18.

¿Dónde está la sangre?

—¿Tenemos que tomar un tren? —pregunté al tiempo que la señora O’Keefe cerraba la puerta del 22 de Little College Street a nuestra espalda y adaptábamos la vista a la sorprendente luminosidad del mundo exterior. Eran poco más de las dos y media. El cielo estaba nublado y una capa de neblina sulfurosa, común en esos días en las calles adyacentes al río, impregnaba el aire. Sin embargo, en contraste con la penumbra dibujada por la luz de las velas que envolvía la casa, la calle era un puro resplandor.

—No —dijo Oscar, sacando un pañuelo y sonándose la nariz—, hoy no. Es ya demasiado tarde. Y mañana estoy comprometido. Voy al ensayo de la nueva producción del Lyceum. No sabes con cuánta ilusión lo espero. Pero el jueves, Robert, si estás libre, tomaremos en efecto el tren. En primer lugar, volveremos a Broadstairs. Tenemos que encontrar a O’Donnell, sobrio, a ser posible. Tenemos que volver a ver a la señora Wood. Esa será nuestra misión para pasado mañana. Pero por ahora, amigo mío, ya que estamos aquí, deberíamos desandar los últimos pasos de Billy Wood. Por aquí, creo.

Apuntó con el bastón a la acera de enfrente y bajó con paso alegre a la calle vacía. Aunque Oscar tenía treinta y cinco años, a mí siempre me había parecido mayor. Era corpulento; voluminoso; y nada dado al ejercicio físico. A menudo lamentaba la desaparición de la silla de manos. Normalmente, cuando se movía, lo hacía a regañadientes, a paso de tortuga y no de liebre. Esa tarde, sin embargo, en las callejuelas vacías de Westminster, observé una agilidad en su caminar que no había apreciado antes.

Me leyó el pensamiento.

—Sí, Robert —dijo, poniéndome la mano en el hombro al cruzar la calle adoquinada—, estamos desandando los pasos finales del pobre Billy Wood. Aun así, estoy animado. Me siento embriagado, y no sólo por el champán barato de Bellotti. Mi mente se rebela ante el estancamiento. Aborrezco la triste rutina de la existencia. El juego ha empezado… y el corazón me late más deprisa. Me siento estimulado porque en la tragedia hay excitación. Nos entusiasmamos con Eurípides como jamás lo hacemos con Platón.

Se detuvo en mitad de la calle y se volvió a mirar a la ventana del primer piso de la casa que acabábamos de abandonar. La pesada cortina había sido parcialmente descorrida y allí, en la ventana, estaba Aston Upthorpe, con su absurda boina de pintor, mirándonos. Levantó la mano y nos saludó. Oscar le devolvió el saludo.

—Pobre hombre. Cuánto amaba a ese chico. Qué patético resulta el amor no correspondido en un anciano, ¿verdad? Que Dios nos libre.

El repentino repiqueteo de cascos interrumpió esa sensiblera meditación. El carro de un repartidor de carbón giró la esquina y se acercó rodando lentamente hacia nosotros. Oscar me agarró del brazo y nos apresuramos para ponernos a salvo en la acera opuesta.

—Veamos, Robert, el muchacho sale de la casa y, según palabras de Upthorpe, nuestro único testigo, gira a la izquierda y cruza corriendo la calle. No se para a pensar qué dirección tomar. Sabe muy bien adonde va. Su cita es a las dos, pero no anuncia su partida hasta que oye que el reloj da la hora. ¿Por qué? Porque sabe que no tiene que ir muy lejos. Llega a la esquina de la calle, gira a la derecha… e inmediatamente de nuevo a la derecha… y llega aquí. —Estábamos en ese momento en Cowley Street—. El trayecto nos ha llevado apenas dos minutos. Un muchacho de dieciséis años podría recorrer la distancia corriendo en treinta segundos. Así que, en un momento dado Billy estaba con sus amigos en el veintidós de Little College Street e, instantes después, en el portal del veintitrés de Cowley Street. ¿Por qué? ¿Por qué ese día? ¿Por qué a esa hora? ¿Cuál era su propósito? ¿A quién había venido a ver?

