16 de octubre de 1889
Volví a ver a mi amigo Oscar Wilde el 16 de octubre de 1889, el día de su treinta y cinco cumpleaños. Nos encontramos, por sugerencia suya, junto al puesto de flores que está junto a la entrada de la estación de metro de Sloane Square. Había propuesto que nos encontráramos a las cuatro y media y me había apremiado para que fuera puntual… y, por primera vez, lo fui. Estaba ansioso por verle. Le había echado mucho de menos.
Sin embargo, su apariencia me sobresaltó un poco, pues aunque tenía buen aspecto —lucía un buen porte y tenía las mejillas, normalmente pálidas, teñidas de una saludable sombra sonrosada— iba vestido de luto riguroso de la cabeza a los pies. Llevaba un abrigo negro, corbata también negra, y sostenía en su mano enfundada en un guante negro un sombrero de copa negro que completaba con cintas de seda negra. Más curioso aún era que, aunque vestía de luto, no dejaba de repartir sonrisas.
—La juventud sonríe sin razón alguna —dijo cuando nos dimos la mano—. Es uno de sus principales encantos. Sonrío porque me hace feliz volver a verte, Robert. Muy feliz.
—Yo también estoy feliz de verte, Oscar —respondí—, aunque me alarma encontrarte vestido así.
Bajó los ojos hacia su atuendo fúnebre y se explicó:
—Es que da la casualidad de que hoy es mi cumpleaños, Robert, y en cada uno de mis cumpleaños lloro el paso de un año de mi juventud a la nada, el creciente otoño que se adueña de mi verano… ¡Tempus fugit inreparabile! —Me puso la mano en el hombro—. Pero no he perdido el tiempo durante estas últimas seis semanas, aunque bien es cierto que el tiempo me ha desgastado. He hecho grandes progresos con el relato que me encargó Stoddart.
—Me alegra saberlo —dije.
—Y progresos también negativos en nuestra investigación sobre el asesinato del pobre Billy Wood.
—¿Negativos, dices? —repetí—. ¿Qué significa eso?
—Significa —empezó, desviando su atención de mí para fijarla en el puesto de flores— que he eliminado toda suerte de posibilidades que puedan distraernos, ahorrándonos el tiempo y el esfuerzo que supondría explorar cul-de-sacs inútiles enviando a otros en nuestro lugar. —Se quedó contemplando un cubo lleno de rosas escarlatas—. Por ejemplo, durante las últimas seis semanas, mis espías se han puesto en contacto con todas y cada una de las amas de llaves que aparecen últimamente en los libros de O’Donovan & Brown de Ludgate Circus, y ninguna de ellas parece haber estado en las inmediaciones del veintitrés de Cowley Street el día del asesinato del pobre Billy.
Me reí.
—¿Y quiénes son esos espías tuyos, Oscar?
Me miró.
—Son agentes secretos, Robert. Si te dijera quiénes son, con eso no haría sino despojarles de todo sentido, ¿no te parece? Aunque créeme si te digo que son buenos tipos en los que se puede confiar plenamente. Mientras yo me dedicaba a garabatear en Oxford, ellos han estado vagando por las calles de Londres y de Broadstairs, vigilando a tus principales sospechosos. Te desilusionará saber, Robert, que, en nuestra ausencia, ni Edward O’Donnell ni Gerard Bellotti se han comportado de modo mínimamente sospechoso. De haber sido culpables de asesinato, cabría imaginar que habrían abandonado el país o por lo menos que lo habrían intentado. De hecho, según los informes que he recibido, ambos han seguido dedicados a sus sórdidos asuntos, según es habitual en ellos.
—¿Y la señora Wood?
—Me he escrito con ella —dijo, contemplando de nuevo el cubo de rosas y seleccionando con sumo cuidado un único tallo—. Su dolor es profundo y auténtico. No creo que sea nuestra asesina, pero tampoco creo que nos haya contado todo lo que sabe.
Miré ceñudo a mi amigo.
—Entonces, ¿después de seis semanas no hemos avanzado nada? —dije.
