13.

6 de noviembre de 1889 — 2 de enero de 1890

Oscar se quedó en mi habitación durante los tres días siguientes.

La mañana del 6 de noviembre, cuando desperté con tortícolis y la espalda torcida (el precio de pasar una noche en un diván destartalado), le encontré sentado en la cama con las almohadas perfectamente ahuecadas tras él, fumando un cigarrillo turco y leyendo a Baudelaire a la luz de las velas.

Bonjour, mon ami —dijo animadamente.

Su rostro seguía siendo un enjambre de contusiones, pero parecía haber recuperado el ánimo por completo. No recordaba nada de los acontecimientos de la noche anterior. Nada en absoluto.

—¿John Gray con un traje de marinero? ¿No estarás alucinando, Robert?

—Te lo aseguro, Oscar…

—Sin duda estás alucinando, Robert —prosiguió alegremente mientras yo buscaba una cerilla a tientas para encender el fogón y poner a hervir agua para el té—. Mírate… ¡Pero si te tiemblan las manos! La culpa es de Conan Doyle.

—¿Por qué? ¿Qué tendrá él que ver?

—Desde que Arthur nos contó sus planes de convertir a Sherlock Holmes en un rufián drogado, tú, Robert Sherard, te mueres de ganas de experimentar por ti mismo. Reconócelo. ¿Es morfina o cocaína lo que te ha hecho caer?

—No seas absurdo, Oscar —dije, sin poder contener la risa—. Si hay alguien aquí que no está en sus cabales sin duda eres tú. John Gray te rescató anoche cuando fuiste atacado por el bruto de O’Donnell.

—No sé qué fue lo que me ocurrió anoche, pero te aseguro que no fui atacado por Edward O’Donnell.

—Según Gray, el hombre que te atacó te insultó en francés.

—Vaya —dijo Oscar—, eso me suena a que bien podría tratarse de algún poeta decepcionado… Pueden ser muy violentos. Dedicas una mala reseña a un hombre y acto seguido te ha tirado al suelo de un puñetazo en plena calle, y lo hace en francés para dar a sus actos una pátina de respetabilidad.

—Pues si no era O’Donnell —insistí—. ¿Quién era?

—No era O’Donnell, Robert —respondió, apagando la vela de un soplido al tiempo que yo descorría la cortina y dejaba entrar la fría y gris luz de la mañana—. O’Donnell no es nuestro hombre.

—Eso dices. Y te reiteras en ello.

—Así es —prosiguió, arropándose en mi edredón—. Acostado aquí, en tu cómoda cama, cosa que te agradezco enormemente, mi viejo amigo…, aquí acostado, he estado pensando que «nuestro hombre» quizá sea una mujer… o un hombre de costumbres típicamente femeninas. La escena del crimen estaba limpia como una patena cuando la vimos. Como recordarás, alguien había dado lustre con cera de abeja a la tarima del suelo. La cera de abeja sugiere un toque femenino.

—O, probablemente —me aventuré a decir—, sugiera un hombre acostumbrado a las labores del hogar… ¿Un criado doméstico? ¿No me habías dicho que el señor Bellotti reclutaba a limpiabotas y a muchachos para que trabajaran para O’Donovan & Brown?

—Así es —dijo Oscar—. Buena memoria, Watson. Tienes razón. No me cabe duda de que Bellotti está metido en este asunto, aunque no tengo la menor idea de cómo ni de hasta qué punto. Mientras yo me dedicaba a rastrear las morgues de la metrópolis, mis «espías» han estado vigilando muy de cerca al amigo Bellotti, y al bruto de O’Donnell, y lamento decirte que no tienen nada interesante de lo que informar.

—¿Y qué es lo que han revelado las morgues? —pregunté.

—Nada de interés —respondió con una sonrisa—, salvo que la muerte ya no me produce ningún terror. En estas últimas semanas, he observado por docenas los rostros de los muertos y lo que he descubierto me resulta muy consolador, Robert. Cuando morimos, desaparecemos. Nuestro espíritu escapa a algún lugar que desconocemos. La cáscara que dejamos tras nosotros no significa nada. Un cuerpo muerto no es más inquietante que un abrigo desechado.

—¿Cuántas morgues te quedan aún por visitar? —pregunté.

