3 de enero de 1890
—Es una confesión humillante —dijo Oscar, apagando un cigarrillo con el pie derecho mientras encendía otro—, pero aquí todos estamos hechos de lo mismo. —Estábamos de pie en el extremo norte de Baker Street, delante de la estación de ferrocarril, a punto de cruzar la calle. Mi amigo dio una calada al cigarrillo que acababa de prender con profunda satisfacción—. Cuanto más analizamos a la gente —prosiguió—, más desaparecen los motivos para el análisis. Antes o después, uno llega a ese espantoso ente universal llamado naturaleza humana.
—¿Dónde quieres ir a parar, Oscar? —pregunté. Eran las once de la mañana del día siguiente a la cena de cumpleaños de Constance y mi mente no estaba en el estado adecuado para absorber verdades fundamentales sobre la universalidad de la naturaleza humana.
—Sé quién mató a Billy Wood —dijo, echando una pequeña nube de humo gris blancuzco al frío aire de noviembre—. O, al menos, eso creo.
Le miré, perplejo.
—¿Qué me dices, Oscar?
—Está todo en la naturaleza humana. Todos estamos hechos de lo mismo. A todos nos motivan idénticos impulsos: a ti, a mí, al asesino…
—¿Y sabes quién es? ¿Sabes quién mató a Billy Wood?
—Creo que sí —dijo con una sonrisa socarrona—, gracias, en gran medida, a algo que dijiste anoche, Robert…
—¿A algo que dije yo?
—Aunque, de momento no tengo pruebas, y ahora son pruebas lo que buscamos.
—Vamos, hombre —razoné—, suéltalo, escupe. ¿Quién crees que es el asesino?
—Todavía no, Robert…
—¿Qué quieres decir con eso de «todavía no, Robert»? ¡No puedes dejarme con este suspense!
—Oh, ya lo creo, Robert. Y no es sólo que pueda, sino que debo hacerlo. —Bajamos a la concurrida calzada y Oscar se abrió paso entre un vehículo distribuidor de leche y un ómnibus tirado por caballos—. ¡El suspense lo es todo! —exclamó—. Tan sólo los banales, los barbudos y los calvos viven para el aquí y el ahora. Tú y yo, Robert, vivimos para el futuro, ¿no es así? Vivimos en la expectación. —Avanzamos zigzagueando entre el tráfico al tiempo que Oscar alzaba la voz en clara competencia con el estruendo de las ruedas y el chasquido de los cascos de los caballos—. Vivimos por y para la promesa de delicias sólo soñadas, de dulces aún por saborear, de libros todavía por escribir y por leer. —Por fin alcanzamos la seguridad de la acera contraria. En el bordillo, apoyado contra una farola, había un pilluelo de la calle, un chiquillo de rostro amigable de unos doce o trece años, que nos saludó levantándose la gorra. Oscar le devolvió el saludo con una leve inclinación de cabeza y le dio una moneda de seis peniques—. Estamos agradecidos por nuestros recuerdos, naturalmente. El pasado nos sostiene. Pero es lo que está aún por llegar lo que nos empuja a seguir.
—¿Eso crees? —pregunté, turbado, después de haber cruzado la calle y desconcertado por su fluido discurso.
—Sin duda. Es la persecución de la señorita Sutherland lo que te excita, Robert. La cacería lo es todo. ¿Qué pasará en cuanto la consigas?
No dije nada. Oscar entrelazó su brazo al mío y nos hizo girar hacia el norte, en dirección a Regent’s Park.
—Mon ami —dijo—, cuando esté seguro de quién es el asesino, y me refiero a seguro sin la menor duda, te lo diré. No se lo diré a nadie antes que a ti, te lo prometo. Por ahora, de lo único que estoy seguro es de que desvelaré este misterio antes de que lo haga nuestro amigo Fraser.
—Creía que anoche dijiste que a partir de ahora ibas a dejarle a él las labores de detective.
—¿Eso dije? Me parece que no. Pero si lo hice, eso fue entonces y esto es ahora, y lo que digo ahora es distinto. ¿Quién quiere ser consecuente? Sólo los torpes y los doctrinarios, los tediosos que llevan sus principios hasta el amargo extremo de la acción, al reductio ad absurdum de la práctica. ¡No yo!
