16 de octubre — 5 de noviembre de 1889
—¿De verdad crees que el asesino quizá vuelva a actuar? —pregunté esa misma noche mientras acompañaba a mi amigo a su casa de Tite Street por el embarcadero de Chelsea.
—Es posible —dijo—. En realidad, me parece probable. Muy pocos son los acontecimientos de la vida que resultan únicos. Para la mayoría de nosotros, hagamos lo que hagamos, una sola vez no es suficiente. El poeta no escribe el soneto perfecto y se retira. El bebedor nunca queda satisfecho con un solo vaso de vino. Una vez probada la fruta prohibida, el pecador tiene inevitablemente hambre de más.
—Pero si el asesino es un hombre como O’Donnell…
Oscar me interrumpió.
—El asesino no es un hombre como O’Donnell, Robert. Si hubiera encontrado a Billy muerto a golpes en una de las callejuelas de Broadstairs, quizá hubiera pensado que un bruto borracho como O’Donnell podía haber sido el autor del crimen. Pero el asesinato de Billy no fue un acto al azar. No tuvo nada de aberración momentánea. Fue cuidadosamente planeado y meticulosamente ejecutado. Encontré a Billy en la habitación de un primer piso, rodeado de velas, tumbado, como sobre un catafalco, con los brazos cruzados sobre el pecho… Había algo formal en el modo en que se había ejecutado el asesinato del pobre Billy, algo casi ritual.
—¿Sugieres acaso que fue de algún modo «sacrificado»? —pregunté, incrédulo.
—Y si lo fue —dijo Oscar—, ¿cuántas otras víctimas propiciatorias han encontrado una muerte similar y yacen en eterno descanso en paradero desconocido?
Guardó silencio y durante unos instantes fijó la mirada en la oscura superficie del río Támesis. La marea estaba alta, pero las aguas fluían tranquilas.
—Mañana —anunció— iniciaré un melancólico recorrido por todas las morgues y los depósitos de cadáveres de la metrópolis. Si no me equivoco, suman un total de treinta y siete. Y quizás en uno de ellos, entre los cuerpos no reclamados, encuentre el cuerpo de Billy Wood. Y, ¿quién sabe?, quizás encuentre también los cadáveres de otros jóvenes asesinados de modo similar.
—Treinta y siete morgues y depósitos de cadáveres… —repetí.
—Sí, Robert. La muerte está por doquier. Tan sólo el río arroja cien cuerpos anónimos al año.
—Pero te llevará meses visitar todas las morgues y los depósitos de cadáveres de Londres.
Negó con la cabeza.
—Meses no, semanas —dijo—. Tengo previsto visitar tres al día. Hay que hacerlo. No hay alternativa posible.
—¿Y no podrías enviar a tus «espías»? —pregunté.
—No —respondió con una sonrisa—. Tengo que ir yo personalmente. Sé cómo era Billy. Mis «espías» no. Pregunté a la señora Wood y me dijo que no hay fotografías de Billy, ni siquiera de cuando era niño. Si hay que identificarle, tendrá que hacerlo alguien que le haya conocido personalmente.
—Te acompañaré, Oscar —dije—. ¿Por qué morgue empezamos?
Se rió y, apartando los ojos del río, me puso una mano en el hombro.
—Eres muy amable, Robert, pero cuando se trata de visitar a los muertos prefiero hacerlo solo. Es un triste proceder, conveniente para personas de mi edad y carácter. Mientras yo salgo en busca del cuerpo de Billy Wood, sugiero que pongas cerco al corazón de la señorita Sutherland. Estoy seguro de que te resultará una labor mucho más agradable.
—Pero si está prometida al señor Fraser —protesté.
—Cierto —dijo Oscar, entrelazando su brazo al mío mientras reemprendíamos la marcha por el embarcadero—. Eso añadirá cierta frisson a la empresa. Un romance sin unas gotas de peligro apenas es merecedor de ser considerado como tal.
—Y estoy enamorado de Kaitlyn —afirmé con firmeza y no sin cierto orgullo.
—Naturalmente —respondió, sonriéndome de oreja a oreja—, pero Kaitlyn está en Viena, Robert, y tú estás en Londres…
—Y soy incapaz de cometer una infidelidad —gimoteé.