—Ninguna —respondió, incorporándose y apartando de sí el edredón, dejando que el ejemplar de Baudelaire cayera al suelo—. Las he agotado todas. Ahora tengo previsto dedicarme a las salas de autopsias de los hospitales londinenses. De haberlo pensado antes, probablemente habría empezado por ahí. —Con un gemido contenido se empujó fuera de la cama y se puso de pie—. Según Conan Doyle, las facultades de medicina están tan ansiosas por recibir cadáveres frescos para que sus alumnos puedan desmembrarlos y analizarlos minuciosamente que en la actualidad existe un mercado negro de restos mortales de los muertos recientes. Tengo que vestirme y ponerme manos a la obra. —De pronto, se vio en el espejo que estaba encima del lavabo y soltó un aullido de angustia—. Santa María, ¡no puedo dejarme ver en la calle con este aspecto! Apareceré en los periódicos en cuestión de horas.

Sonreí.

—Me temo que no —dije—. Estarás bien en un par de días.

—¡Estoy horrible, Robert! ¡Deforme!

—Estás simplemente magullado. Siéntate aquí, junto al fogón. Descansa, recupérate, recobra fuerzas. Mañana, o pasado mañana, podrás ya aventurarte a salir. Mandaré un telegrama a Constance. Le diré que te has ido un par de días a Oxford. —Oscar se volvió desde el espejo con un estremecimiento y despacio, con mi ayuda, se instaló en el sillón situado junto al fuego. Le cubrí las rodillas con su abrigo—. Descansa aquí mientras voy a buscar algo para desayunar.

—¿De verdad lo harás, Robert? Eres un ángel. Y, sí, envíale un telegrama a Constance. Y, durante tu ausencia, ¿podrías encontrarme también una camisa limpia? ¿Podrás con todo? Sabes cuál es mi talla. De hecho, quizá mejor que sean dos. —Encontró su billetera en el bolsillo de la chaqueta y me dio un billete de cinco libras—. Camisas de seda —añadió—. Y un buen jabón, si ves alguno. Me siento muy sucio. Houbigant’s, si lo encuentras, o Peau d’Espagne o Sac de Laitue… Y, ya que vas a la farmacia, hay un producto maravilloso llamado Koko Marikopas. Es caro, pero ya sólo el nombre justifica el precio y hace milagros. Es un tónico capilar… Ante mis propios ojos, se me está volviendo el pelo gris.

—No seas absurdo, Oscar —dije, cogiendo el dinero y metiéndomelo en el bolsillo del abrigo—. Tienes una o dos hebras plateadas, nada más.

—¿Y a quién le gusta la plata? —murmuró, cerrando los ojos—. A mí sólo me gusta el oro.

Estuve fuera una hora. A mi regreso, cargado de víveres, camisas y jabón (aunque sin el tónico capilar), Oscar había desaparecido. Durante un instante, fui presa de la furia. Oscar era, en esencia, un hombre bondadoso, generoso a decir basta, cortés de un modo que resultaría incomprensible para una generación posterior, y aun así, las cosas como son: era fundamentalmente egoísta. Hacía lo que se le antojaba cuando se le antojaba.

Mientras yo meditaba qué hacer con mi exceso de víveres, oí que llamaban con fuerza a la puerta de la calle. Miré por la ventana de mi habitación que daba a Gower Street. Allí estaba Oscar, golpeando la puerta con un bastón. Corrí escaleras abajo para abrirle mientras sentía desvanecerse mi resentimiento.

—¿Dónde estabas? —pregunté.

—He salido en busca de lo indispensable para vivir —respondió—. Aire fresco y cigarrillos.

Me reí.

—¿Y si te hubieran reconocido? Creía que te angustiaba aparecer en los periódicos —dije.

—Y tienes razón, Robert. Es un horror ver tu nombre en los periódicos. Y más horrible es no verlo. He decidido correr ese riesgo, pero he salido preparado… ¡con esto!

De detrás de la espalda sacó una adornada máscara de carnaval veneciano y se tapó con ella la cara. Era un regalo que me había hecho Veronica Sutherland, que a su vez la había recibido de Aidan Fraser. Oscar debía de haberla cogido de la repisa de la chimenea.

