11.

Veronica Sutherland

Debo confesar que la prometida de Aidan Fraser me robó el corazón en cuanto la vi. Tenía una presencia imponente y un aspecto que me dejó sin aliento. Su rostro era fino y alargado, aunque lleno de vida. Sus ojos, verdes, enormes y acentuados por la fuerza de sus cejas y de la nariz aguileña. Era un rostro para no olvidar. Un rostro que yo tenía la sensación de que ya había visto y, en el momento en que nos conocimos, así se lo hice saber.

Cuando Aidan Fraser me la presentó y yo estreché su mano por primera vez, me sorprendí diciendo en un impulso del todo absurdo:

—Sé que no nos conocemos, señorita Sutherland, pero tengo la sensación de que nos hemos visto antes porque su rostro me trae a la memoria uno de mis cuadros favoritos…

—¡Oh! —exclamó Oscar, con un fingido lamento—. ¡Robert se ha vuelto a enamorar!

Veronica Sutherland me estrechó la mano, se rió y dijo:

—¡Qué emocionante! ¿A qué cuadro se refiere? ¡Dígamelo!

—Bueno —tartamudeé—, de hecho, a varios.

—¡Robert! —gritó Oscar—. ¡Vas demasiado lejos!

—Y todos son obra del mismo pintor —añadí entre balbuceos—. De Millais, sir John Millais. ¿Conoce su obra? Es usted exacta a su modelo favorita. Su cuñada, Sophie Gray.

—Santo cielo —dijo Oscar, dando un paso hacia la señorita Sutherland—. Tienes razón, Robert. La semejanza es extraordinaria.

—¿De verdad? —dijo la señorita Sutherland—. Tengo que ver a esa tal Sophie Gray. ¿Es hermosa?

—Es fascinante —dije, sin saber del todo lo que decía—. Encantadora, extraordinaria.

—Tiene que verla —dijo Oscar—. Yo lo organizaré. El estudio de sir John no está lejos de aquí. Robert la llevará… ¿Verdad, Robert?

—Por supuesto.

—Con el permiso de Aidan, naturalmente.

La señorita Sutherland se volvió a mirar a su prometido.

—¿Quién es esta gente tan maravillosa, Aidan? ¿Dónde los has encontrado? ¿Por qué no me los habías presentado antes? Todos tus amigos son tan aburridos, excepto el doctor Doyle, naturalmente. Siempre me hace feliz verle.

Me había soltado la mano y ahora tenía toda su atención puesta en Conan Doyle. Había entrelazado su brazo al de él y, ladeando la cabeza, miraba fijamente al rostro sonriente del doctor con sus enormes ojos.

Recorrí la habitación con la mirada y vi que, gracias a ella, todos nosotros —incluido Fraser— sonreíamos. Billy Wood, O’Donnell, Bellotti, Cowley Street, Cleveland Street: todo había quedado olvidado. Veronica Sutherland había irrumpido en el salón de Fraser como un soplo de aire fresco. Había en ella un halo de energía que la hacía irresistible. Todos estábamos estimulados por su presencia… y también fascinados por ella. La señorita Sutherland tenía una autoridad natural que contradecía su edad y su sexo. A pesar de ser más joven que cualquiera de nosotros (tenía tan sólo veinticuatro años), tenía pleno dominio sobre todos.

Sin soltarse del brazo de Conan Doyle, Veronica miró en derredor y dijo:

—Aidan, prometido, futuro marido: ¿no hay flores? ¿Ni refrigerios? ¿No hay té para nuestros invitados? Pero ¿en qué estabas pensando?

Soltó un suspiro teatral, se separó de Conan Doyle, dejó sobre la mesita el libro que hasta entonces llevaba bajo el brazo y, sacudiendo su cabeza de glorioso cabello rojo, salió como un rayo de la estancia, gritando:

—¿Es que los hombres no son capaces de hacer nada por sí mismos?

