14.

Billy Wood

Fue Conan Doyle quien de inmediato se hizo con el control de la situación.

Se levantó al instante mientras Constance seguía gritando, y lanzó su servilleta encima de la cabeza degollada, que había rodado al centro de la mesa hasta detenerse —grotescamente, boca arriba— contra el borde de un frutero de plata. Conan Doyle miró a su esposa y dijo, sin perder la calma:

—Touie, lleva a la señora Wilde a su habitación.

La señora Doyle no se movió.

—Ahora, Touie —dijo—. Ahora. —La señora Doyle se levantó. Su marido miró en derredor—. Veronica, ve tú también, por favor. Señora Ryan, ¿podría traer un poco de brandy para las señoras? Y también para usted, por supuesto. Señor Gray, ¿podría acompañar a las señoras? Gracias.

Los presentes empezaron a moverse. La señora Ryan rodeó los hombros de Constance con el brazo. La señora Doyle se quedó vacilante a su lado. John Gray hizo lo que se le había indicado y se dispuso a acompañar a las mujeres fuera de la habitación. Al marcharse se volvió a mirar a Conan Doyle.

—¿No deberíamos llamar a la policía? —preguntó a Aidan Fraser.

—No es necesario —respondió Aidan Fraser. Todos estaban en ese momento de pie o en movimiento a excepción de Oscar, que seguía sentado a la cabecera de la mesa, con la mirada fija delante de él, como en trance. Cuando todas las mujeres se marcharon por fin, Conan Doyle dijo:

—Salgamos de esta habitación. —Se inclinó sobre la mesa y, con las dos manos, cogió la cabeza, todavía cubierta bajo su propia servilleta, y la acunó en sus brazos—. Vamos, Oscar. Pasemos a su estudio.

Llegados a este punto, cabría mencionar que Oscar estaba en lo cierto. El muchacho era hermoso, de eso no había la menor duda. El hecho de la cabeza cortada era en sí asombroso y horrible, pero el rostro del muchacho no era ni lo uno ni lo otro. Era perfecto.

—Era un dios —dijo Oscar.

—No hay duda de que era un muchacho apuesto —dijo Conan Doyle.

El médico de pueblo sostenía la cabeza cortada en las manos, examinándola, evaluándola como si hubiera sido el conservador de antigüedades del Museo Británico inspeccionando el último trofeo de las excavaciones de Pompeya.

La cabeza parecía haber sido cortada de una estatua de mármol: los rasgos eran claros y fuertes; la frente, ancha y suave; los pómulos, altos; la nariz y la barbilla, perfectamente definidas y la piel, perfecta, de un color gris blanquecino, firme y suave como el mármol. El único elemento desconcertante —el único recordatorio de que aquello no era, en realidad, una efigie, sino la cabeza cortada de un ser humano— era el cabello. Abundante. Era un pelo grueso, castaño oscuro y lo llevaba hacia atrás como recién peinado. Tenía también unas cejas espesas y, sobre sus párpados cerrados, unas pestañas largas y oscuras como las de una muchacha. La boca esbozaba lo que casi parecía una sonrisa y sobre el labio superior se adivinaban los albores del bigote de un joven.

—Parece descansar en paz —dije.

—Está embalsamado —dijo Conan Doyle.

—¿Embalsamado? —repitió Aidan Fraser, acercándose un paso a Doyle.

—Conservado con productos químicos —dijo el médico—. Un gran trabajo.

—¿Dónde está la caja en la que llegó? —preguntó Fraser.

—Sigue en el comedor —dije—. Iré a buscarla.

Al salir del estudio de Oscar en busca de la caja que seguía sobre la mesa del comedor, me sorprendió encontrar a Veronica Sutherland al pie de la escalera. Llevaba su abrigo en los brazos.

—¿Se va? —pregunté.

—No —fue su respuesta.

—¿Cómo está?