—¡Ya quién le importa la fidelidad! —exclamó Oscar—. ¡Eres un hombre, Robert! Conoces bien mi regla: la única forma de comportarse con una mujer es haciéndole el amor si es hermosa y haciéndoselo a otra si no lo es. ¡Pero qué es toda esa ridiculez sobre la fidelidad! Los jóvenes quieren ser fieles y no lo son; los viejos quieren ser infieles y no pueden. Y no hay más. Da gracias a que eres joven, Robert. Aprovecha todos y cada uno de tus momentos de felicidad mientras puedas.
Seguí el consejo de Oscar (¡no necesité que se esforzara demasiado en convencerme!), y confieso que las semanas siguientes fueron de las más felices de mi vida. La mañana posterior a nuestro primer encuentro, mientras Oscar se dirigía a la morgue de Kennington Rise, le mandé una nota a la señorita Sutherland invitándola a tomar el té conmigo en el hotel Cadogan.
Ella respondió con otra nota en la que aceptaba mi invitación. Fue el principio de lo que para mí resultó ser una experiencia absolutamente mágica.
Ese otoño e invierno, Veronica Sutherland tenía tiempo libre y yo tenía mucho tiempo que ofrecer, de modo que lo pasamos juntos, una hora tras otra, un día tras otro tomando té, saliendo a pasear a mediodía, jugando (¡ninguno habíamos cumplido todavía los treinta años, de modo que todavía éramos lo bastante jóvenes para jugar!), riéndonos (¡y de qué manera!) y hablando (¡y de qué manera!).
Jamás hablamos del amor; hablábamos de la vida… y de la vida de la mente. Hablábamos de arte, de teatro y de ciencia (el interés que despertaba en ella la medicina era del todo sincero); de Escocia (que ella odiaba); de Italia (que ella adoraba; sentía auténtica pasión por Venecia); de Conan Doyle (al que ella tanto admiraba); y, naturalmente, de Oscar (le fascinaba la obsesión de Oscar por la muerte de Billy Wood). En raras ocasiones hablaba de Fraser y tampoco yo mencionaba a Kaitlyn ni a Marthe, ni tampoco mi divorcio (Foxton, el abogado de mi exesposa, seguía bombardeándome con sus comunicados; me quité su existencia de la cabeza y quemé su correspondencia en la chimenea).
Durante nuestro primer tête-à-tête —estábamos tomando el té con pastelillos en el hotel Cadogan—, Veronica me contó la historia de su vida. Era la única descendencia de unos padres ya mayores. Según ella misma admitía, había sido una niña testaruda que mostraba poco respeto por sus mayores, en todo momento decidida a salirse con la suya. El señor y la señora Sutherland, según palabras de Veronica, eran devotos de Dios y de Dundee en igual medida, de modo que inevitablemente cuando, a la edad de veintiún años, ella anunció su intención de abandonar ambos a fin de estudiar cirugía en Edimburgo, los Sutherland se deshicieron en llanto e incluso en algún que otro rechinar de dientes. Su madre amenazó con morir de pena; su padre amenazó con dejarla sin un penique (el señor Sutherland había amasado una respetable fortuna en el comercio de la importación del yute). Por fin, ambas partes llegaron a un compromiso. Ni la Universidad de Edimburgo ni la Royal Infirmary la recibirían entre sus paredes como estudiante. El padre de Veronica tenía un primo —un clérigo casado— que tenía una vaga vinculación con la universidad. Se acordó que Veronica podría vivir con él y con su familia durante un año y estudiar un curso de «lectura» bajo su instrucción. Y así lo hizo, y fue durante ese año en Edimburgo cuando conoció a Aidan Fraser. Casi en el momento en que conoció a Aidan, Veronica y él se prometieron. Su familia estaba encantada. La fortuna de los Fette pesaba lo suyo. Lo cierto es que en Dundee pesaba muchísimo. Cuando Fraser se trasladó a Londres para trabajar en la Policía Metropolitana, a Veronica le permitieron seguir sus pasos. Mientras él adquiría su casa de Sloane Street, ella se instaló en una habitación amueblada en casa de una tía abuela viuda que vivía en Bedford Square.