Minutos más tarde, mientras seguíamos de pie y en círculo delante de la chimenea, sonriendo alegremente y cantando las alabanzas de la doncella, Veronica regresó. Llevaba una gran bandeja en las manos con tres copas de champán, una de vino, una de jerez y, en una cubitera de plata llena hasta el borde de hielo fresco, un mágnum de Don Pérignon.

—Aidan tiene una bodega en el sótano y un pequeño almacén de hielo en el jardín —dijo a modo de explicación—. La bodega está casi vacía y el almacén inutilizado. Probablemente sea el único almacén de hielo de todo Chelsea y dudo mucho que él haya estado dentro una sola vez. ¿Les ha enseñado la casa y el jardín? Tiene diez habitaciones y utiliza sólo tres. La cocina es un desastre. Ni se les ocurra entrar. Hasta los ratones la encuentran inhóspita. Lleva viviendo aquí un año y todavía no se ha ocupado de amueblarla. ¿Han visto su dormitorio? Tiene una cama de hierro en un rincón y un espejo giratorio de cuerpo entero en el otro… y eso es todo. No hay ni un gancho en la parte interior de la puerta, y menos aún un armario. Vive con la ropa metida en una maleta. ¿Qué voy a hacer con él?

Conan Doyle se rió.

—¿Casarse con él?

—Si no me queda más remedio —respondió ella, riéndose también—. Abre el vino, Aidan. Quiero brindar por tus amigos. Y beber a la salud de Sophie Gray. —Me miró y abrió los ojos como platos—. Quiero que el señor Wilde nos recite uno de sus poemas —dijo, volviéndose hacia Oscar—, o que nos cuente una de sus historias de fantasmas. —Y añadió—: Como verá, señor Wilde, sé perfectamente quién es usted… Aidan me lo ha contado todo sobre ese misterioso asesinato que usted está empeñado en investigar. El doctor Doyle le cree, incluso aunque Aidan tenga todavía sus dudas al respecto. —Su candor era arrebatador. Se volvió hacia Conan Doyle y levantó hacia él su copa—. Estoy encantada de verle, doctor Doyle. Podemos hablar de nuevo sobre nuestro héroe, ¿le parece?

—¿Es usted también admiradora de Sherlock Holmes? —pregunté.

—No —fue su respuesta—. Admiro los escritos del doctor Doyle, sin duda, pero no me refería a Sherlock Holmes.

—Creo que la señorita Sutherland se refiere al doctor Joseph Bell —dijo Oscar.

—Así es —corroboró ella, dedicándole una hermosa inclinación de cabeza—. ¿Cómo lo ha sabido?

—He visto el libro, el libro del doctor, el que iba usted leyendo en el metro de camino hacia aquí —dijo Oscar, indicando el volumen de cubiertas rojas que ella había dejado encima de la mesita antes de ir en búsqueda de nuestro champán.

—¿Cómo ha sabido que ha venido en metro? —preguntó Fraser.

Conan Doyle cogió el libro y lo agitó ante nosotros.

—He aquí el billete de metro de dos peniques que la señorita Sutherland utiliza como punto de libro. A Oscar no se le escapa nada.

—¿Quién es el doctor Bell? —pregunté.

—Un gran hombre —dijo Conan Doyle, examinando el lomo del ejemplar—. No sólo el autor de este texto definitivo, Manual de intervenciones quirúrgicas, sino también mi mentor. Fue profesor mío en la Royal Infirmary de Edimburgo. Como cirujano era un hombre meticuloso. Como profesor, tenía el don de un hipnotizador. Como maestro del diagnostico, no tiene igual. Si hay algún modelo para Sherlock Holmes, es él. El doctor Bell inculcaba a sus alumnos la importancia crítica de los poderes de observación. Habría estado orgulloso de usted, Oscar.

Oscar sonrió, encantado. No era hombre que sintiera aversión a los halagos.