—Lo único que sabemos hasta ahora es que tenía una cita con su tío, Edward O’Donnell —dije.

—No, Robert, eso no puede ser. No tiene sentido. O’Donnell es un bruto y un borracho, nadie corre para encontrarse con él, sino para huir de él. Billy corría ilusionado como una novia. Apareció recién afeitado y vestido de domingo: todos nuestros testigos así lo confirman. Y el pobre Upthorpe nos dice que Billy estaba «enamorado», pero no de él… ¿Corría Billy a encontrarse con su amor?

—¿Estás diciendo que quizá pudo venir a encontrarse con una chica?

—Sí, Robert, podría haber sido una chica… ¿o una mujer, quizá? A menudo me has hablado de la mujer que te robó el corazón cuando tenías solo dieciséis años. ¿Cuál era su nombre?

—Madame Rostand.

—¿Y su edad?

—Veintisiete.

—Y recuerdo que tenía los pechos como granadas. —Sin duda Oscar estaba de muy buen humor esa tarde—. Pero si se trataba de una mujer, Robert, ¿por qué ninguno de los otros dos chicos (Fred y Harry), la mencionaron en ningún momento? Sin duda tenían que estar informados. ¿Pudo un chico de dieciséis años mantener a «la mujer mayor» de su vida en secreto de sus amigos? ¿Pudiste tú?

—Pero, Oscar —repliqué, optando por superar su broma—, lo que aún no comprendo es lo siguiente: ¿por qué Billy les diría a los demás, de modo muy claro, que iba a ver a su tío, si, de hecho, no era así?

—Bien porque necesitaba una excusa que nadie cuestionara, sobre todo Bellotti, o porque, y ésa es una idea que tener en cuenta, se iba a encontrar con su tío, al que temía, aunque en compañía de alguien más, alguien con quien se sentía a salvo, alguien que creía que podía liberarle de la tiranía de su tío…

Me quedé confundido y poco convencido. Tras mirar a la casa, e intentando agarrarme a la certeza, dije:

—Fuera cual fuese la identidad de las personas con las que vino a encontrarse, se citó aquí con ellas.

—Sí —afirmó Oscar—. Y una hora después, como mucho una hora y media después, estaba muerto. —Llamó bruscamente a la puerta.

—¿Qué haces? —pregunté.

—Espero que me permitan la entrada. —Volvió a llamar—. Aunque mira la aldaba… fíjate en lo descuidada que está. Hace ya algún tiempo que la señora O’Keefe no aparece por aquí. Creo que encontraremos la casa vacía. —Se desabrochó el abrigo y sacó del bolsillo del chaleco un llavecilla diminuta. La sostuvo en alto—. La llave de Bellotti —dijo.

—Una llave —apunté, mirando la puerta—, y tres cerraduras.

—Y la llave —dijo Oscar— encaja en las tres. —Abrió las tres cerraduras, una tras otra—. Es una llave maestra como las que las amas de llaves utilizan para tener acceso a todas las habitaciones de un hotel. Bellotti sabe muy bien lo que hace. —Oscar abrió la puerta principal de un empujón. La luz procedente de la calle se derramó en el interior del minúsculo recibidor, aunque más allá reinaba la oscuridad.

—¿Tienes una cerilla? —pregunté.

—Y también una vela —respondió mi amigo con una sonrisa, sacando una del bolsillo del abrigo—. Parecía haber un claro excedente de ellas en Little College Street.

Me dio el bastón y encendió la vela. Cerramos tras nosotros la puerta principal y avanzamos hacia las escaleras.

—¡Escucha! —susurró. Nos detuvimos en silencio. Nada. Nos quedamos de pie y muy juntos al pie de la escalera. Oscar sostuvo la vela entre los dos. Le brillaban los ojos.

—¿Tenía Billy Wood una nave? —pregunté.