Raras veces vi a Veronica por la tarde (su tía abuela la esperaba a cenar al menos cuatro veces a la semana) y casi nunca los fines de semana (era entonces cuando veía a Fraser), pero durante la semana, de lunes a viernes —mientras Fraser cumplía con sus obligaciones en Scotland Yard y yo estaba «disponible», como suelen estarlo los poetas y los autores—, Veronica y yo pasábamos algún rato juntos casi a diario. A ella le encantaban especialmente nuestras visitas a los estudios de los pintores eminentes del momento. Como todos conocían a Oscar, ya fuera personalmente o por su reputación, disfrutábamos de una entrée en todas partes, y como Veronica era tan seductora y estaba tan llena de vitalidad —lo cual es el secreto del glamour—, allí donde íbamos éramos bienvenidos y, a menudo, invitados a volver.
Prácticamente todos los viernes durante el tiempo que duró nuestra amistad, Veronica y yo nos encontramos almorzando con sir John Millais. Millais era un hombre bueno y decente que acababa de cumplir sesenta años y buen pintor (a mi entender, un magnífico pintor), y considerado, naturalmente, uno de los fundadores de la Hermandad Prerrafaelita, aunque, en aquel entonces, era el blanco de burlas de los críticos más jóvenes (y de la mayoría del resto de amigos de Oscar) por haber «vendido su genio por un puñado de soberanos» como retratista al servicio de lo más granado de la sociedad británica. Aunque Oscar estaba invitado a esos almuerzos de los viernes, en contadas ocasiones acudía.
—Tengo morgues que visitar, Robert —explicaba—, y una historia que escribir. Todavía no he dado con el cuerpo de Billy Wood ni he concluido mi retrato de Dorian Gray. Además, por mucho que admiro a sir John, no estoy tan seguro sobre su cocinero. No me cabe duda de que el bacalao es un espléndido nadador, admirable por su ejemplaridad nadadora, pero como plato…
Yo comprendía las reservas de Oscar. Si bien la mansión de Millais era absolutamente magnífica —una inmensa casa cuadrada situada en Palace Gate, Kensington—, los almuerzos chez Millais eran un modesto affair. Comíamos en su enorme estudio-salón en una mesa de jugar a las cartas cubierta colocada junto a la chimenea. El menú consistía invariablemente en bacalao con patatas hervidas, y comíamos rodeados de retratos de tamaño real (Gladstone, Disraeli, Rosebery, Tennyson, Lillie Langtry en la flor de la vida; personajes que variaban de una semana a la siguiente), algunos enmarcados, otros inconclusos, todos sobre sus caballetes, colocados en semicírculo como si los sujetos protagonistas de los retratos fueran espectadores de nuestro banquete. Según lo recuerdo, las paredes de la sala estaban cubiertas en su mayoría con pesados tapices del siglo XVIII. Había tan sólo una pintura en permanente exposición, colgada de la pared que estaba a la izquierda de la repisa de la chimenea, encima de un arcón chino lacado: el último retrato que Millais le había pintado a Sophie Gray.
Veronica Sutherland decía que sir John le gustaba porque «es lo que es», «un hombre incapaz de engañar, sin pretensiones». Disfrutaba del modo en que él daba caladas a su pipa de brezo en presencia de ella y, dentro, se sentaba despreocupadamente a la mesa con su gorra con orejeras en la cabeza.
—Es honrado, Robert. ¿De cuántos hombres puede decirse eso hoy en día? Y le gustan las mujeres, comprende a las mujeres. ¿De cuántos hombres puede decirse eso?
A sir John le gustaba Veronica Sutherland porque, ciertamente, le recordaba a su cuñada Sophie Gray.
—Tiene usted su ingenio y su alegría —le decía—, así como su inteligencia y su belleza. Su fuerza vital era extraordinaria, aunque al final pudo con ella. La pobrecilla terminó convertida en una histérica. Murió víctima de sí misma. Se acercó demasiado a las llamas.
Era última hora de la tarde de un viernes de finales de octubre, tras uno de nuestros almuerzos con sir John, y Veronica y yo estábamos en Tite Street, tomando el té con Oscar y habiéndole del cuadro de Sophie Gray, cuando Oscar nos dijo que casi había concluido su nuevo relato para Stoddart y que había decidido el título que iba a darle.
—Voy a titularlo El retrato de Dorian Gray —anunció.
—¿Crees que a Millais le importará? —pregunté.
—¿Y por qué iba a importarle? —fue la respuesta de Oscar, un poco malhumorado—. El pintor de mi relato no tiene el menor parecido con Millais, ninguno en absoluto. Y Dorian Gray, cuyo retrato es el centro sobre el que gira mi historia, y que es la perfección en sí mismo, ¡y quizá también lo que me gustaría ser en otras vidas!, carece de cualquier sombra de afinidad con Sophie Gray.
