechosos?

—No, Oscar. Claro que no. Lo que digo es que quienquiera que haya matado a Billy Wood debe de ser alguien que está al corriente de tu manifiesto interés en el caso… y que sabe dónde vives. Dejaron la cabeza del pobre muchacho en la puerta de tu casa.

—La entregaron en mi club, Robert, y la lista de los que están al corriente de mi interés por Billy Wood y de que soy socio del club Albemarle es sin duda larga. Empieza por la infeliz señora Wood y el desgraciado de O’Donnell y se extiende desde Bellotti y su banda de hombres alegres hasta Fraser, y supongo que, por medio de él, a medio cuerpo de la Policía Metropolitana, sobre todo, y sin la menor sombra de duda, a los oficiales implicados en lo que Fraser es dado a llamar «el desagradable asunto de Cleveland Street». Hasta la señora O’Keefe sabe que soy miembro del Albemarle. Recuerda que fue a encontrarse allí conmigo. ¿La has incluido en la lista?

Me supe derrotado, abrumado por el torrente de palabras de Oscar. Eché una mirada por la ventanilla. La lluvia amainaba.

—Pronto llegaremos a Ashford —dije—. Allí cambiamos de tren.

Entonces él estalló.

—¿Y qué ha pasado con Tonbridge? —exigió saber—. ¡Me prometiste un cigarrillo en Tonbridge! —Era obvio que no sabía si reír o gruñir. Empezó a toser: una tos seca, breve y rasposa de la que fue incapaz de deshacerse. Se inclinó hacia delante y me indicó que le golpeara en la espalda para ponerle fin. En ese momento, se reía, tosía, resobaba y hablaba, todo al mismo tiempo—. Y, Robert —balbuceó—, no des por hecho que quien envió la cabeza cortada es necesariamente el asesino. —Me indicó que le golpeara más fuerte—. Me enviaron la cabeza para decirme algo —jadeó—. Pero ¿qué? —La tos no remitía—. Más abajo —dijo con voz áspera—. Golpéame más abajo.

Estaba sentado prácticamente en el borde del asiento, doblado sobre sí mismo, con mi pierna izquierda entrelazada en la suya y mi rodilla derecha sobre el asiento adyacente. Yo seguía golpeándole rítmicamente la parte inferior de la espalda con el borde de mi mano cerrada cuando el tren se detuvo de golpe en Ashford Station. De pronto, la puerta del vagón se abrió de par en par y un agente del servicio de ferrocarril me empujó violentamente al suelo.

—¡Fuera! —rugió. Se volvió a mirar a Oscar—. ¿Está usted bien, señor? —Buscaba un silbato en su bolsillo.

Oscar levantó la mirada. Tenía los pulmones descongestionados y sonrió al agente.

—Estoy bien, gracias. Le aseguro que no es necesario llamar a la policía. Este caballero es amigo mío. Estaba ayudándome.

—¿Cómo? —rugió el ferroviario—. Pero si le estaba moliendo a palos.

—Le aseguro que no. Me había dado un ataque de tos —dijo Oscar, llevándose la mano al bolsillo del abrigo—. Las apariencias pueden ser muy engañosas. —Encontró una moneda y se la dio a su rescatador—. Gracias —dijo—. Gracias por sus buenas intenciones.

El empleado sintió el peso de la moneda y masculló:

—Gracias, señor. —Me lanzó una mirada preñada de desprecio, como si hubiera podido escupirme de no haber sido por la presencia de un caballero. Le devolví la mirada y reparé en que debía de rondar los sesenta y cinco años. Tenía profundas arrugas en su rostro curtido; el pelo, que le asomaba por debajo de la gorra, era gris como la ceniza. Oscar se levantó despacio y dejó que el hombre le ayudara a bajar al andén—. ¿Necesita algo más, señor? ¿Un mozo o alguna otra cosa?

—Un cigarrillo —dijo Oscar, sonriéndole—, si tiene alguno. —El ferroviario se quitó un cigarrillo de detrás de la oreja derecha y se lo ofreció. Oscar se llevó al instante la mano al bolsillo del abrigo y le dio otra moneda.

Con suma cautela, y manteniéndome a cierta distancia, bajé del vagón tras ellos.

—Necesitamos tomar el tren que va a Broadstairs —dije.

—Andén número tres —respondió el empleado—. A y veinte.

Oscar le ofreció una tercera y última muestra de su aprecio.

—Robert —dijo al tiempo que el empleado se retiraba, llevándose la mano a la gorra para saludar a Oscar y lanzándome una última mirada desdeñosa al pasar—, ¿tienes fuego?

Yo estaba confundido. Mientras la cabeza y el corazón todavía me palpitaban con furia tras el inesperado asalto sufrido un momento antes, busqué en mi bolsillo y encontré una caja de cerillas. Me temblaban ligeramente las manos, pero Oscar no pareció darse cuenta.

—¿Quieres que compartamos el cigarrillo? —preguntó—. Podemos fumarnos la mitad cada uno o darle caladas alternas.

—Fúmatelo tú —respondí. Prendí una cerilla y la sostuve protegida entre las manos mientras encendía el cigarrillo. Todavía estábamos en el andén de la estación, junto al compartimiento del que acabábamos de bajar. Aunque Oscar estaba de espaldas al tren, cuando sonó el silbato y el tren arrancó de pronto, siguiendo su ruta hacia Folkestone, vi pasar por encima del hombro de Oscar el compartimiento contiguo al que él y yo habíamos ocupado. En el asiento del rincón situado junto a la ventanilla iba sentado el joven de la capa y gorra Glengarry. Ya no estaba envuelto en un velo de humo de cigarrillo. Pude verle con toda claridad. Era John Gray.

El tren avanzó ruidosamente. Oscar dio una calada a su cigarrillo con los ojos cerrados y con una mueca de suprema satisfacción en los labios. Cuando el tren desapareció, abrió los ojos y me sonrió. No supe qué decir.

Empecé así:

—Esto es pero que muy extraño, Oscar…

—Sí —dijo.

—¿Sabes a quién acabo de ver?

—Sí —dijo—. ¿Te parece una coincidencia?

—No lo sé, aunque…

—Pronto lo descubriremos. Ella nos ha visto. Viene hacia nosotros.

En cuanto me volví, vi, avanzando hacia nosotros por el andén, medio caminando y medio corriendo, a una joven que vestía un largo abrigo negro. Bajo el sombrero llevaba un velo, pero en cuanto se acercó vi el temor en sus ojos y lágrimas de desesperación en sus mejillas.

—Señora Wood —dijo Oscar, tirando el cigarrillo al suelo y tomando las manos de la señora entre las suyas—, íbamos de camino a verla y al parecer usted iba de camino a vernos a nosotros.

—Oh, señor Wilde —dijo—. Se lo han llevado. Han arrestado a Edward, señor Wilde. Van a acusarle. Le colgarán.

—¿Y él es su marido? —preguntó Oscar.

—Sí, es mi marido… —susurró ella antes de caer desmayada en sus brazos.