—Hemos avanzado mucho, Robert —respondió, pasando el tallo de la rosa por el ojal de mi chaqueta—. Esta flor de otoño recibe su nombre en honor del Príncipe Negro. Bien vale los seis peniques que he pagado por ella, ¿no te parece? Hemos avanzado muchísimo, mon ami. Hemos eliminado toda suerte de posibilidades… ¡y nos hemos asegurado una audiencia con el inspector Fraser de Scotland Yard!
—Cielos —exclamé—. ¿Vamos a Scotland Yard? —De pronto me alarmó pensar en cómo podía ser recibido el atuendo funerario de Oscar por parte de los poco imaginativos miembros de la Policía Metropolitana.
—No —dijo Oscar, apartándose del puesto de flores y guiándome hacia la plaza—. Vamos al número setenta y cinco de Lower Sloane Street, justo aquí, a la izquierda. Fraser nos ha convocado en su casa. Según ha dicho, será «más conveniente» encontrarnos allí. Incluso me ha aconsejado que acuda de incógnito… y solo.
—De ahí tu sombrío atuendo —dije, riéndome entre dientes.
—¡Y tu inestimable presencia, Robert! Estamos juntos en esto. Para ti no tengo secretos, amigo mío.
—Me alegro de oírlo —dije, emocionado y añadiendo de inmediato—. Me siento orgulloso de oírlo.
Y es que estaba orgulloso de nuestra amistad, orgulloso de ser el verdadero amigo reconocido del hombre más brillante de su tiempo. También estaba orgulloso de la confianza no declarada que yo percibía entre nosotros, aunque confundido, lo reconozco, tanto por el modo en que Oscar no me había dado la menor explicación acerca de sus citas secretas con la extraña muchacha del rostro desfigurado como por mi propia reticencia a interrogarle sobre el asunto. En eso pensaba cuando cruzamos para adentrarnos por Lower Sloane Street —deslizándonos entre un pequeño carretón y un deshollinador montado en su bicicleta—, pero no dije nada. Oscar, que, tremendamente supersticioso como era, estaba encantado de cruzarse con un deshollinador, me dio un apretón en el hombro en una muestra de afecto y camaradería y dijo:
—Creo que la generosidad es la esencia de la amistad, ¿no te parece?
El número 75 de Lower Sloane Street era una hermosa casa de ladrillo rojo y piedra de Portland, con un pórtico construido sobre pilares y escalones de mármol, para nada el hábitat natural de un detective inspector de policía. La residencia, como no tardaríamos en saber, era parte de la herencia que Fraser había recibido de Fettes. Subimos los escalones y Oscar llamó al timbre. Esperamos. Escuchamos. No se oía ni un solo ruido procedente del interior. Oscar volvió a llamar al timbre y justo en ese momento el propio Fraser —y no un criado— abrió la puerta. Aunque era tal y como yo le recordaba —alto, delgado, anguloso, bien afeitado, atractivo y con un rostro inquietante y blanco como la escarcha—, sus modales habían cambiado. En nuestro primer encuentro se había mostrado naturalmente atractivo. En esa segunda ocasión, se me antojó inquieto, ansioso y preocupado. Parecía desconcertado por el aspecto de Oscar y por mi presencia.
Oscar se quitó el sombrero de copa negro y dijo de inmediato:
—No se alarme, inspector. La discreción del señor Sherard está asegurada… y yo simplemente estoy de luto por la juventud que he perdido.
Fraser pareció aún más confundido.
—No me refiero al pobre Billy Wood —aclaró Oscar, de pronto consciente del malentendido que sus palabras podían haber provocado—. Aunque ni que decir tiene que también lloro su muerte… Me refiero a los días que han precedido mi presente decrepitud.
Fraser no dijo nada, sino que se limitó a retirarse hacia atrás en un gesto vacilante, permitiéndonos la entrada al vestíbulo.