—Pero ¿no era el suicidio uno de los elementos de tu historia? —insistí—. ¿Acaso no se quita la vida Dorian Gray? Si estoy ansioso por la reacción de Millais, es simplemente porque Sophie Gray se quitó la suya…
Oscar desestimó alegremente mi comentario con un gesto.
—Si Dorian Gray es primo de alguien —dijo, indicando con ello que la discusión había tocado a su fin—, lo es de mi joven amigo del Foreign Office, John Gray. Aunque ni que decir tiene que el apellido es de lo más común, te aseguro que John no lo es.
John Gray era el nuevo blanco del entusiasmo de Oscar, la única distracción que se permitió ese otoño. Más adelante me enteré de que, aunque Oscar había insistido en dejarme claro que cuando «visitaba a los muertos» prefería hacerlo a solas, de hecho, en cada una de sus visitas a lo que él llamaba «las melancólicas morgues y depósitos de cadáveres de la metrópolis», había estado acompañado por John Gray.
Gray tenía veintitrés años y trabajaba en el Foreign Office. No era diplomático; trabajaba de secretario en la biblioteca y era un joven de origen humilde que se había labrado un camino en el mundo a fuerza de su propio esfuerzo.
—Su padre era carpintero —dijo Oscar—, de modo que asumiremos que su madre era virgen.
Obligado por la penuria de sus padres a abandonar la escuela a la edad de trece años, Gray se había convertido en un trabajador del metal durante el día mientras que, por la noche, continuaba con sus estudios, que costeaba él mismo. Dicho sea en su favor que a los dieciséis años se había presentado a los exámenes necesarios para asegurarse un puesto de administrativo en la oficina de correos… y que había salido airoso de la convocatoria.
—Es una criatura compleja y multiforme —dijo Oscar—. Le interesa el arte y la música, la poesía y las lenguas, ¡los sellos y yo!
Oscar lo conoció ese septiembre, apenas unas semanas después de la muerte de Billy Wood, en un encuentro literario celebrado en Chelsea.
—Nos hicimos buenos amigos en cuanto nos conocimos —dijo Oscar—. John tiene todo el aspecto de un dios griego… y sólo los superficiales no juzgan por las apariencias.
Fue ese último viernes de octubre de 1889 cuando supe de la existencia de John Gray. Le conocí una semana más tarde, la Noche de las Hogueras del 5 de noviembre[4] de 1889. Veronica cenaba en Bedford Square con su tía abuela y Oscar y yo habíamos quedado en encontrarnos en el teatro (Ada Rehan, la actriz norteamericana de origen irlandés, debutaba en el Lyceum). Oscar me había dicho que pasaría a buscarme en coche y que le esperara en mi habitación de Gower Street a las siete… no más tarde.
A las seis y cuarenta y cinco yo me había vestido ya, me había puesto las botas que con anterioridad había lustrado y el traje pertinentemente cepillado. Estaba en la calle a las siete. A las siete y cuarto empecé a ponerme nervioso. A las siete y media, estaba alarmado. En algunas ocasiones, Oscar llegaba tarde a cenar, pero jamás al teatro. (Otros insultaban despreocupadamente a los actores, tratándoles como lacayos, cosa que Oscar jamás hacía). A las siete y cuarenta y cinco, simplemente para tranquilizarme, decidí que debía de haber entendido mal sus indicaciones y que lo que Oscar había propuesto en realidad era que fuéramos en coches distintos y que nos encontráramos en el teatro. Naturalmente, yo sentía ciertas reticencias a tomar un Hansom porque a esas alturas me había gastado todos mis ahorros en tés y champán para Veronica, pero si todavía me quedaba alguna posibilidad de llegar al teatro a las ocho, el coche era la única imaginable. En cuanto me decidí, y con la frente palpitante, miré a uno y otro lado de la triste calle. En justicia, un cinco de noviembre, envuelta en la espesura de la niebla mientras el West End está en su momento de mayor trasiego, Gower Street no debería ser el lugar más fácil donde encontrar un coche. Sin embargo, y para mi asombro, en el preciso instante en que necesitaba uno, de la amarillenta penumbra emergió un coche de cuatro ruedas que se detuvo bruscamente delante de mí.