—Eres absurdo, Oscar —dije—. Me sorprende que no te hayan arrestado, sobre todo con ese bastón. —Lo había reconocido al instante—. Es mi bastón espada, el que le di a Constance, ¿verdad?

—Así es.

—¿Dónde lo has encontrado?

—¿Encontrado? Pero si lo llevaba conmigo anoche.

—¿Estás seguro?

—Tan seguro como que hay Dios.

Yo sabía perfectamente que Oscar no llevaba en la mano el bastón espada cuando John Gray le había traído a mi habitación la noche anterior. Asumí que lo había perdido durante su reyerta con O’Donnell en Soho Square. Concluí entonces que había salido esa mañana —¡con el rostro oculto tras la máscara!— a buscarlo donde se le había caído. Podría haber discutido todo eso con él y obligarle a admitirlo, aunque ¿con qué fin? Oscar sólo decía lo que quería y cuando quería.

De nuevo en mi cuarto, colgó el abrigo en el gancho de detrás de la puerta, volvió a colocar la máscara veneciana en la repisa de la chimenea y, no exento de cierto ceremonial, dejó el bastón espada sobre el lavabo como un cetro sobre un altar. Luego se quedó de pie de espaldas a la chimenea, de cara a la habitación, y miró su reloj.

—Las doce. ¿Desayunamos o almorzamos?

—Mejor un brunch —declaré, empleando el término de reciente cuña tan en boga y desenvolviendo con orgullo mi batallón de provisiones.

—Un brunch —repitió—. ¡Hurra! ¡Hurra! Beicon y salchichas seguido de una sopa clara de tortuga y un apetitoso Hortelano envuelto en hojas de parra siciliana, y una botella de vino de las orillas del Mosela. ¡El cielo ha bajado a Gower Street! Me relamería los labios si no los tuviera tan hinchados, Robert. Eres un verdadero amigo y el perfecto anfitrión.

Oscar se durmió después de comer. Durmió todo el día y toda la noche. La segunda mañana, el color negro azulado de sus contusiones había adquirido una tonalidad amarillenta y la hinchazón había remitido. Aun así, seguía agotado y dolorido, y al parecer contento de estar acostado en mi cama, dormitando, fumando, leyéndome a Baudelaire en voz alta —en francés— e invitándome luego a que me uniera a él y tradujéramos a Baudelaire en voz alta —¡al italiano!—. Yo había recibido no hacía mucho un ejemplar de Las bostonianas, dedicado por el autor, y me ofrecí a leerle.

—No, gracias, Robert —dijo, cerrando los ojos—. El señor Henry James escribe ficción como si se tratara de un penoso deber. Ojalá Arthur hubiera terminado su nuevo relato. Eso sí me gustaría.

Al tercer día Oscar se levantó, inspeccionó su rostro en el espejo y se declaró tanto «preparado para dejarse ver» como «perfectamente visible».

—Debo volver junto a Constance y los niños… pasando antes por el hospital Saint Thomas. —Se preparó para marcharse—. Y tú deberías volver junto a la señorita Sutherland, Robert. La prometida de otro hombre requiere tanta atención como la propia.

—Sólo somos amigos, Oscar —protesté.

Me reprendió, golpeándome a la vez en el pecho con la punta del bastón espada.

—No existe amistad posible entre un hombre y una mujer, Robert. Recuérdalo. Hay pasión, enemistad, adoración, amor, pero nunca amistad.

Le acompañé a la calle y me quedé con él en la acera hasta que pasó un coche. Lo paramos y nos dimos la mano… como amigos.

—A la larga, Robert, te darás cuenta de que un apretón de manos es mucho más fiable que un beso —dijo. Subió al Hansom—. Te veré pronto. Gracias por darme cobijo, amigo mío. ¿Y dices que John Gray llevaba un traje de marinero? —Se recostó contra el respaldo del asiento, echándose a reír, y se despidió de mí con la mano, sacudiendo la cabeza al tiempo que el coche se lo llevaba calle abajo.