—Estás sembrado esta mañana —apunté, maravillado ante la energía y la capacidad de recuperación de las que hacía gala mi amigo. No podía haber dormido más de cinco horas esa noche.
—¿Ah, sí? —dijo alegremente—. De ser así, debo agradecéroslo a ti y a Conan Doyle. Anoche no fue fácil para ninguno de nosotros, pero la tuya fue una actuación triunfal…
—No hice nada.
—Hiciste más de lo que crees. Como le he dicho a John Gray durante el desayuno, «Sherard es un amigo de verdad», y hay algo en Conan Doyle, a pesar de su espantoso apretón de manos, que eleva el ánimo.
—Es un hombre cabal —dije.
—Es un genio —me corrigió—. Me dejó una copia del relato que acaba de terminar. El signo de los cuatro. Es una pequeña obra maestra. ¡Sherlock Holmes es mi inspiración!
Me reí.
—¿Por eso hemos venido a Baker Street?
—No, Robert, vamos al zoo. Vamos a interrogar a Gerard Bellotti.
—¿En el zoo?
—Hoy es lunes, ¿no? Bellona está siempre en el jardín zoológico de Regent’s Park los lunes por la mañana. Es una criatura de costumbres…, pocas de ellas buenas.
—¿Y qué hace en el zoo los lunes?
—Lo mismo que en la pista de patinaje los martes y en el Alhambra o en el Empire los sábados: buscar chiquillos.
Como todo el mundo sabe, el 25 de mayo de 1895, en la sede central de los Juzgados de lo Penal de Old Bailey de Londres, Oscar Wilde fue declarado culpable de actos de grave indecencia con otros hombres y condenado a dos años de cárcel con trabajos forzados. El juez encargado del caso, el señor magistrado Wills, describió el caso como el peor que había oído hasta entonces, y acusó a Oscar de mostrarse «ajeno al menor sentido de la vergüenza» y de ser «centro de un círculo de corrupción de la peor clase entre jóvenes».
Los chicos de Bellotti eran la clase de muchachos a los que se refería el señor magistrado Wills: eso debo admitirlo. Sin embargo, lo que no acepto es que Oscar fuera en ningún caso el centro de ningún círculo de corrupción. Cultivaba la compañía de jovencitos —se deleitaba en su juventud—, pero en ningún caso los corrompía. Los reverenciaba. Otra cosa es que fueran siempre merecedores de su adoración. Varios de los muchachos que testificaron contra él eran jovencitos a los que él había tratado como amigos… y que pagaron su amistad con un falso testimonio que habían vendido a un buen precio (desde la primavera al verano de 1895, todos y cada uno de los testigos de la acusación del caso de Regina contra Wilde recibieron un anticipo de cinco libras semanales).
Durante una conversación que mantuve con él poco tiempo después de la muerte de Oscar, Arthur Conan Doyle comparó lo que él llamaba «la obsesión patológica de nuestro amigo por la juventud y la belleza masculina» con la adicción a la morfina y a la cocaína de Sherlock Holmes.
—La experiencia me dice —dijo Conan Doyle— que a menudo los grandes hombres presentan brotes obsesivos o adictivos que pueden parecer aberrantes, e incluso aborrecibles, al resto de nosotros. Pero eso no mengua su grandeza. Quizá nos haga más conscientes de su humanidad.
Si, ocasionalmente, en momentos de debilidad, en la privacidad de una habitación oscura, Oscar sucumbía a los pecados de la carne, qué importa. Ocurrió. Era su elección personal. Eso no le convierte en un corruptor de menores. Conocí a Oscar desde que él tenía veintiocho años hasta el momento de su muerte; créanme si les digo que era un caballero en el sentido más estricto de la palabra. Como el propio Conan Doyle ha escrito en sus memorias[5]:
«Jamás observé en la conversación de Wilde el menor indicio de bajeza mental».
Yo tampoco.
No podía decirse lo mismo de Gerard Bellotti.
Encontramos a Bellotti en la jaula de los monos, comiendo cacahuetes. Rompía las cáscaras con los dientes y escupía los cacahuetes entre las barras de la jaula.
—Culo y mierda, esos dos —dijo al ver que nos acercábamos. No se volvió a saludarnos—. Me pareció que se gustarían, pero no ha dado resultado. Se pelean como gatos. Malditos monos. —Soltó una risa aguda y tendió la bolsa de papel llena de cacahuetes en dirección a nosotros—. ¿Les apetece uno?