—¿La señora Wilde? Trastornada. Comprensiblemente. Está sollozando. He bajado a buscarle unas sales. Ella no tiene. —Indicó el abrigo que llevaba en los brazos—. He traído algunas conmigo. Hace un rato también yo me he sentido desfallecer. El viaje en tren desde Escocia ha resultado agotador. —Me sonrió—. ¿Cómo está el señor Wilde? —preguntó.

—Horrorizado —dije—. Es espantoso. Horrible. —Me acerqué a la escalera—. Veronica, querida mía, todavía la amo.

—Éste no es el momento, Robert. —Se volvió para subir las escaleras.

—Perdóneme.

Ardiendo de vergüenza (¡menudo idiota era en aquel tiempo!), esperé a que subiera las escaleras y me dirigí al comedor. La caja de cartón y el papel de envolver seguían en el asiento que Constance había ocupado en la mesa. Los cogí y volví a toda prisa al estudio de Oscar.

Nuestro anfitrión se había recuperado. Estaba de pie tras su mesa de trabajo, su famosa mesa de trabajo —la misma que en su día había pertenecido a Thomas Carlyle—, apoyado en ella sobre las yemas de los dedos, hablando con Aidan Fraser, que estaba de pie y a solas en el centro de la habitación.

—¿Quería usted una prueba del asesinato, inspector? ¿Le basta con una cabeza cortada? Estoy seguro de que el rey Herodes se habría conformado con menos.

Fraser respondió al comentario con una risa hueca.

—Oh, sí, señor Wilde, ahora tendrá usted su investigación, no tema por ello.

Durante un instante, mientras yo entraba a la habitación, no vi a Conan Doyle, de ahí que me sobresaltara al oírle hablar. Estaba de pie y apartado de los demás, en un rincón, apoyado contra la pared y todavía con la cabeza del muchacho en las manos, aunque en ese momento la sostenía en alto a la luz de una lámpara de gas, examinándola minuciosamente con una lupa.

—Holmes habría estado orgulloso de esto —dijo.

—¿Qué? —preguntó Oscar de mala manera.

—No —dijo Doyle con tono conciliador—. No me refiero a mi Holmes, Oscar. Desgraciadamente, ahora estamos en el mundo real. Me refiero al doctor Thomas Holmes, el padre del embalsamamiento moderno. Durante la Guerra Civil americana recibió el encargo de embalsamar los cadáveres de los soldados muertos de la Unión para devolverlos a sus familias. Hasta entonces el embalsamamiento había sido un arte. Holmes lo convirtió en una ciencia.

Conan Doyle se dirigió despacio al centro de la habitación y, tras acercarse la cabeza cortada a la nariz durante un instante y haber inspirado bruscamente, la introdujo con sumo cuidado en la caja de cartón que yo había colocado sobre la mesa de trabajo.

—Esto ha sido ejecutado con una pericia digna de admiración —dijo.

—¿Con formaldehído? —preguntó Fraser.

—No —respondió Conan Doyle—. Creo que con arsénico, lo cual me sugiere la labor de un cualificado y habilidoso aficionado más que de un profesional. Actualmente los enterradores habituales no utilizan arsénico.

—¿Cree acaso que habrán conservado el resto del cuerpo?

—Oh, sí. Diría que la decapitación es reciente. No hay más que ver el corte limpio que le han practicado en el cuello. Todo hace suponer que le embalsamaron pocas horas después del asesinato.

—El embalsamamiento… ¿puede hacerlo cualquiera? —preguntó Fraser—. Una sola persona. Quiero decir sin ayuda.

—Sin duda —dijo Conan Doyle—. Es un proceso simple. Siempre que se tengan los conocimientos… y la bomba.

—¿La bomba? —repetí de forma involuntaria.

—Basta —dijo Oscar—. Se lo ruego.

Conan Doyle bajó la voz.

—El fluido que se emplea para embalsamar se introduce a presión en los vasos sanguíneos, normalmente a través de la arteria carótida común derecha mediante una pequeña bomba mecánica. El embalsamador debe entonces masajear el cadáver para asegurar la adecuada distribución del fluido. Es entonces cuando la habilidad y la experiencia entran en juego. Como ya he dicho, éste es el trabajo de un gran experto, aunque habrá contado con la ayuda de la juventud del muchacho. Como norma, cuanto mayor es el difunto, peor es su circulación.