Lo cierto es que vi muy poco a Oscar entre ese día y el día de Navidad. Estuvo ocupado terminando Dorian Gray, atendiendo a John Gray, aplacando a Constance y —como él mismo me informó con fingida desesperación en las dos ocasiones en que pudimos vernos brevemente tomando un refrigerio de última hora en el club Albemarle—, acumulando deudas en Kettner’s y en el Café Royal ante el apremio de poetas inoportunos («Cuanto más sentimentales son sus sonetos, ¡más insaciable es su sed!») y recorriendo los callejones sin salida en busca de los restos mortales del pobre Billy Wood.

Si muy poco fue lo que vi a Oscar, podría decirse todo lo contrario en lo que concierne a Veronica Sutherland durante ese noviembre y ese diciembre. Probablemente nos vimos demasiado. Nos encontrábamos a diario —incluso llegamos a buscar el modo de robar una hora o dos para estar juntos los fines de semana—, y luego, la noche antes de que Veronica tuviera que marcharse a Escocia para pasar allí la Navidad y la Nochevieja, bajo el Albert Memorial, con la luna invernal filtrándose entre las nubes, nos besamos —una y otra vez— y pronuncié las fatídicas palabras: «La amo».

—Gracias —susurró ella, abrazada a mí—, gracias. Es espantoso estar encerrada en casa sin que nadie te bese los labios.

La señorita Sutherland y su prometido, Aidan Fraser, partieron en tren a Escocia el 23 de diciembre. Estuvieron fuera diez noches. Sin dejar de suspirar por ella, le escribí a Oscar: «¿Qué voy a hacer?».

Él respondió a su vez: «Asumiendo que Kaitlyn sigue en Viena y que tu exmujer no te ha propuesto una reconciliación temporal, ven a Tite Street. Constance cuidará de ti y te prometo que no leeremos ni mía sola línea de El cuento de Navidad. ¡El pequeño Tim ha muerto! ¡Aleluya!».

Fui. La Navidad en Tite Street era maravillosa… y curiosamente dickensiana. Oscar había abarrotado personalmente el vestíbulo con ramos de acebo y Constance, con la ayuda de Annie Marchant (la apresurada y eternamente ocupada Annie Marchant, la niñera de los pequeños), había decorado un árbol de Navidad —bellamente, debo decir— fiel a la tradición alemana.

Ardían los fuegos en las chimeneas de todas las habitaciones (y, de no sé dónde, llegaba el olor de sándalo y de los piñones). Siempre que Constance aparecía —Constance, la eterna sufridora— me parecía ver en su amable rostro una angélica sonrisa y en sus manos una bandeja repleta de alegrías navideñas: Licoreras de jerez y Madeira, cuencos de ponche de ron, platos con dulces, nueces y fruta confitada. Éramos, como ella decía, «sólo la familia… y vosotros, chicos»: Oscar y ella, Cyril y Vyvyan, Annie Marchant y la señora Ryan (la cocinera y chica para todo), más John Gray y yo. John Gray se había convertido en invitado de la casa y dormía en el diván de la habitación de fumar de Oscar. Yo volvía a casa todas las noches y dormía en Gower Street, pero regresaba todos los días a Tite Street para el almuerzo.

Éramos los únicos ajenos al núcleo familiar, ambos invitados para pasar allí todas las vacaciones, desde Nochebuena a la Noche de Reyes, y ambos habíamos llegado exactamente a la misma hora (a las seis en punto de la tarde del 24 de diciembre), portadores de exactamente los mismos regalos para los dos pequeños de la casa: una pelota de fútbol para cada uno. Oscar estaba horrorizado.

—Así que a esto se ha reducido: celebramos la natividad del niño Cristo con regalos de vejigas de cuero llenas de aire. Ayer no había pelotas de fútbol en esta casa, ¡y ahora hay cuatro! ¿Es que no quedaba incienso en Whiteley’s?

Cyril y Vyvyan estaban encantados con sus regalos y Constance nos dio a ambos las gracias con cariñosos besos y tiernas palabras susurradas (se mostraba tan afectuosa con John Gray como lo era conmigo).

—No hagáis caso a Oscar —dijo, lanzándole una burlona mirada de reproche—. Jamás ha practicado ningún deporte al aire libre.

—Te equivocas, querida —dijo Wilde—. No sé si te acuerdas de que a veces he jugado al dominó en las terrazas de los cafés franceses… Reconozco que he evitado el fútbol. Está muy bien como juego para brutas muchachitas, pero no me parece adecuado para los muchachos delicados, ¿o quizá me equivoco?

