¡Mira la postdata!
—¿Quiénes son esos «espías»? —pregunté mientras nuestro coche retumbaba al salir de Regent’s Park por Clarence Gate y desembocaba en Baker Street.
—Muchachos de buen corazón, como Jimmy —dijo—. Chiquillos de la calle. Golfillos, pilluelos; llámales como quieras. Puede que lleven vidas desordenadas e irregulares según la óptica de los hijos de los corredores de bolsa y de los funcionarios, pero mis «espías» son buenos chicos, trabajadores y honrados como el que más.
—¿Trabajan para ti? ¿Les pagas?
—Les doy una moneda de seis peniques de vez en cuando y les mantengo alejados del mal camino. Me hacen recados: llevan mis mensajes por la ciudad, entregan flores, me consiguen coches…
—¿Y «espían» para ti?
Sonrió.
—Cuando es necesario. Son mis ojos y mis oídos ambulantes, Robert, y, siendo esto quizá lo que más me concierne, mis piernas ambulantes. Como habrás observado, no soy muy dado al ejercicio. No estoy hecho para ello. Estos chiquillos son ágiles y de pies ligeros. Pueden dar la vuelta entera a la capital en cuarenta minutos. Cada uno de ellos es mi Ariel.
—Entonces, ¿con cuántos cuentas?
—¿En todo Londres? Un par de docenas, quizá. Treinta como mucho. Forman parte del grupo de mis mejores amigos. Conan Doyle le ha dado a Sherlock Holmes una banda parecida de jovencitos ayudantes, pero la idea se me ocurrió a mí primero. Naturalmente, la posteridad no me lo reconocerá, a menos que te encargues tú de dejar las cosas claras. Eres mi ángel Anotador, Robert. Mi reputación está en tus manos.
Oscar no llevaba ningún diario, pero sabía que yo sí lo hacía y me animaba a que siguiera haciéndolo. Disfrutaba apuntando que había puesto todo su genio al servicio de su vida, pero sólo su talento al de su obra, y a menudo me decía que confiaba en mí y en mi diario para que mostráramos a la posteridad dónde radicaba su genialidad.
Yo me tomaba muy en serio semejante responsabilidad. Por ejemplo, cuando nos separamos tras nuestro encuentro con Gerard Bellotti, lo primero que hice al llegar a mi habitación fue escribir todo lo ocurrido durante la aventura matinal. Bien es cierto que sería acertado decir que, durante los años en que Oscar y yo tuvimos mayor relación, mi diario es tanto un testimonio de su vida como de la mía. Quizás esto no resulte sorprendente. Su vida era mucho más extraordinaria que la mía.
A juzgar por las entradas de mi diario del mes de enero de 1890, ¿qué parezco haber conseguido durante el mes? Muy poco. Todo parece indicar que mis días transcurrían tras la estela de Veronica Sutherland. Mis tardes, hasta que me encontraba con Oscar a eso de las once para nuestra última copa de costumbre en el club Albemarle, estaban en su mayoría vacías. Normalmente, cenaba solo en mi habitación y después deambulaba por las calles de Bloomsbury y del Soho durante una hora. De vez en cuando, me tomaba un solitario vaso de cerveza en un pub de Chenies Street. Fui al teatro en dos ocasiones (a la pantomima del Drury Lane y, con Oscar, a la reposición de una farsa de H. J. Byron en el Criterion) y una tarde, o así lo indican por lo menos las entradas del diario, llevé a una joven llamada Lucy (de la que no conservo el menor recuerdo) al Agricultural Hall ¡a ver a un vaquero norteamericano a caballo desafiando a un ciclista francés por un cuarto de penique! (la salida me resultó «un costoso fracaso»; la novedad del espectáculo no tardó en desvanecerse y al parecer Lucy se pasó toda la tarde explicándome que su hermano se pondría muy ansioso si no estábamos de regreso en casa antes de las diez y media).