—Sería capaz de hacer cualquier cosa para recuperar mi juventud —prosiguió Oscar, imperturbable—, salvo, naturalmente, hacer ejercicio, levantarme temprano o renunciar al alcohol.
Fraser dijo sin rodeos:
—Creo que deberíamos hablar antes de tomar un refrigerio.
—Por supuesto —respondió Oscar, colgando el sombrero en el perchero y alineando con sumo cuidado las cintas de luto de seda—. Estoy seguro de que habrá descubierto, inspector, que mientras que el alcohol, en dosis suficientes, provoca todo el efecto de la embriaguez, la única embriaguez correcta es la conversación. Estoy ansioso por asistir a la nuestra.
—Espero no defraudarle —dijo Fraser—. Pasen al salón, se lo ruego.
Nos condujo al otro extremo del vestíbulo y nos hizo pasar a un salón amplio y elegantemente amueblado. Allí, al fondo de la habitación, de pie delante de una vistosa chimenea de mármol blanco, vestido con un traje de tweed, pipa apagada en mano, estaba la tranquilizadora figura de Arthur Conan Doyle.
Sin embargo, su comportamiento nada tuvo de tranquilizador.
—Oscar, Robert —masculló incómodamente a modo de saludo en cuanto nos vio entrar.
Nada podía apaciguar el entusiasmo de Oscar. Cuanto más ansioso estaba, menos lo parecía.
—Le veo muy serio, Arthur —dijo con tono reprobatorio.
—Tengo serios asuntos que relatar —intervino Fraser—. Me ha parecido que sería mejor contar con la presencia de Arthur, puesto que es un amigo común. —Con un gesto señaló un cuarteto de sillones de respaldo recto que estaban dispuestos a ambos lados de la chimenea—. Caballeros, permítanme que vaya directo al grano. Siéntense, se lo ruego.
Así lo hicimos. Los sillones eran franceses e incómodos. El ambiente en la habitación era también incómodo, mal ventilado e impregnado de un olor a cerrado extraño para la época del año. Fraser hablaba directamente a Oscar, mirando de vez en cuando a Conan Doyle en busca de aliento. Ni una sola vez miró en mi dirección.
—Le he convocado aquí —empezó, sonriendo por primera vez desde nuestra llegada— precisamente porque es usted amigo de Arthur. Él es admirador suyo, señor Wilde…, como lo soy yo, por supuesto. Lo cierto es que tengo que hacerle una advertencia y darle un consejo.
Oscar también sonreía.
—He descubierto que a la gente le encanta dar a los demás lo que ellos más necesitan —dijo, quitándose los guantes y colocándolos pulcramente en la mesita de madera de nogal que tenía junto a la silla—. Es lo que yo llamo las profundidades de la generosidad.
Conan Doyle se inclinó hacia delante y, muy serio, le dijo a Oscar.
—Escuche a Aidan, Oscar. Deje que le aconseje.
Arqueando una ceja, Oscar inclinó la cabeza hacia Fraser.
—Le escucho.
Fraser parecía más calmado. Su nerviosismo había desaparecido. Volvía a sonreír, dejando a la vista su extraordinaria dentadura blanca y dijo, recuperando parte de su encanto de antaño:
—Gracias. Y gracias por haber venido a verme hoy. Y gracias también por haber sido tan paciente durante las últimas semanas. Si no me he puesto antes en contacto con usted, ha sido por un motivo, y el motivo es… —Guardó silencio y con un pulgar e índice delicados se pellizco suavemente los labios, lanzando una breve mirada hacia Conan Doyle, que le animó a proseguir con una leve inclinación de cabeza—. Señor Wilde —dijo por fin—, ¿le resulta familiar la dirección diecinueve de Cleveland Street?
—No —respondió Oscar.
—Está entre Regent’s Park y Oxford Street…
—Sé muy bien dónde está ubicada la calle —dijo Oscar—. Me ha preguntado usted si la dirección me resulta familiar. La respuesta es no.
Fraser insistió.
—¿Tiene usted amistad con lord Henry Somerset? —preguntó.