—No, gracias —respondí—. Ya he desayunado.
—Vaya, señor Wilde, su amigo tiene un gran sentido del humor. Eso es algo que nos gusta en un hombre, ¿a que sí?
Oscar guardó silencio.
—El señor Wilde tiene un delicioso sentido del humor —añadió Bellotti, desplazando un poco su enorme corpachón, aunque sin dejar de mirar fijamente hacia delante.
Los monos, unas criaturas feas, larguiruchas y alongadas, con unas tripas colgonas y su sucio y apolillado pelaje grisáceo, se balanceaban salvajemente alrededor de su jaula, chillando y berreando. Aunque la cabeza de Bellotti no seguía sus movimientos, parecía saber con exactitud lo que hacían. Uno de los animales se tumbó justo delante de él, boca arriba y rascándose contra el suelo.
—Bonitos lápices tienen —murmuró Bellotti—. Me gustan los monos bien dotados, ¿a usted no?
—Son monos araña —dijo Oscar—, y además éstas son las hembras.
—Bromea usted —dijo Bellotti, volviéndose a mirarnos por vez primera. Un velo blancuzco y traslúcido le cubría los ojos y sus dientes negruzcos estaban decorados con restos de cáscaras de cacahuete. Tenía la piel cetrina y ligeramente salpicada de marcas y, bajo el canotier, algunos rizos tupidos de sus cabellos teñidos de alheña brillaban debido al aceite y al sudor que los cubría. No era, desde luego, un espectáculo agradable.
—El alargado órgano sexual de la hembra del mono araña a menudo se confunde con el del macho. No se preocupe, señor Bellotti. Es un error de lo más común.
Me reí.
—¿Y cómo diantre sabes tú eso, Oscar?
Oscar sonrió.
—He leído Mycroft on Monkeys. Es el texto básico. Mis lecturas se extienden más allá de Sófocles y de Baudelaire.
Bellotti respondió al comentario con un sorbido y se metió la bolsa de papel llena de cacahuetes en el bolsillo. Se pellizcó la nariz y estudió detenidamente su pulgar e índice al tiempo que los frotaba con suavidad.
—Supongo que es Billy Wood lo que les trae por aquí —dijo—. Me he enterado de la noticia. Qué triste. Era un muchacho brillante, uno de los mejores. Y usted le profesaba un cariño especial, señor Wilde, lo sé. Mi más sincero pésame.
—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó Oscar, acercándose medio paso a Bellotti e indicándome a la vez que tomara nota por escrito de lo que seguiría.
—O’Donnell —respondió Bellotti—, el tío del muchacho.
Oscar arqueó la ceja.
—¿Cuándo fue eso?
—Justo antes de Navidad. Estaba borracho… y se mostró especialmente grosero. Me dedicó toda suerte de sonidos amenazadores. Me pidió dinero. Lo habitual, vaya. Le mandé a paseo.
—¿Le dio algo?
—Consejo, eso es todo. Pero un buen consejo. Le aconsejé que se marchara del país, que volviera a Canadá o que se fuera a Francia. Habla francés con cierta fluidez, eso cuando está lo bastante sobrio como para poder articular palabra, claro. No he vuelto a tener noticias de él desde entonces. ¿Usted sí, señor Wilde?
—No —respondió Oscar, bajando la voz. De pronto parecía distraído, como sumido en una especie de ensueño, pensando en algo que nada tenía que ver con lo que decía Bellotti, aunque con una pequeña inclinación de cabeza me indicó que debía seguir tomando notas.
—Creo que fue él quien mató al muchacho —dijo Bellotti con la mirada fija en la mugrienta uña de su pulgar al tiempo que la empleaba para retirarse las cutículas—, aunque lo negara. Y vehementemente. Con más amenazas y un lenguaje grosero. Ni que decir tiene que podría haber matado al pobre muchacho en un arrebato etílico y haber olvidado completamente haberlo hecho.
—En ese caso, ¿a estas alturas no se habría descubierto ya el cuerpo? —pregunté.
—No necesariamente. Supongo que ocurrió en Broadstairs. Después de matar al chiquillo, echó el cuerpo al mar. O quizá lo ahogara primero… Pudo lanzarlo al agua desde el acantilado de Viking Bay o desde el extremo del muelle. No lo sé. Lo que sí sé es que Billy Wood no sabía nadar.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Oscar, despertando de pronto de su ensueño.