Por el contrario, en exactamente ese mismo período, Oscar, según mi diario, cenó fuera en veintiséis ocasiones de un total de treinta y una. Pasaba las noches en compañía de las personalidades más destacadas del momento —poetas, dramaturgos, políticos, pintores y actrices, hombres y mujeres cuyos nombres resuenan aún medio siglo más tarde— y sus días sentado ante la mesa de trabajo de Thomas Carlyle, escribiendo, leyendo, reflexionando. Ese mes, mientras que yo no era capaz de escribir una sola palabra digna de mención —ni al parecer leí nada que merezca ser recordado salvo Idle Thoughts of an Idle Fellow [Pensamientos vanos de un perezoso] de Jerome K. Jerome, título de lo más explicativo—, las lecturas de Oscar incluyeron (que yo sepa) a Goethe, Balzac, Baudelaire, Platón, Petrarca y Edgar Allan Poe, y sus escritos incluyeron dos artículos, una conferencia, tres poemas, el bosquejo de una obra de teatro (para George Alexander) y diez mil palabras de El retrato de Dorian Gray.
Oscar quitaba hierro a su laboriosidad (su relato de cómo había dedicado una mañana entera a colocar una coma en un párrafo para luego pasarse toda la tarde decidiendo volver a quitarla era uno de sus jeux d’esprit favoritos). Y, cuando nos encontrábamos, siempre insistía en preguntar por mis esfuerzos antes de darme la menor noticia sobre los suyos. En cuanto nos servían nuestra copa de champán de las once en punto, él preguntaba:
—¿Cómo está hoy la señorita Sutherland? ¿Sigue igual de hermosa? ¿Sigue igual de complaciente? ¿Más flexible?
Daba siempre la impresión de estar realmente interesado. Oscar tenía el don del encantador que te mira a los ojos y te hace sentir que, en ese momento en particular, le importas más que nadie en el mundo.
Normalmente, después de cinco minutos hablando de Veronica (y de su enervante habilidad para darme alas y a la vez resistírseme), Oscar dejaba escapar algún comentario sobre Aidan Fraser. ¿Tenía alguna noticia sobre su prometido la señorita Sutherland?
—No, nunca hablamos de él. Es su prometido, ¿entiendes? Claro, claro. Pero ¿le había visto por casualidad?
—En el vestíbulo, al pasar. Sí… ¿y?
—Y nada, Oscar. Me saludó, eso fue todo. No me preguntó por ti. No mencionó nuestro caso.
—¡«Nuestro caso»! —estallaba Oscar—. ¡Ahora es el suyo! Y al parecer está decidido a no compartirlo con nadie.
Una noche de mediados de enero (era la noche en que habíamos asistido a la obra de Byron en el Criterion) Oscar me dijo:
—¿No te parece más que curioso, Robert, más que extraño, de hecho hasta perverso, que el amigo Fraser, al que en ocasiones ves dos o tres veces a la semana, no haga ninguna referencia, ni una sola, a sus investigaciones sobre el caso del pobre Billy Wood? ¿Ha hecho ya la autopsia de la cabeza cortada del pobre muchacho? ¿Ha encontrado a O’Donnell? ¿Ha interrogado a Bellotti? Conoce bien tu interés en el asunto. Te ve y aun así no dice nada.
—No me parece que su comportamiento sea ni extraño ni perverso, Oscar —fue mi respuesta—. Me parece que es una cuestión de orgullo profesional. Quiere resolver el misterio a su modo, siguiendo sus propios métodos. Me lo ha dicho Veronica.
Oscar saltó sobre mí.
—¿Es eso cierto? Creí que me habías dicho que nunca te hablaba de Fraser…
—De quien no hablamos es de «su prometido» Fraser, pero están permitidas las referencias ocasionales a Fraser «de Scotland Yard».
Oscar arqueó una ceja cínica.
—¿Y no te preguntas también, Robert, por qué Fraser te tolera como rival ante los afectos de su prometida?