Conan Doyle dejó de nuevo el libro encima de la mesita y prosiguió:

—En el curso de nuestra primera conferencia, el doctor Bell dejó en nosotros una impresión extraordinaria. Casi al empezar, mostró un vial de cristal que contenía un nocivo líquido de color ámbar y lo sostuvo en alto ante nuestros ojos. —Conan Doyle cogió su copa de champán como si fuera el vial del doctor Bell—. «Caballeros», anunció con su sonoro timbre típicamente edimburgués. «Este vial contiene una droga potentísima. Tiene un sabor extremadamente amargo… sí. ¡Pero quiero que lo prueben! ¿Cómo, caballeros? ¿Se arredran ustedes?». Bell removió el líquido ámbar con un dedo, así. —Conan Doyle imitó con su champán la acción que describían sus palabras—. «Naturalmente», dijo el doctor Bell, «no pido nada a mis alumnos que no pueda acometer yo mismo. Probaré el líquido antes de pasárselo». El gran hombre se llevó la mano a la boca y se chupó el dedo. Al hacerlo, sus rasgos se contrajeron como si hubiera probado veneno.

Mientras nos contaba el relato, Conan Doyle representaba el drama ante nosotros.

—Instantes más tarde, Bell se había recuperado y le entregó el vial a un alumno que estaba sentado en la primera fila. «Ahora», le indicó al alumno, «haga usted lo mismo». Cada uno de nosotros metió un dedo en el fluido ámbar y lo probó. Era sin duda un líquido espantoso, repelente al gusto. Sin embargo, cuando el vial completó la ronda, Bell recorrió con la mirada las filas de alumnos que tenía ante él y suspiró. «Caballeros», dijo. «Me apena profundamente que ninguno de ustedes haya desarrollado su capacidad de percepción, la facultad de observación de la que tanto hablo, pues si realmente me hubieran observado, ¿qué habrían visto?».

Oscar tenía la respuesta.

—Que aunque era el índice el dedo que había metido en el líquido ámbar, ¡era el dedo medio el que se había llevado a la boca!

—¡Exacto! —exclamó Conan Doyle, entrechocando su copa con la de Oscar—. Si es que no se le pasa una, amigo mío. ¡Lo observa todo! He decidido que voy a dar al señor Sherlock Holmes un hermano mayor aún más brillante y que, con su permiso, ¡voy a crearlo inspirándome en usted! Holmes está básicamente inspirado en el doctor Bell, pero también hay en él algo de Fraser. El hermano de Holmes será totalmente usted, Oscar…

—Pero yo no me parezco a Holmes —protestó Oscar—. No soy un hombre de acción. Soy un indolente.

—En ese caso, también el hermano de Holmes lo será —respondió Conan Doyle—. No discuta conmigo. Lo he decidido. Y así será.

Mientras nos reíamos y tomábamos el champán, me di cuenta de que la señorita Sutherland acunaba su ejemplar del libro del doctor Bell contra su pecho.

—¿Por qué está leyendo al doctor Bell? —pregunté.

—Porque al parecer jamás llegaré a sentarme a sus pies —fue su respuesta.

Conan Doyle explicó:

—La señorita Sutherland abrigaba esperanzas de convertirse en médico. Deseaba estudiar en la Universidad de Edimburgo, pero no pudo ser.

—A la legua se ve que soy mujer, señor Sherard, y a las mujeres no se las considera adecuadas para ser médicos. ¡No somos adecuadas para ser nada!

—No estoy tan seguro de eso —protestó Fraser en tono jocoso.

—Pues yo sí —dijo la señorita Sutherland, furiosa—. Aidan, tú, el doctor Doyle, el señor Wilde y el señor Sherard habéis disfrutado de los beneficios de la educación universitaria. ¿Por qué? Porque sois hombres. A mí esos beneficios me son negados. ¿Por qué? Pues simplemente porque soy mujer. Es horroroso, ultrajante. Y lo único que se os ocurre hacer… ¡es reíros! Las únicas mujeres que tienen entrada libre al interior de los santificados muros de nuestras universidades son las limpiadoras y las concubinas. Es escandaloso, Aidan, y lo sabes.