—Parece extraordinariamente bien informado sobre el tema —dijo Fraser.

—Holmes es para mí casi un héroe. Su labor fue fuente de solaz para muchas familias apenadas. He estudiado su obra.

Oscar había rodeado su mesa de trabajo y no apartaba los ojos de la caja de cartón, mirando fijamente el rostro del muchacho muerto.

—¿Es así como lo recuerda? —preguntó Conan Doyle.

—Sí —dijo Oscar.

—¿Y es así como estaba cuando descubrió el cuerpo?

—Sí, supongo que sí. Es difícil recordarlo. Había mucha sangre. Mucha. Aunque creo que su rostro era como lo vemos ahora…, sereno.

—Libre de cualquier preocupación —dije.

—Libre de cualquier preocupación —repitió Oscar—. Exacto. —Alzó los ojos hacia Conan Doyle—. ¿Puede que lo mataran mientras dormía?

—Es muy posible —respondió Conan Doyle—. Como verán, tiene el rostro cubierto de polvo, parecido al maquillaje que utilizan las mujeres, pero bajo el cosmético la piel aparece libre de manchas. Los párpados no han sido dañados, lo cual sugiere que tenía ya los ojos cerrados en el momento de la muerte… y que así se quedaron. Y, aunque el embalsamador le ha cerrado bien la boca con la ayuda de aguja y de sutura, no existe la menor señal de contusión como habría cabido esperar. No me parece que el pobre muchacho muriera oponiendo resistencia.

—Gracias por ello —dijo Oscar, posando ligeramente la mano sobre el hombro de Conan Doyle—. Algo es algo.

Se produjo un silencio incómodo que sólo fue interrumpido por Fraser. Yo todavía sostenía en la mano izquierda el papel marrón de envolver y el cordel que había llevado hasta allí desde el comedor. De pronto, tendiéndome la mano como si estuviera a punto de confiscar contrabando de un chiquillo de los recados, Fraser dijo:

—Démelo, haga el favor.

Al tiempo que, obedientemente, le entregaba el papel y el cordel, oímos llamar con suavidad a la puerta del estudio y vimos entrar a la señora Ryan con una bandeja en la que llevaba una licorera de brandy y cuatro vasos.

—La señora Wilde se encuentra mucho mejor, señor —le dijo a Oscar al entrar—. Ha pensado que quizá necesitarían un refrigerio, caballeros.

—Gracias, señora Ryan, gracias —dijo Oscar, volviendo la espalda a su mesa de trabajo para así ocultar la caja de cartón de la vista.

Conan Doyle alivió a la cocinera de la carga de la bandeja.

—Ha manejado usted bien una situación difícil, señora Ryan —dijo. Ella respondió con una elegante reverencia y, cuando fue a retirarse, Fraser la detuvo en seco.

—Antes de que se marche, ¿si me lo permite usted?… —dijo, dedicando una mirada a Oscar—. Cuando recibió el paquete en la puerta, ¿cómo supo que era para la señora Wilde?

—Porque me lo dijo el cochero.

—¿Lo trajo un cochero cualquiera? —dijo Fraser.

—Sí, en un carruaje de dos ruedas. Según dijo, lo habían enviado del club Albemarle. Me entregó el paquete. Le di una propina. Y luego se marchó.

—¿Qué dijo exactamente?

—No lo recuerdo con exactitud.

—¡Inténtelo, mujer!

—Inspector —intervino bruscamente Oscar—, sea comprensivo con la señora Ryan. Ha pasado por una espantosa experiencia esta tarde. Como todos.

La señora Ryan miró con cautela al inspector Fraser.

—Dijo: «Vengo del club Albemarle con un regalo… que debe ser entregado de inmediato».

—¿Eso fue todo lo que dijo? —preguntó Fraser—. ¿Sólo esas palabras? ¿Está segura?