Por supuesto que me lo había preguntado, pero no tenía la menor intención de reconocerlo ante Oscar.
—No creo que Fraser vea en mí a un rival —me apresuré a responder—. Trabaja muchas horas. Parece estarme agradecido por tener ocupada y entretenida a Veronica en su ausencia.
Oscar no dijo nada. Se limitó a dejar escapar un pequeño murmullo con el que sugería que mi respuesta le resultaba muy poco convincente. Tras un instante de reflexión, añadió:
—Lo único que te diré es que tanto Fraser «el prometido» como Fraser «de Scotland Yard» se muestran extrañamente faltos de curiosidad. No te pregunta sobre tus intenciones con su futura esposa. No me pregunta sobre el anillo que extraje del cuerpo de la víctima asesinada…
—Se reserva su opinión —dije.
—Sí. Supongo que eso es, en cierto modo, admirable. —La idea pareció divertirle. Echó el resto de un nuevo cigarrillo al fuego del salón de fumadores—. ¿No te pregunta, al menos de vez en cuando, la señorita Sutherland sobre las novedades del caso? —inquirió.
—Sí —respondí—. Aunque no temas. Soy circunspecto.
—No tienes por qué serlo, Robert. Siéntete con plena libertad para contarle todo a la señorita Sutherland, sobre todo si eso te ayuda a asegurarte otro beso. Me complace saber de su interés. «Nuestro caso», como tú lo llamas, se ha convertido en el unicornio que habita en el rincón del salón: todos son conscientes de su presencia pero nadie lo menciona. —Empezó a palparse los bolsillos del abrigo como si buscara algo—. Hoy he recibido una carta de diez páginas de Arthur Conan Doyle. ¡Diez páginas en una pulcra letra típica de Edimburgo! Y ni una sola referencia al caso. —Encontró la carta y la agitó en el aire delante de mí—. Arthur formula detalladas preguntas sobre mis «espías», ¡pero no dice una sola palabra sobre Billy Wood! Hace dos semanas, en mi casa, sostenía en sus propias manos la cabeza cortada del chico asesinado, y hoy me escribe para contarme sus planes para una nueva historia de Sherlock Holmes y para informarme, in extenso, ¡de que el tiempo en Southsea es sorprendentemente clemente para esta época del año! Vamos, vamos, Robert. Algo pasa.
Me reí.
—¿Estás acaso apuntando a una conspiración de silencio, Oscar?
—No sabría decírtelo con seguridad —respondió—. Lee tú mismo la carta. —Me la pasó—. Como verás, habla sobre todo del tiempo, pero también te menciona, te envía recuerdos… y espera que, si lees El signo de los cuatro, repares en la cita de La Rochefoucauld. Al parecer, es del todo responsabilidad tuya. Yo, en cambio, lo soy de las referencias a Goethe y a Thomas Carlyle, y de la adicción de Holmes a la cocaína.
Fue mi turno de arquear una ceja.
—Puesto que, como bien sabes, jamás he sentido el menor entusiasmo por la cocaína, todo esto me parece un poco raro, aunque no me cabe duda de que pretende ser un cumplido. Arthur es, esencialmente, un buen hombre.
Yo estaba echando un vistazo a la carta. La letra de Conan Doyle era manifiestamente precisa.
—La mayor parte de esto parece referirse a tu padre, Oscar —dije.
—Sí. Sir William Wilde fue en su época un distinguido especialista en las enfermedades de la vista y del oído. De hecho, fue todo un pionero. Al parecer, Arthur pretende seguir sus pasos. Se ha propuesto especializarse en oftalmología. Hay gente que es capaz de hacer lo que sea para salir de Southsea.
Mientras Oscar hablaba, mi mirada se había seguido moviendo sobre la página y en ese momento leía el pasaje de la carta que hacía referencia a El signo de los cuatro y a la adicción a la cocaína de Sherlock Holmes.
—No veo que diga en ninguna parte que eres el responsable de la adicción de Holmes, Oscar —comenté.