—Podemos suponer que sí —dijo Oscar—. O se la había dado Bellotti o Upthorpe, aunque quizá no la necesitara, quizá fuera la propia ama de llaves quien le dejó pasar.

—¿Crees que era ella «la mujer mayor»? ¿Te parece?

—Es posible.

—¿Cómo era, Oscar? ¿Qué edad tenía?

—¡No sabría decírtelo! —dijo. Y al decirlo, tal fue el suspiro que escapó de sus labios que a punto estuvo de extinguir la vela. Me volvió la espalda, exasperado—. No puedo decírtelo porque no lo sé. No la miré, ni siquiera un instante. Era tarde y estaba preocupado. Ella abrió la puerta. Pasé por su lado a toda prisa. Hacía mucho calor ese día. Dejé el sombrero y el bastón e, inmediatamente, sin detenerme un segundo, me dirigí hacia estas escaleras. —Empezó a subir las escaleras, sosteniendo la vela en alto para iluminar el ascenso—. Llegaba tarde. Había quedado en encontrarme con un alumno aquí a las tres…

—¿Con un alumno? —le interrumpí—. Creía que habías dicho que era un amigo.

—Ciertamente —respondió con impaciencia—, un alumno y amigo, un estudiante mío. En realidad, da igual. —Siguió subiendo la escalera—. La cuestión es que llegaba con treinta minutos de retraso, quizá más. Llevaba prisa. No presté atención al ama de llaves, ni reparé en ella… ¡Menudo idiota estoy hecho!

Habíamos llegado al descansillo y estábamos uno al lado del otro delante de la puerta cerrada de la habitación en la que Oscar había encontrado el cuerpo muerto de Billy Wood. Se detuvo.

—¡Silencio! —susurró—. ¡Silencio! ¡Escucha! —Me detuve a escuchar. No oí nada—. ¿Qué ha sido eso? —preguntó, dándome la vela. Esperé, y entonces lo oí… Un débil sonido procedente del interior de la habitación. Podría haber sido el llanto silenciado de un niño gimoteante o el aullido distante de un perro herido. Nos acercamos a la puerta. De pronto, el gemido cesó y, tras un instante de silencio, como un aliento contenido, se oyó una repentina y brusca explosión de arañazos, seguidos de un ruido que sonó como si un puño golpeara contra cristal. Oscar abrió la puerta de par en par y un pajarillo diminuto se nos lanzó volando a la cara y entonces, con un atemorizado revoloteo de sus pequeñas alas, volvió a alejarse volando caóticamente. Enloquecido, el pajarillo chocaba y daba vueltas por la habitación, golpeándose contra el suelo, contra las paredes y, una y otra vez, lanzándose, frenético, contra la ventana.

—¡Oh, Dios! —gritó Oscar—. ¡Es el espíritu atrapado del pobre Billy Wood! Tenemos que dejarlo en libertad. —Cruzó apresuradamente la habitación y, con las dos manos, abrió la ventana de par en par. Se recostó contra la pared y, al hacerlo, el pájaro voló derecho hacia la ventana y salió al mundo exterior.

—Bien hecho —dije—. Eres un buen hombre.

—Era un gorrión —dijo Oscar, cerrando la ventana—. A Dios nadie le engaña. —Cerró el pestillo de la ventana—. ¿Dejamos la ventana abierta cuando estuvimos aquí con Conan Doyle?

—Quizá —respondí—. Hacía bochorno ese día. No lo recuerdo. Quizá la señora O’Keefe la abrió cuando estuvo aquí.

—Quizá. —Oscar siguió paseando la mirada por la habitación vacía—. Resulta curioso lo poco que recordamos, incluso de experiencias que en su momento nos resultaron tan vividas. La imaginación no es una cámara, sino el pincel de un pintor. Desgraciadamente, no nos proporciona un testimonio fotográfico. Puede recuperar el color del día, la sensación del momento, pero el detalle ha desaparecido por completo. Aunque es un instrumento satisfactorio para poetas y pintores, para los detectives es ¡inútil!

Se acercó despacio a la ventana y miró desde allí a la calle.