El silencio cayó sobre nosotros durante un instante. Oscar lo rompió cogiendo el libro que la señorita Sutherland acunaba contra su pecho y le preguntó:

—¿Y a qué se dedica usted, señorita Sutherland?

—A nada —chilló ella—. No hago nada, salvo dejar que mis padres me mantengan y esperar al día de mi boda, y entonces el pobre Aidan me mantendrá. Tiene usted razón, señor Wilde. Siento frustradas mis ambiciones. Anhelo dejar mi huella en el mundo. Quizá su amigo sir John pinte mi retrato y consiga así la fama. Estoy decidida a unirme de algún modo a las filas de los inmortales.

—Podría intentarlo cometiendo un asesinato —sugirió Oscar despreocupadamente, hojeando el libro de Bell.

—Vamos, Oscar —dijo Conan Doyle con tono reprobatorio—, no hable del asesinato tan a la ligera.

—Hablo muy en serio —dijo Oscar—. Si la señorita Sutherland está empeñada en alcanzar la inmortalidad y los senderos habituales para acceder a ella le están vetados, quizá debería intentar el asesinato. A fin de cuentas, dentro de cien años, ¿a quién se recordará más? ¿A lord Rosebery? ¿A Henry Irving? ¿A sir John Millais? ¿O a Jack el Destripador?

—Oh, señor Wilde —exclamó Veronica encantada—, ¡es usted un hombre increíble! ¿Por qué está aquí? ¿Por qué de luto? Cuéntemelo todo sobre este asesinato que está investigando. Quiero saberlo todo. Por favor.

Fraser protestó, aunque en vano. Conan Doyle masculló sus reparos, aunque con escaso efecto. Yo seguí donde estaba, presa de la admiración y tomando mi champán a pequeños sorbos al tiempo que Oscar se erigía en el protagonista absoluto y contaba su historia —la nuestra: la historia del asesinato de Billy Wood— a la señorita Sutherland.

A pesar de las intervenciones del inspector y del médico, Oscar no omitió ninguno de los detalles más remarcables. En cuanto completó su narración, la señorita Sutherland, que había estado escuchando desde el principio absolutamente embelesada, preguntó:

—A ese muchacho, a Billy Wood, ¿lo quería usted, señor Wilde? Dice usted que tenía talento, juventud y belleza…

Oscar la interrumpió.

—Tenía genio, señorita Sutherland. La belleza es una forma de genio… De hecho, es más elevada, sin duda, que el propio genio, pues no necesita explicación. Es una de las grandes realidades del mundo, como la luz del sol, la primavera o el reflejo en las aguas oscuras de esa concha plateada a la que llamamos luna. No permite cuestionamiento alguno. Tiene un derecho divino de soberanía. Convierte en príncipes a aquellos que la poseen. Billy Wood era un príncipe.

—Pero ¿le quería usted, señor Wilde? —repitió la señorita Sutherland—. Habla de la belleza en abstracto y eso me confunde. Y es que, a juzgar por sus proclamaciones, no estoy del todo segura de cuánto quería usted a ese chico.

Oscar le sonrió y dijo:

—En una época tan vulgar como esta que nos ha tocado vivir, señorita Sutherland, no es conveniente mostrar el corazón al mundo. Todos necesitamos nuestras máscaras, ¿no cree?

Aidan Fraser intervino entonces, quebrando el ánimo del momento con una finalidad evidente.

—En cualquier caso —dijo, recogiendo las copas vacías y devolviéndolas a la bandeja—, Oscar ha decidido hacer caso omiso de nuestro consejo. Se ha dedicado al caso a la buena de Dios. Está decidido a resolverlo, con o sin nuestra ayuda.

—Debo hacerlo —dijo Oscar—, y no sólo por el pobre Billy. Al fin y al cabo, si no apresamos al asesino, ¿quién nos dice que él, o ella, no volverá a actuar?