—Una vez lo llevé a los baños de Fulham, señor Wilde. Con el señor Upthorpe. Billy me dijo que no sabía nadar. Me dijo que le tenía horror al agua. Y que lo había heredado de su madre.
—¿Por qué razón fue a verle O’Donnell? —pregunté.
—Vino buscando dinero. A pedirme el jornal de Billy.
—¿El jornal de Billy? —pregunté. Gerard Bellotti estaba entreabriendo lentamente una ventana que para mí era del todo desconocida.
—Es el tutor quien recibe el jornal. Las propinas y los regalos van directamente al muchacho. El señor Wilde dio a Billy una hermosa pitillera, ¿o no es así, señor Wilde? Si mal no recuerdo, llevaba grabada una encantadora dedicatoria. Billy estaba orgulloso de ella, y con razón.
Oscar no dijo nada. (Ni en ese momento, ni tampoco más adelante, le di la menor importancia a la pitillera. Oscar se mostraba absurdamente generoso con sus regalos. Era particularmente aficionado a regalar pitilleras dedicadas a sus amigos. Con los años, llegó a darme tres).
—¿O’Donnell era el tutor del muchacho? —pregunté.
—Era su tío. Y el amante de su madre, según tengo entendido. En cualquier caso, él fue quien me trajo al chico. De eso hará apenas un año. Entiendo que contaba con la bendición de su madre y que compartían las ganancias. A Billy se le pagaba adecuadamente… y el muchacho disfrutaba con su trabajo. Le cogió cariño. Tenía un don natural para ello, ¿no le parece, señor Wilde?
—No sabía que usted le pagaba, señor Bellotti —respondió Oscar con frialdad.
—¿Ah, no, señor Wilde?
—Me avergüenza decir que no le di al asunto ninguna importancia.
—Todo trabajador es merecedor de su sueldo, ¿no le parece, señor Wilde? Y ejercer de modelo es un trabajo oneroso, sobre todo cuando trabajas para un artista tan particular como nuestro señor Aston Upthorpe.
—Me temo que no conozco su obra —intervine.
—No es de extrañar —añadió Oscar con una risa hueca—. Y no creo que Edward O’Donnell asesinara a Billy Wood. ¿Por qué iba a hacerlo si, como bien dice usted, Billy le suponía un sueldo mensual? ¿Por qué matar a la gallina de los huevos de oro?
—No digo que lo hiciera, señor Wilde. Lo único que digo es que quizá lo hiciera. Temperamento no le falta. En el mejor de los casos, es un hombre violento, y cuando está bebido… Tan sólo digo que es posible, no me lo negará usted. Y, suponiendo que el muchacho ya estuviera muerto cuando usted y su amigo vinieron a verme, señor Wilde ¿recuerda, en la pista de patinaje?, suponiendo que Billy ya estuviera muerto entonces…
—Lo estaba —aseveró Oscar.
—Bien —concluyó Bellotti—. En ese caso, O’Donnell fue, por lo que sé, el último hombre que vio al muchacho con vida.
—¿Qué? —exclamó Oscar—. ¿Qué está diciendo?
Los monos chillaron y gritaron alborozadamente en su jaula al tiempo que Gerard Bellotti alzó la mirada hacia nosotros con una sonrisa diabólica. Se levantó el canotier, sacó un pañuelo amarillo del bolsillo y se secó la frente. Evidentemente estaba eufórico por el efecto que la información secreta que acababa de desvelar había tenido en Oscar.
—Ustedes vinieron a verme el jueves, ¿verdad?
—Así es —fue la respuesta de Oscar—. El 2 de septiembre.
—Y me preguntaron cuándo fue la última vez que había visto a Billy Wood.
—Y usted nos dijo primero que había sido el día anterior —dije—, y luego rectificó y dijo que había sido el martes.
—Fue el martes, treinta y uno de agosto, ¿me equivoco? —preguntó Oscar—. Nos dijo que Billy había estado en uno de sus «almuerzos del club», y siempre celebra sus almuerzos el último martes del mes.
—Exacto, señor Wilde. Buena memoria. Naturalmente, usted ha asistido a un par de ellos… aunque de eso hace ya un tiempo, lo sé, y no ha vuelto desde que nos mudamos a Little College Street.