—Al teatro Lyceum —le grité al cochero.
—Creo que no va a poder ser, caballero —respondió—. Me voy a casa.
—Entonces, ¿por qué se ha detenido? —le espeté.
La puerta del coche se abrió y en ese momento tuve la respuesta. Dos figuras bajaron a trompicones a la calle: un muchacho rubio con traje de marinero y Oscar Wilde, con un desaliñado traje de noche, el rostro salpicado de magulladuras y el pelo cubierto de sangre.
—Así le he encontrado —dijo el muchacho—. Me ha pedido que le trajera aquí.
Pagué al cochero y, entre los dos, el muchacho y yo ayudamos a Oscar a subir las escaleras que llevaban a mi cuarto.
—Me llamo John Gray —dijo el chiquillo, que debía de tener, como mucho, quince años. Tenía el pelo rubio y más largo de lo que parecía apropiado. Los ojos, azules y vigilantes; la piel, dorada; los labios, pálidos; los altos pómulos, salpicados de pecas del color de la arena. John Gray era a todas luces un joven Adonis en un traje de marinero (creo que era un traje de marinero francés), mientras que el pobre y arrugado Oscar, con sus carnes colgantes, la boca hinchada, los ojos semicerrados (los tenía demasiado inflamados como para poder abrirlos), no era más que un anciano Baco tras una reyerta.
Acomodamos a Oscar en mi cama. Le aflojé el cuello de la camisa y la corbata, le serví el brandy que me quedaba en una copa y se la acerqué a los labios. Oscar gimoteó. Estaba exhausto y dolorido.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
—No sabría decirle —dijo el muchacho (hablaba correctamente. Tenía los modales de un joven caballero)—. Estaba cruzando Soho Square, de camino al restaurante Kettner’s donde había quedado en encontrarme con un amigo. Vi a Oscar de pie en la acera, junto a la iglesia, hablando con un hombre. Discutían.
—¿Qué clase de hombre?
—No lo sé…, un hombre con un abrigo grueso.
—¿Qué clase de hombre? —repetí—. ¿Era joven? ¿Viejo? ¿Llevaba barba?
—No era joven ni llevaba barba.
—¿Alto?
—Bastante, y corpulento. De complexión oscura… Moreno, ésa es la palabra. Llevaba un bastón. No me acerqué demasiado porque se estaban gritando.
—¿Y qué era lo que se gritaban?
—El hombre dijo algo así como: «¡No se acerque! ¡No se acerque o le mataré!», y luego empezó a golpear a Oscar. Le golpeó con el bastón y lo tiró al suelo. Oscar cayó de espaldas sobre los escalones de la iglesia y el hombre se lanzó sobre él y le golpeó en la cara. Le dio un puñetazo tras otro. Fue entonces cuando corrí hacia ellos, gritando: «¡Alto! ¡Policía!». Entonces el hombre se levantó, me maldijo y echó a correr.
—¿Y dices que el hombre dijo: «Aléjese o le mataré»?
—Sí, algo así como: «Laisse-la ou je te tue!».
—¿Cómo? —exclamé—. ¿Hablaba en francés?
—Sí, era francés. Estoy seguro. Aunque tenía un acento extraño.
—Era un hombre llamado O’Donnell —dije—. Es de Montreal. Es un bruto.
—Doy fe que lo era —respondió el muchacho.
Oscar no dijo nada. Había vuelto la cabeza hacia la pared. Su respiración era pesada y entrecortada, aunque regular. Me pareció que dormía.
—Lo dejaremos aquí —dije—. En cualquier caso, la señora Wilde no le espera esta noche. Será mejor no preocuparla.
—¿Está seguro? —dijo el muchacho, arreglándose el cuello del traje de marinero y buscando con la mirada un espejo en el que arreglarse el pelo.
—Sí, estoy seguro —respondí—. Cuidaré de él. Soy su amigo.
—Su «mejor amigo», según Oscar —respondió el muchacho.
—Me alegra saberlo —dije.
—Bueno, pues entonces me voy —dijo el chiquillo alegremente, tendiéndome la mano—. Esta noche ceno en Kettner’s. ¿Se lo había dicho ya? Espero volver a verle pronto. Y Oscar estará como nuevo en un par de días, ¿no? Le quiero. Todos le queremos.
Y, con un saludo a medías y el esbozo de un guiño, John Gray se marchó.