—¿Qué recuerdo de la tarde del martes treinta y uno de agosto de 1889? No lo suficiente, Robert. ¡No lo suficiente! —Se volvió y me clavó la mirada—. Alrededor de las tres y media de esa tarde estaba en la puerta de esta misma habitación, justo donde estás tú en este momento, ¿y qué fue exactamente lo que vi?

—Viste el cuerpo de Billy Wood.

Se desplazó hacia el centro de la habitación.

—Estaba estirado aquí. Tenía la cabeza donde yo ahora tengo los pies. Estaba desnudo. Tenía los brazos y las piernas blancos —extremadamente blancos—, pero su cuerpo estaba bañado en sangre. Mucha sangre. ¿Dónde estaba su ropa? No lo recuerdo. Había una alfombra, una alfombra persa. Eso sí lo recuerdo. Y velas aquí, casi extintas aunque no del todo, metidas en candeleras y formando un semicírculo alrededor de su cabeza. Aunque ¿cuántas? Cuatro con seguridad, probablemente seis.

—Y un cuchillo. Dijiste que había un cuchillo.

—Sí, un cuchillo pequeño. O quizá fuera una navaja. La hoja brillaba. Sí, resplandecía, eso lo recuerdo.

—¿Te parece importante?

—De haber sido el arma del crimen, tendría que haber estado cubierta de sangre.

—¿Y no podrían haberla utilizado como el arma del crimen para luego limpiarla?

—Podría ser —dijo Oscar—. Sí, sin duda. —Caminó alrededor de la silueta imaginaria del cadáver y por fin se quedó de pie a mi lado. Cogió un cigarrillo y lo encendió con la vela que seguía sosteniendo en la mano. Fijamos nuestras miradas en la tarima desnuda del suelo.

—¿Cuál es tu recuerdo más vivido de la escena que presenciaste esa tarde? —pregunté.

Cuando respondió, el humo del cigarrillo fue saliendo lentamente de su boca y nariz, formando una nube gris alrededor de su cabeza.

—El horror de la imagen —dijo—, el color púrpura de la sangre… y lo hermoso que estaba Billy. Su inocencia. Aunque tenía el cuerpo bañado en sangre, su rostro estaba limpio, sereno. Tenía los ojos cerrados. Parecía en paz, Robert. Lo habían masacrado hasta darle muerte y aun así parecía descansar en paz. ¿Cómo es posible?

—¿Y cómo es posible que cuando volvimos a la escena del crimen, menos de veinticuatro horas más tarde, no quedara ni rastro de todo ese horror? Lo habían limpiado todo.

—¡Excepto la salpicadura de sangre que vio Arthur! —Oscar se separó de mí y fue a examinar la pared situada a la derecha de la habitación—. ¿Dónde está, Robert? ¿Dónde está la sangre? —Estudió detenidamente la pared, recorriéndola con ojos y manos—. Acerca la vela, está oscureciendo. —Le llevé la vela. Nos colocamos en el mismo lugar donde había estado Conan Doyle—. Estaba por aquí, ¿verdad?

—Eso creo recordar.

—Divide la pared en cuadrados, Robert, como lo hace el amigo Millais cuando planifica uno de sus lienzos más grandes. Ahora, con cuidado, estudia cada cuadrado: primero verticalmente, y luego en horizontal. Tómate tu tiempo… ¿Dónde está la sangre, Robert?

—No la veo —dije.

—Yo tampoco.

Nos quedamos en silencio con la mirada prendida en el papel de la pared. Oscar dio una calada a su cigarrillo y sonrió.

—Qué espanto de papel, ¿no te parece? Es tan grotesco que supongo que debe de ser el diseño más popular del fabricante. —Me reí. Se volvió hacia mí, todavía sonriente, aunque observé cierta dulzura en su sonrisa—. A buen seguro, las colgaduras de las paredes no habrán preocupado a Billy en lo más mínimo. Si mal no recuerdo, prestaba poca atención a lo que le rodeaba. Era un chico feliz. De hecho, ahora creo que quizá nunca fue tan feliz como en el momento de su muerte. «Si viene ahora, no lo hará luego. Si no viene luego, lo hará ahora. Si no viene ahora, lo hará algún día»[6]. ¿Estás preparado, Robert? Inspeccionemos las demás habitaciones y vayámonos.