—No lo dice de forma explícita, naturalmente.
—No lo dice de ningún modo, Oscar. Esto nada tiene que ver contigo. Esto tiene que ver con Holmes. Arthur simplemente dice que le angustia la posibilidad de que el lector común se vuelva en contra de Holmes a causa de la debilidad que el gran detective siente por la cocaína.
—Lee el párrafo siguiente.
—«Y para impedir que eso sucediera puse en boca del doctor Watson una reprimenda propia».
—¿Y que le dice Watson a Holmes? ¡Lee, Robert, lee!
—«Sin duda no merece la pena caer en algo así. ¿Qué sentido tiene arriesgar, por un simple placer pasajero, la pérdida de esos magníficos poderes con los que ha sido usted dotado?».
—¿Es que no lo ves, Robert? Bajo la máscara del doctor Watson, el doctor Conan Doyle me está dedicando su propia reprimenda. Una máscara nos dice mucho más que cualquier rostro…
Volví a estudiar la página al detalle.
—No lo veo, Oscar.
—A Arthur no le gustan las compañías que frecuento. No me refiero a ti, Robert, sino a otros. Teme por mí. Cree que, «por un simple placer pasajero», estoy arriesgando los «magníficos poderes» de los que estoy dotado. No dudo en ningún momento de que actúe con buena intención.
—Me parece que estás siendo hipersensible, Oscar.
—Mira la posdata —fue su respuesta.
Busqué la última página de la carta.
—En una carta —prosiguió Oscar con la sonrisa maliciosa que empleaba cuando estaba a punto de decir algo que esperaba que resultara divertido—, normalmente encontrarás en la posdata lo que no puedas leer entre líneas. Es como el codicilio de un testamento. Es ahí donde se descubre el meollo de la cuestión.
Bajo la firma de Conan Doyle leí la posdata: «P. D.: ¿Cuánto tiempo hace que conoce al señor John Gray?».
Doblé la carta y se la devolví.
—¿A qué conclusión te lleva eso? —pregunté.
—A que Arthur no prestó ninguna importancia a John Gray el día en que se conocieron, lo cual resulta tedioso, pues, a su manera, ambos son encantadores. Me habría gustado que se cayeran bien. —Volvió a meterse la carta en el bolsillo del abrigo, dándole unas suaves palmaditas al hacerlo—. Aun así, es una misiva interesante, tanto por lo que no nos dice como por lo que sí nos dice. ¿Por qué no hay en ella ninguna referencia al inspector Fraser? ¿Por qué no hay ninguna alusión a Billy Wood?
—¿Le has respondido? —pregunté.
—Sí —contestó, esbozando una vez más su sonrisa ladina—. He enviado al buen médico un informe detallado de las condiciones climáticas de los alrededores de Sloane Square, Albemarle Street y el Strand, junto con una línea de El retrato de Dorian Gray como posdata.
—¿Y la línea es?
—«Nadie comete un crimen sin hacer alguna estupidez».
—¿De verdad lo crees?
—Sí. Sé muy bien que así es.
—¿Y por qué motivo le has enviado esa línea a Arthur?
—Como muestra de una amable reprimenda de mi parte. Quiero que sepa que sigo en el caso. Eso es todo. Puede elegir ignorar al unicornio del rincón. Yo prefiero no hacerlo. Voy a resolver este misterio, Robert. ¡Vamos a resolver este misterio, Robert!
—Por supuesto que sí, Oscar —dije, levantando mi copa hacia él. Su entusiasmo era contagioso… y atrayente.
—Y creo que nuestra siguiente serie de entrevistas te resultarán especialmente gratificantes —prosiguió—. Espero que alguno de los invitados a los almuerzos del señor Bellotti nos proporcione la pista final.
—¿La pista final? —objeté—. ¡Pero si ni siquiera estoy seguro de tener la primera, Oscar!