—Sé de quién me habla —respondió Oscar—. Es el hijo del duque de Beaufort. He leído su poesía. He reseñado su obra en la prensa. No tiene nada que decir y aun así lo dice.
—¿Se conocen ustedes?
—Probablemente. Vive en Florencia, ¿no?
—Huyó a Florencia… para evitar el escándalo público.
Oscar suspiró y, con la mano derecha, se cepilló ligeramente la pierna del pantalón.
—Antes los escándalos solían prestar encanto, o al menos interés, a un hombre. Ahora lo aplastan.
Fraser prosiguió.
—Un escándalo en el que se halla implicado un joven llamado Harry Smith.
—Eso no lo recuerdo —dijo Oscar rotundamente.
—¿Conoce a lord Arthur Somerset, el hermano menor de lord Henry?
—¿A Podge? —dijo Oscar—. Conozco un poco a Podge. Es oficial del príncipe de Gales.
—Y habitual del diecinueve de Cleveland Street.
—¿Quién? —exclamó Oscar—. ¿El príncipe de Gales?
—No, señor Wilde, no me refiero al príncipe de Gales, aunque es probable que sí lo sea su hijo, el príncipe Alberto Victor.
Oscar se rió.
—¿El príncipe Eddy? Me sorprende usted.
Fraser saltó sobre Oscar.
—¡Eso significa que conoce el diecinueve de Cleveland Street y lo que tiene lugar allí!
—No conozco el diecinueve de Cleveland Street —chilló Oscar, dando una palmada en la mesa—. No tengo la menor idea de lo que ocurre allí. No tengo ni idea de a qué se refiere. No tengo la menor idea de adónde quiere usted llegar. Habla usted con adivinanzas, inspector. Sigo escuchándole, pero estoy confundido.
Conan Doyle se removió en la silla y dijo:
—Vuelva al principio, Aidan.
Oscar lanzó una mirada en mi dirección y murmuró, sotto voce:
—Sí, con los cuentos de hadas, el principio es siempre el mejor punto por donde empezar.
—Muy bien —dijo Fraser—. Hace tres meses, el quince de junio, para ser exacto, en el curso de una investigación rutinaria sobre una serie de pequeños hurtos que presuntamente habían tenido lugar en la Oficina Central de Telégrafos, uno de mis agentes entrevistó a un joven repartidor de telegramas de quince años llamado Charles Swinscow.
—No le conozco —dijo Oscar alegremente.
—Me alegra saberlo. En el momento de la entrevista, resultó que el muchacho tenía dieciocho chelines en el bolsillo, cuatro veces su paga semanal. Cuando se le acusó de haber robado el dinero, Swinscow lo negó. Según dijo, lo había ganado. Cuando insistimos en que nos dijera cómo lo había ganado, Swinscow dijo que se le pagaba por «acostarse con un caballero». Cuando le preguntamos quién era el «caballero», respondió que no conocía su nombre. Cuando le preguntamos dónde había tenido lugar el incidente, dijo que en el diecinueve de Cleveland Street.
Oscar se inclinó hacia Fraser y preguntó con una sombra de exasperación en la voz:
—¿Por qué me cuenta todo esto?
—Porque está a punto de saltar el escándalo, señor Wilde —respondió Fraser con frialdad—, y usted conoce a varias de las personas involucradas. Lord Arthur Somerset…
—Le conozco, aunque no somos amigos.
—Lord Euston…
—Me suena el nombre.
—El príncipe Eddy…
Oscar sonrió.
—Conozco a su padre. Con el crecimiento del imperio, son muchos los que le conocen.
—Van a producirse arrestos —dijo Fraser. Oscar se echó a reír.
—¿Van a arrestar al hijo mayor del heredero al trono? —se mofó Oscar.