—Ésas, u otras muy parecidas. Sí, eso fue todo lo que dijo, estoy segura. Además de «Buenas noches». Era un tipo cortés.

—Gracias, señora Ryan —dijo Oscar.

—Gracias —dijo Fraser—. Gracias. —Cuando la mujer salió de la habitación, el inspector sostuvo en alto el papel de envolver y nos pidió que leyéramos lo que había escrito en él. Leí: «Señora de Oscar Wilde, c/d Club Albemarle». Arthur leyó: «Señor Oscar Wilde, c/d Club Albemarle».

—¿Lo ven? —dijo Fraser—. Podría ser «señor» o «señora», ¿no?

—Supongo que sí —dijo Oscar, examinando el papel—. ¿Tiene alguna importancia?

—Puede que sí —dijo Fraser—. ¿Reconoce la letra?

—No —respondió Oscar—, en absoluto. Se me antoja la letra de alguien inculto. Más allá de eso… —La voz de Oscar se apagó al tiempo que se volvía hacia la caja de cartón y su macabro contenido.

—¿Quién podría desear enviarle esto, Oscar, y menos aún a Constance? —preguntó Conan Doyle.

—Eso es. ¿Quién? —dijo Fraser—. Creo que deberíamos ir ahora mismo al Albemarle. No hay tiempo que perder.

—¿Que no hay tiempo que perder? —Oscar soltó una risotada hueca—. Hace cuatro meses que le informé de este asesinato, Aidan, ¿y ahora, de pronto, «no hay tiempo que perder»?

—En aquel entonces no teníamos ningún cuerpo, Oscar, ninguna prueba de la veracidad del asesinato… Vamos —dijo amablemente—, si su joven amigo Gray se encarga de acompañar a Veronica y a Touie a un coche, podemos ir ahora mismo a Albemarle Street y estar de regreso en Chelsea en menos de una hora. ¿Le parece bien dejar a Constance con la señora Ryan?

—Por supuesto —dijo Oscar—. Estará segura con la señora Ryan. He descubierto que los miembros de mi servicio son nuestros amigos más verdaderos.

Me enviaron a dar a John Gray sus instrucciones. John debía asegurarse de que tanto la señorita Sutherland como la señora Doyle regresaran sanas y salvas al 75 de Lower Sloane Street, dejando que la señora Ryan se encargara de acostar a Constance, mientras Fraser nos llevaba a Oscar, Arthur y a mí tras lo que él describió como «el rastro de este paquete infame».

Era un rastro que se perdió de inmediato. Encontramos un carruaje en King’s Road y llegamos al Albemarle en poco más de veinte minutos. Aunque Hubbard tenía mucha información que ofrecer (se mostró de lo más obsequioso; los miembros del club en general, y Oscar en particular, habían sido generosos con sus propinas navideñas), no nos dio ningún dato especialmente útil. Sí se acordaba de la llegada del paquete alrededor de las siete de la tarde. Un anodino cochero —al que no había reconocido y cuyo número no era capaz de recordar— había llevado el paquete a la portería. El cochero, un hombre procedente del sur de Londres, si mal no recordaba, o quizá un Cockney (los acentos no eran «su fuerte»), había dicho: «Es un regalo para Wilde. Entrega inmediata», o palabras semejantes.

En cuanto el cochero se marchó, Hubbard se dio cuenta de que el paquete iba, en efecto, dirigido a la señora Wilde y, sabedor como era de que la señora Wilde en raras ocasiones, por no decir nunca, visitaba el club, tomó la decisión de conseguir otro carruaje de inmediato y enviar el regalo al 16 de Tite Street sin dilación. Había obrado con la mejor de las intenciones. Esperaba haber actuado correctamente vio esperaba sinceramente. Oscar le aseguró que así era, le dio las gracias por las molestias y también medio soberano (¡medio soberano!), para asegurarle que no había duda de la magnitud de su agradecimiento.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunté mientras seguíamos de pie en silencio formando un pequeño círculo en el escalón de la puerta principal del club. Eran más de las once y la noche de enero era fría y llegaba envuelta en un denso manto de niebla.