Hubo muchas risas en Tite Street esa Navidad. El mismo día de Navidad también cantamos. Willie Wilde, el hermano mayor de Oscar, se unió a la fiesta y lideró una hora de cantos navideños de los que participamos todos alrededor del piano, seguidos de un recital informal (y ligeramente ebrio) de sus piezas favoritas del repertorio de Gilbert and Sullivan. Willie se unió de nuevo a nosotros el día 26 de diciembre, día en que dejamos en casa a los niños con Annie Marchant y nos fuimos a Kempton Park a disfrutar de las carreras de San Esteban.

—San Esteban es el patrón de los caballos —anunció Oscar cuando llegamos—, y Willie es una deidad pagana adorada por todos los corredores de apuestas. Willie viene a las carreras casi a diario y tiene la gran capacidad de elegir siempre al caballo perdedor, lo cual, teniendo en cuenta que no sabe nada sobre caballos, es extraordinario.

En Nochevieja tuvo lugar una cena familiar, con sus respectivos brindis. Oscar insistió en despertar a Cyril y a Vyvyan y en que les llevaran al comedor en brazos de Annie Marchant y de la señorita Ryan para que escucharan los brindis.

—No comprenderán una sola palabra, Oscar —dijo Constance—. Déjalos en paz.

—Oirán la música de nuestras voces —dijo él—, y eso es ya un comienzo. —Al resto de nosotros nos explicó—: Cuando Willie y yo éramos niños en Dublín, sir William Wilde, nuestro padre, nos permitía sentarnos a la gran mesa del comedor que teníamos en Merrion Square en noches festivas como ésta… Fue allí donde aprendimos a escuchar y a observar.

Los brindis de Oscar —¡inevitablemente!— fueron varios y espléndidos. Brindó por el futuro, también por el pasado; brindó por la literatura, por el arte; brindó por los nuevos amigos (dedicando una leve inclinación de cabeza a John Gray), por los amigos de verdad (esta vez la inclinación de cabeza estuvo dedicada a mí) y por los amigos ausentes (con mención a Conan Doyle y, sonriéndome, con una referencia a Veronica Sutherland). Con los ojos llenos de lágrimas, brindó por «todos aquellos que han amado y todos los que han perdido», y habló de su hermana Isola, que había muerto cuando sólo tenía diez años:

… está cerca

bajo la nieve,

apagad vuestras voces, pues oír puede

las margaritas crecer.

Nos invitó a que alzáramos nuestras copas para brindar por su recuerdo y por el de «otros demasiado jóvenes para morir, algunos de los cuales nos han sido arrebatados durante este amargo año que ahora muere». No mencionó a Billy Wood por su nombre.

En mi opinión, el brindis final de Oscar fue el más conmovedor.

—Caballeros —dijo—, y esto os incluye a vosotros, hijos míos —añadió con una sonrisa, mirando directamente a sus pequeños—. Caballeros… ¡Bebamos en honor de las damas! Demos gracias y honremos a las mujeres de nuestras vidas. Las bendecimos por su fuerza, por su dulzura y por su sacrificio. —Hizo una señal a su hermano, a John Gray y a mí para que nos pusiéramos de pie—. Brindo por la mujer —dijo—, y en particular, y muy especialmente, por las cuatro damas congregadas esta noche en esta sala. —Alzó su copa hacia cada una de ellas por turno, empezando por las sirvientas, que se quedaron perplejas ante él con los ojos llenos de lágrimas: la señorita Marchant, la señorita Ryan… Se volvió entonces hacia su madre y hacia su esposa—: Lady Wilde, tan brillante y tan valiente. Y Constance, mi esposa… Constance, ¿existe alguna mujer con un nombre tan apropiado como el tuyo?

El día 2 de enero volvimos a brindar por Constance. Era su treinta y dos cumpleaños y la última velada formal de la «temporada» navideña y de Año Nuevo de los Wilde. Willie y lady Wilde no habían asistido, pero sí estaban presentes otros invitados: Aidan Fraser y Veronica Sutherland, que habían vuelto ese mismo día de Escocia, y Arthur Conan Doyle y su joven esposa, Touie, procedentes de Southsea.