Oscar me quitó la vela y salimos de la habitación sin volver la vista atrás en ningún momento. Parecía tener prisa por marcharse. Nuestra inspección del resto de la casa fue casi superficial. Había dos habitaciones por planta, además de un excusado, un ropero debajo de la escalera y un fregadero y un aseo contiguos a la cocina. Oscar abrió la puerta de cada espacio, sostuvo la vela en alto, masculló «aquí no hay nada» o algo por el estilo, y prosiguió sin demasiadas contemplaciones. Por lo que pude ver, la casa seguía exactamente tal y como la habíamos encontrado en nuestra última visita: desierta, abandonada y casi completamente desprovista de muebles.

—Cuando el club de Bellotti se encontraba aquí —dije en el momento en que salíamos de la cocina y retrocedíamos hacia la puerta principal—, ¿estaba ya la casa desamoblada?

—Sí —fue su respuesta—. Bellotti es un empresario del espectáculo ambulante. Se lleva con él su vestuario y sus pertenencias. Cuando alquilas una habitación en una casa como ésta, la alquilas con lo mínimo: con una mesa y una silla, quizás una cama desnuda, una tetera en la cocina, nada más. Cuando llegué a la casa en agosto, la encontré como la ves ahora, excepto… excepto… —Estábamos en el vestíbulo, al pie de la escalera. Repentinamente exultante, abrió sus brazos cuan largos eran—. ¡Bravo, Robert! —gritó. Le miré sin comprender—. Con la única diferencia de que aquí —dijo—, justo aquí, —repitió, indicando la pared que estaba junto al pie de la escalera—, había un arcón, un largo arcón de madera.

—¿Estás seguro?

—Sí —respondió, arrodillándose con dificultad para examinar la tarima del suelo—. No alcanzo a ver ninguna raspadura en el suelo, pero había un arcón justo aquí, estoy seguro…

—¿Seguro?

—¿Dónde, si no, pude haber dejado el bastón y el sombrero? Los habría dejado en el suelo, ¿no te parece? —Se levantó, ayudándose de mi brazo—. Gracias, Robert, ¡gracias! Acabas de abrir otra de las puertas que flanquean nuestro camino.

—¿Ah, sí? —me reí.

—Sí, amigo mío. El doctor Watson no lo habría hecho mejor. Preguntando por los muebles que ya no están aquí, me has recordado el único mueble que sí estaba. Cuando esa tarde llegué a la casa, pasé como una exhalación junto al ama de llaves, pero al hacerlo, automáticamente me quité el sombrero y, cuando estaba a punto de empezar a subir las escaleras, lo dejé junto con el bastón. Y los dejé aquí, encima de un arcón de madera, el mismo en el que la alfombra persa, los candeleros y el resto de la parafernalia necesaria fueron traídos a la casa… ¡y en el que se llevaron el cuerpo del pobre Billy Wood! ¡Me rindo ante tu genio, Robert! Te lo recompensaré con té y magdalenas en el Savoy, o quizá mejor con un vino blanco del Rin con soda. ¿Qué hora es?

Cuando negamos al hotel Savoy y nos hubieron servido el té con las magdalenas, además de unos bollos y tostadas con anchoas, sin olvidar el vino blanco del Rin con soda, eran pasadas las cinco. De camino al hotel, Oscar había hecho parar al coche junto al puesto de flores de Charing Cross y había comprado una flor para el ojal a cada uno: una camelia junto con una ramita de helecho.

—Una flor para el ojal realmente bien hecha es el único vínculo entre arte y naturaleza —apunté cuando él volvió a subir al carruaje—. Todo caballero debería o bien ser una obra de arte, o bien llevar una encima.

—¿Quién ha dicho eso? —preguntó.

—Tú —respondí—, como bien sabes.