Fraser seguía acunando entre sus brazos el «infame paquete».

—Tengo que llevar esto a Scotland Yard —dijo—. Sugiero que el resto de ustedes vuelvan a casa y se acuesten. Podemos tomar un coche en Picadilly.

Mientras él hablaba, volví la mirada hacia la calle oscura para ver si venía algún carruaje y vi la silueta de una figura que creí reconocer, de pie y esperando junto al escalón principal del hotel Albemarle, a unas cuantas puertas de donde estábamos. Tuve la impresión de que Oscar también la había visto porque se volvió a mirarme directamente y, al hacerlo, de un modo casi imperceptible, sacudió la cabeza.

—Caballeros —dijo de repente—. El reloj aún no ha dado la medianoche, ¿qué les parece una última copa?

—Es tarde, Oscar —dijo Conan Doyle.

—Vamos, Arthur, sólo una. —Oscar no toleró ninguna discusión ni perdió el tiempo. Haciendo caso omiso de las protestas de Conan Doyle y de Fraser, volvió rápidamente al club. Mascullando, con el abrigo puesto y con Fraser todavía agarrado al paquete, le seguimos—. Caballeros —dijo Oscar en cuanto estuvimos repantigados en Keppel Corner—. Hubbard está a su servicio. ¿Qué les apetece tomar?

Aunque Keppel Corner estaba desierto y, en cuanto Hubbard nos sirvió las bebidas (champán helado para Oscar y para mí y brandy con soda para el inspector y el médico), nos quedamos totalmente a solas, por increíble que parezca, durante los siguientes cuarenta minutos nadie hizo mención alguna de los curiosos e inquietantes acontecimientos de la noche. Oscar asumió el peso de la conversación, llevándola en todas direcciones, salvo en la del asesinato de Billy Wood. Dadas las circunstancias, se mostró casi extravagantemente juguetón. Le dijo a Aidan Fraser, que estaba sentado con el abrigo y el sombrero puestos y el desolador paquete resueltamente instalado sobre sus rodillas:

—Si no le conociera, inspector, le tomaría por un feniano en fuga. Es usted el vivo retrato de un revolucionario acunando una bomba de fabricación casera. —Se burló en particular de Conan Doyle—. ¿Cuál va a ser su propósito de Año Nuevo, Arthur? ¿Basta con «uno sólo»? Es usted moderado para todo, ¿verdad? Pero no existe nada bueno si se practica con moderación. No puede llegar a conocerse lo bueno de algo hasta haberle arrancado el corazón por exceso. ¿Me permite que le apremie a vivir este año más peligrosamente? Haga de 1890 el año en el que intente cultivar al menos un vicio que le salve.

Fraser pareció turbado por la broma de Oscar. Conan Doyle simplemente parecía divertido.

—¿Cuál es su propósito de Año Nuevo, Oscar? —preguntó.

—¡Olvidar a los viejos conocidos! —respondió Oscar sin la menor vacilación.

—¡No le creo! —dijo Conan Doyle entre risas.

—Alguna excepción habrá, Arthur —dijo Oscar—, y usted estará entre ellas. Somos amigos de por vida, lo sé, y lo creo, aunque ¿por qué no íbamos a reconocer felizmente ambos que hay gente (otros) a la que no queremos volver a ver? No es una cuestión de ingratitud. Ni de indiferencia. Simplemente nos han dado todo lo que podían dar y debemos seguir adelante.

Conan Doyle levantó su copa hacia Oscar y dijo:

—A pesar de que me asombro a mí mismo, creo que estoy de acuerdo con usted.

—¡Oh, no! —chilló Oscar—. ¡Por favor, Arthur, no! Siempre que la gente se muestra de acuerdo conmigo, tengo la sensación de que debo de estar equivocado.

Nos reímos.

—¿Y Robert? —preguntó Fraser, volviéndose a mirarme—. ¿Cuál va a ser su propósito de Año Nuevo?