Durante la cena, me senté entre la señorita Sutherland y la señora Doyle, y espero haber hecho un razonable papel. Me sentía confundido con Veronica porque desde el momento en que había vuelto a verla la pasión que sentía hacia ella se había reavivado, pero su comportamiento conmigo, aun a pesar de estar colmado de un encanto juguetón, no daba ni siquiera una vaga idea de cuáles eran sus sentimientos sobre nuestra relación… ni sobre sus posibilidades. También me sentí totalmente perdido con Touie porque su dolorosa timidez convertía en casi imposible la posibilidad de comunicarse con ella. Me enteré de que su nombre de verdad era Louisa, de que su apellido de soltera era Hawkins, y de que la maternidad le resultaba «agradable», «aunque cansina», pero eso fue todo.

Si salí razonablemente airoso de la cena de esa noche, sospecho que fue sólo porque las oportunidades de lo contrario eran limitadas. Durante la mayor parte de la velada, ninguno de nosotros hablaba con su vecino; nos limitamos a escuchar a Oscar. ¡Estuvo sembrado! Contó una serie de relatos fantásticos, afirmando que todos y cada uno de ellos eran historias reales. Dio un título a cada relato —«El valor de la sorpresa», «El valor del carácter», «El valor del aplomo»— y dijo que tenía planes para publicar los relatos como «artículos morales». Si mal no recuerdo, ¡albergaba la esperanza de que el arzobispo de Londres contribuyera a la publicación con un prefacio!

El último de esos relatos fue el más memorable: en él describía una extraordinaria noche en el teatro.

—He olvidado el título de la obra que se estrenaba esa noche —dijo Oscar—, pero sin duda os acordaréis del argumento: una virtuosa heroína rescatada de un destino peor que la muerte por un apuesto héroe… ¿Lo recordáis ahora? Por supuesto. Pues bien, la noche en cuestión, durante la tremenda escena en la que la rubia florista de Picadilly Circus, nuestra heroína, rechaza burlona las odiosas proposiciones del depravado marqués, el villano de la obra, salió una inmensa nube de humo y de fuego de bastidores. El público se levantó, aterrado, y huyó en estampida hacia las salidas. Entonces, de pronto, apareció en escena la noble figura del joven que era el verdadero amante de la florista. Su voz resonó, fuerte y clara: «El fuego está ya bajo control. El principal peligro es producto del pánico. Vuelvan todos a sus asientos y recobren la calma». Su presencia resultó tan autoritaria, que todo el público regresó a sus asientos. El joven actor saltó sobre las candilejas y salió corriendo del teatro. El resto murió calcinado.

Cuando nuestras risas y nuestros aplausos remitieron, oímos un brusco repiqueteo en la puerta principal de Tite Street. Instantes después, apareció la señorita Ryan en la puerta del comedor con un paquete en las manos —una caja cuadrada de medio metro por medio metro— envuelta en papel marrón y atada con cordel.

—Es para la señora Wilde —dijo—. Supongo que será un regalo de cumpleaños.

—¡Qué excitante! —dijo Constance.

—¿Será un sombrero? —preguntó Conan Doyle.

—Será una tarta de cumpleaños —dijo John Gray.

—¡Quiera Dios que no sea otro balón de fútbol! —exclamó Oscar.

—Tráigame un cuchillo, por favor, señora Ryan —dijo Constance. Cogió el paquete y lo puso sobre la mesa delante de ella—. Pesa mucho —dijo.

—¡Es un balón de fútbol! —gimoteó Oscar.

La señora Ryan entregó a Constance un pequeño cuchillo de fruta. Constance cortó la cuerda y desgarró el papel. El envoltorio marrón contenía una caja de cartón. Constance se inclinó hacia delante y, con un brillo de expectación en los ojos, levantó la tapa con las dos manos y una floritura.

Al ver el horror que contenía la caja, se quedó sin sangre en la cara y dejó escapar lo que en ese momento pareció un grito interminable. Cerró los ojos y, con una repentina muestra de fuerza, apartó la caja de un empujón. La caja se vino abajo y de su interior salió rodando una cabeza humana…, la cabeza degollada de Billy Wood.