—¿En serio? —dijo, arrugando la frente—. ¿Estás seguro de que no fue Whisder? Seguro que fue él.

Oscar estaba de un humor exuberante. Y cuando tomaba el té de la tarde en su mesa favorita del Savoy. —«¡Nada de pastas, Cesari! ¡Venimos con ganas de deleitarnos el paladar, pero estamos en la más estricta de las dietas!»—, Oscar se encontraba, a todas luces, en su elemento.

—Hoy hemos hecho grandes progresos, Robert —dijo, limpiándose la mantequilla de la barbilla. Aunque hacía siempre gala de unos modales impecables, no era lo que se dice delicado en la mesa—. Y muy pronto —añadió, con gran deleite—, haremos más.

Me pregunté qué quería decir con eso de «progresos».

—¿Has creído a Bellotti cuando ha dicho que el enano era su hijo? —pregunté.

Reflexionó durante un instante antes de contestar.

—Sí —respondió despacio, dejando la servilleta sobre la mesa—. Le he creído. Me ha desconcertado, pero le he creído. No tenía necesidad de mentir sobre eso.

—Pues yo no me fío de Bellotti —dije.

—Y además sé con seguridad que es cierto que el enano visita el sanatorio de mujeres de Rochester los martes por la tarde —prosiguió Oscar—. Jimmy y otro de mis espías le han seguido hasta allí.

—No me fío de Bellotti —insistí, esta vez haciendo hincapié en ello—, y tampoco me gusta.

—No es un hombre simpático —dijo, sonriéndome—. Pero ¿qué te ha parecido el canónigo Courteney y su cuadrilla?

—Me caen bien —respondí.

—Me alegro. A mí también. Nuestra vida real es a menudo la vida que no llevamos, la vida que imaginamos o que esperamos tener, o que podríamos haber tenido. En los confines de su curioso club, el canónigo Courteney y sus pintorescos compañeros son libres de vivir sus vidas como quieren. Entre las doce y las cuatro del último martes del mes, se transforman en sí mismos. Vuelven a la vida. Les envidio.

—¿Podría alguno de ellos ser nuestro asesino? —pregunté.

—¿Te refieres a Aston Upthorpe?

—Sí. Amaba a Billy Wood, pero Billy Wood amaba a otro…

Oscar examinó su magdalena con actitud contemplativa.

—Dicen que el hombre mata el objeto de su amor… Me pregunto si es así. Upthorpe tenía un móvil, es cierto. Y también una oportunidad.

—Pero, según dicen, estuvieron juntos en todo momento, de modo que también cuenta con una coartada.

—¿Han estado hoy juntos todo el tiempo mientras estábamos con ellos?

—Creo que sí. ¿O no?

—No. Upthorpe ha salido a aliviarse, dos veces. También Bellotti. Y Store Talmage ha salido una vez. Pero no te has dado cuenta. O si lo has hecho, has supuesto, y con razón, que respondían a la llamada de la naturaleza y no le has dado mayor importancia a sus ausencias. Upthorpe, o cualquiera de los demás, podría haberse ausentado de la habitación durante unos minutos el treinta y uno de agosto sin que nadie se diera cuenta. Supongo que el tiempo suficiente para cruzar la calle y cometer un asesinato.

No parecía convencido.

—Háblame del hombre que no estaba allí —le pedí.

—¿De Drayton Saint Leonard?

—¿Le conoces?

—No.

—Pero conocías su nombre.

—Adiviné su nombre —me corrigió Oscar.

—¿Que lo adivinaste?

—No fue difícil. Aston Upthorpe, Aston Tirrold, Sutton Courteney, Berrick Prior, Store Talmage y… Drayton Saint Leonard. Son todos nombres de pueblos de Oxfordshire, probablemente de la parroquia en la que el canónigo Courteney era rector antes de que le obligaran a colgar los hábitos. No debería sorprenderte tanto, Robert. Un nom de guerre no convierte en criminal a un hombre. A fin de cuentas, el verdadero nombre de Henry Irving es John Brodribb.