—¿Seguro que O’Donnell no estaba en el almuerzo?
—Por supuesto que no —dijo Bellotti con un balbuceo de indignación—. Pero lo importante, señor Wilde, es lo siguiente: Billy se marchó temprano del almuerzo para encontrarse con él. A las dos en punto, Billy se levantó y pidió que le disculpáramos. Todavía puedo ver al muchacho… en mi imaginación. Llevaba un traje de marinero. Muy atractivo. Dijo que tenía una cita importante con su tío. Según nos explicó, la esperaba ilusionado. Si mal no recuerdo, creo haberle oído comentar que se había afeitado especialmente para la ocasión. Todos nos reímos ante el comentario, sobre todo viniendo de alguien tan joven. Se quedó de pie en la puerta y se despidió de nosotros con un leve saludo naval. Era un muchacho encantador. Ésa fue la última vez que le vi.
—¿Y dice que eran las dos?
—En punto. Oímos el Big Ben.
—Y dos horas después el pobre chico estaba muerto —dijo Oscar—, asesinado a sangre fría, y no en Broadstairs, sino en una perfumada habitación a ni siquiera dos calles de allí.
—Ahora es usted quien me está contando lo que yo no sabía —dijo Bellotti, pasándose el pañuelo amarillo por la cara. El recinto de los monos era caluroso y poco aireado.
—¿Quién más estaba en el almuerzo? —preguntó Oscar.
—Los habituales: el señor Upthorpe, el señor Tirrold, el señor Prior, el señor Talmage, el canónigo Courteney, naturalmente, y un par de chicos más.
—¿Ningún desconocido?
—Ningún desconocido.
—Tengo que verles —dijo Oscar. Me miró, indicando con ello que había llegado la hora de irnos—. Debemos unir todos los detalles de las últimas horas de Billy Wood. Tenemos que hablar con las últimas personas que le vieron con vida.
—Venga a nuestro próximo almuerzo —dijo Bellotti, tendiendo las manos, palmas arriba, a modo de invitación—. Estarán todos allí. Me aseguraré de que así sea. Traiga a su amigo, señor Wilde. Será más que bienvenido.
—Gracias —fue la respuesta de Oscar.
—Little College Street, número veintidós. A partir de las doce. ¿Entiendo que aún conserva usted su llave?
—Pero se han mudado, ¿no? —dijo Oscar.
—La dirección ha cambiado. La cerradura no. Ha sido idea del canónigo Courteney. —Bellotti alzó su gorra en dirección a mí—. Es siempre el último martes del mes. Asegúrese de desayunar ligero. Organizamos un buen banquete, ¿me equivoco, señor Wilde?
—En absoluto —dijo Oscar sin la menor emoción—. Gracias, señor Bellotti.
Nos preparamos para marcharnos. Bellotti volvió a concentrar toda su atención en los monos, buscando su bolsa de cacahuetes en el bolsillo.
—¿Dice usted que son todas hembras, señor Wilde?
—Sin duda, señor Bellotti.
El gordo desplazó no sin cierta dificultad su corpulencia y sacudió la cabeza en actitud reflexiva.
—Las apariencias pueden ser muy engañosas —dijo, acompañando sus palabras con una risilla.
—Desde luego —replicó Oscar—. Buenos días.
Al llegar a la puerta del recinto de los monos, ésta se abrió de pronto lentamente como por arte de magia. Cuando pasamos por ella, vimos que era el enano de Bellotti quien la sostenía abierta. La fea criatura nos miraba con un desprecio mal disimulado. Oscar le lanzó una moneda de seis peniques a los pies.
En cuanto alcanzamos la verja que daba acceso al zoo, encontramos un Hansom aguardándonos. De pie junto al carruaje, y aguantando abierta la puerta del coche, estaba el pilluelo de la calle que nos había saludado levantándose la gorra en Baker Street apenas una hora antes. Mientras subía al vehículo, Oscar se volvió hacia el chico y dijo:
—No les pierdas de vista, Jimmy. No nos podemos fiar de ellos.
Cuando el carruaje emprendió el camino de regreso a la ciudad, el chico siguió mirándonos desde el borde de la calle, saludándonos con la mano.
—¿Quién es? —pregunté.
—Uno de mis «espías» —dijo Oscar—. Uno de los mejores.