Miré a Aidan Fraser y pensé en Veronica Sutherland. Dije entonces, con demasiada emoción en la voz:

—Seguir el dictado de mi corazón, me lleve donde me lleve.

—¿Y dónde podría ser eso?

Con destreza, Oscar intervino para salvarme de mí mismo.

—No pregunte, Aidan. Robert no conoce la respuesta, se lo aseguro. Pero usted, Aidan, ¿es éste el año en que la señorita Sutherland y usted seguirán a sus corazones hasta el altar?

—Eso creo. Y espero. Este año cumpliré treinta y tres años…

—El treinta y uno de agosto —le interrumpió Oscar.

—Sí —admitió el inspector, claramente atónito—. ¿Cómo lo sabe?

—Creo que nos lo dijo el día en que nos conocimos, el 1 de septiembre, el día siguiente a su cumpleaños. O bien nos lo dijo o lo descubrí al leer sobre usted en la guía de la Policía Metropolitana.

Fraser se rió.

—Nunca dejará de sorprenderme, señor Wilde.

Oscar le miró, reprobador.

—Mi nombre es Oscar, Aidan. Somos amigos…

—En cualquier caso —volvió a la carga el inspector—, creo que los treinta y tres es la edad correcta para que un hombre contraiga matrimonio.

—Nunca es la edad correcta para que un hombre contraiga matrimonio —dijo Oscar, burlón—. El matrimonio es tan desmoralizador como los cigarrillos, y mucho más caro.

—No escuchen a Oscar —dijo Conan Doyle—. No dice más que tonterías y lo sabe.

Fue Oscar quien se rió entonces.

—No pienso discutir con usted, Arthur. Sólo los que están intelectualmente perdidos discuten.

La conversación de Oscar era tan brillante que podía llegar a abstraerte de un dolor de muelas. Esa noche, nos sentamos en un oscuro rincón de un club de Londres con la cabeza de un muchacho muerto en una caja delante de nosotros y durante cuarenta minutos en ningún momento nos acordamos de ella (sin duda, el champán y el brandy ayudaron).

Por fin, cuando el reloj dio la medianoche y nuestras copas estuvieron vacías, fue el propio Oscar quien nos devolvió a la realidad.

—Bueno, inspector —dijo mirando fijamente a Fraser—, ¿y ahora qué? ¿Qué es lo que viene a continuación? ¿Cuál es el siguiente paso en la investigación de este asesinato?

—Espero que, en su caso, no haya siguiente paso, Oscar. Ahora déjemelo a mí, por favor.

Oscar respondió con una leve inclinación de cabeza en un gesto de aparente aquiescencia.

—¿Y cuál será su próximo movimiento? —preguntó.

—Mandaré a algunos de mis hombres a que intenten dar con el cochero que entregó este paquete. Y mañana iré a Broadstairs. Tengo que conocer a la señora Wood. Ya me ha contado usted su historia, pero debo hablar con ella personalmente. Y tengo que mostrarle la cabeza del muchacho.

—¡No puede hacer eso! —exclamó Oscar.

—Debo hacerlo —dijo Fraser.

—El susto la matará.

—Es peligroso, Aidan —dijo Conan Doyle.

—No teman, la llevaré a una morgue de la policía. Será una identificación formal. La cabeza del muchacho estará colocada en una losa. Debajo de la cabeza habrá un cabezal cubierto por una sábana para que dé la impresión de que hay también un cuerpo debajo. No se dará cuenta de la decapitación.

—¿De verdad es necesario, Aidan? —preguntó Oscar.

—Es esencial. Tenemos que estar seguros de la identidad de la persona a la que pertenece la cabeza.

—Es la cabeza de Billy Wood.

—Eso es lo que nos ha dicho usted, Oscar. Eso dice. Pero ¿qué otra palabra tenemos que nos asegure la veracidad de esto, de todo esto, aparte de la suya? Usted es escritor, Oscar, un raconteur, un cuenta cuentos. Y yo soy policía. Y ahora esto es una investigación policial.