—Vamos, Robert. Ya casi la tenemos. ¿Es que no lo ves? Vuelve a leer tus anotaciones, consulta tu diario. Y encontrémonos el martes que viene a mediodía. ¿Nos vemos en el puente de Westminster, en el extremo norte? Me voy cinco días a Oxford. John Gray viene conmigo. Voy a dar una conferencia sobre «Poesía y sufrimiento». Lo cierto es que un poeta puede sobrevivir a cualquier cosa, excepto a una errata de imprenta… Pero ¿es Oxford el lugar donde encontrar la verdad? No lo sé. Lo único que sé es que intentaré inflamar con mis palabras a los estudiantes y que John Gray intentará aplacarlos con mechones de mis cabellos. Lo pasaremos bien. Cuídate mientras estoy fuera, Robert.
Oscar me dijo —y con bastante claridad, por cierto— que se iba a pasar cinco días a Oxford. Pero cuatro días más tarde —de nuevo con diáfana claridad— le vi en un carruaje de dos ruedas paseándose por el Strand.
De hecho, fue Veronica Sutherland quien le vio primero. Habíamos estado almorzando en el hotel Savoy —una absurda extravagancia de mi parte, pero hacía un día frío y triste y Veronica me había dicho que anhelaba disfrutar de la calidez y de la excitación de las luces eléctricas del Savoy—, de ahí que nos adentráramos en el Strand poco después de las tres y media. Estábamos de pie en la acera, tomados del brazo. Yo miraba hacia la calle, fingiendo buscar un coche al tiempo que esperaba no encontrar ninguno (el viaje en tren desde Charing Cross a Sloane Square era rápido y barato), cuando de pronto Veronica exclamó:
—¡Mire! Al otro lado de la calle. Es el señor Wilde… en compañía de una hermosa joven. ¿Diría que es una actriz?
Me volví a mirar en la dirección a la que Veronica apuntaba y, efectivamente, en un carruaje que en ese preciso instante giraba por el Strand para perderse por una pequeña callejuela lateral que lleva a la parte trasera del teatro Lyceum iba Oscar. Sin duda era él. Iba vestido de forma extravagante, con un abrigo de invierno de color verde botella con cuello de astracán, y se reía con la cabeza inclinada hacia atrás. Parecía más feliz de lo que le había visto nunca. Oscar, era sin duda Oscar, pero la joven dama no era hermosa en absoluto. Aunque no pude distinguir sus rasgos con claridad —su capa llevaba una capucha—, por lo poco que pude ver era la joven de Soho Square, la joven dama del rostro desfigurado.
—¿Diría que es una actriz? —repitió Veronica.
—No tengo ni idea —respondí—. Lo que desde luego no diría es que es hermosa.
—¿No? —preguntó—. Ustedes los hombres tienen ideas muy particulares sobre la belleza de las mujeres. A mí me parece preciosa. Al señor Wilde le apasiona la belleza, ¿verdad?
—Y le horroriza la fealdad —dije—. Le he visto cruzar de acera para evitar ver a alguien a quien consideraba poco favorecido. Entiende la fealdad como una suerte de enfermedad, de ahí que me resulte extraño verle en compañía de esa joven en particular. —El carruaje ya había desaparecido en la cada vez más densa penumbra del crepúsculo.
—Nada tiene esa joven de desfavorecida, Robert. Si es ésa su opinión, el raro es usted.
—Quizá lo que ocurre es que, comparadas con usted, todas las mujeres me resultan carentes de atractivo —dije.
—Es usted muy galante, señor Sherard —respondió, apretándome el brazo con el suyo y obligándome a girar en dirección a Trafalgar Square—. Me encantaría disfrutar de un paseo con un hombre tan galante. ¿Me acompaña a Charing Cross? Podemos tomar el metro.
Me incliné hacia ella y la besé en la frente.
—Dígame —dijo, mientras echábamos a andar por la calle—. Hace tiempo que quiero preguntarle una cosa: ¿desde cuando conoce el señor Wilde al señor John Gray?