—No —fue la solemne respuesta de Fraser. Guardó silencio durante unos segundos—. Un pez demasiado gordo rompería el hilo —dijo a modo de explicación—. Pero mañana —prosiguió— se emitirá una orden de arresto para lord Arthur Somerset. Lord Arthur lo sabe. Esta misma noche abandonará el país por vía marítima. Y será su huida de la justicia lo que provocará el escándalo público. Durante las últimas seis semanas hemos mantenido bajo constante vigilancia el diecinueve de Cleveland Street. Es un lugar de diversión para sodomitas. Es un burdel masculino. Una guarida de iniquidad.
—Es horroroso, estoy de acuerdo —dijo Oscar, recostándose contra el respaldo de su silla con las manos extendidas—. Pero ¿qué tiene eso que ver conmigo? ¿Y qué tiene que ver con Billy Wood?
Conan Doyle se volvió hacia él.
—¿Es que no lo ve, Oscar?
Oscar miró a su amigo.
—No lo veo, Arthur. No veo nada —dijo—. Lo único que veo, lo único que sé, es que tuvo lugar un asesinato en el veintitrés de Cowley Street, un brutal asesinato que, por alguna razón que yo desconozco, la policía se niega a investigar.
El inspector Fraser estalló.
—¿Y no adivina usted por qué?
—No —respondió Oscar sin perder la calma—. No lo adivino. Si he de serle sincero, inspector, estoy perplejo. No comprendo casi nada de todo esto. Me dijo usted, por ejemplo, en un telegrama, que había enviado a un policía al veintitrés de Cowley Street para que investigara la escena del crimen cuando es más que evidente que no lo hizo. Me mintió, inspector.
—Le mentí para protegerle, señor Wilde.
—¿Para protegerme? ¿Por qué?
—¿Es que no lo entiende? De haber iniciado una investigación oficial, en cuanto me hubiera embarcado en ella no podría haberla detenido, independientemente del punto al que nos hubiera conducido.
—No necesita protegerme, inspector. No tengo nada que ocultar.
—¿Está usted seguro, señor Wilde? ¿Acaso el veintitrés de Cowley Street y el diecinueve de Cleveland Street no eran idénticas guaridas de iniquidad, casas de corrupción? Y Billy Wood, haya tenido el final que haya tenido, ¿no era, como Harry Smith y Charles Swinscow, un muchacho que vendía su cuerpo por dinero, un pobre desgraciado atrapado en un comercio depravado y degradante?
Oscar se puso en pie, contempló durante un instante su reflejo en el espejo colocado encima de la chimenea, le gustó lo que vio, y a continuación, tras pasar deliberadamente el dedo por la repisa como comprobando que no hubiera polvo, se volvió y, de espaldas a la chimenea, se dirigió directamente a Aidan Fraser y a Arthur Conan Doyle.
—Caballeros —dijo—. Les agradezco sus buenas intenciones, por muy mal encaminadas que estén. No me cabe duda de que obrando como lo han hecho velaban por mis intereses. Sin embargo, dejen que les asegure a ambos una cosa: tengo la conciencia limpia. Cuando el pasado treinta y uno de agosto visité el número veintitrés de Cowley Street, el asunto que me llevó allí fue del todo honorable. Había acordado encontrarme allí con una amistad, que desgraciadamente se vio retenida en otro lugar… y, en vez de encontrar allí a la persona de la que les hablo, cuál no fue mi asombro y mi espanto al encontrarme con el cuerpo de Billy Wood.
—Y esa amistad —preguntó Fraser—, ¿se trata acaso de otro muchacho? ¿Podemos saber su nombre?
—Se apresura usted demasiado a sacar conclusiones, inspector. De hecho, la persona a la que me refiero es una joven dama, aunque no tienen por qué saber su nombre. Nada tiene que ver con el caso que nos ocupa. Ella no visitó el veintitrés de Cowley Street ese día. No se preocupe por ella, inspector. Preocúpese de Billy Wood…
Conan Doyle le interrumpió.
—Pero Billy Wood…
Oscar se volvió bruscamente hacia él.
—Sí, Arthur, yo quería a Billy Wood. Le quería porque era joven y abierto, despreocupado y lleno de alegría. Le quería también porque era poseedor de un talento extraordinario, un talento que tuve el orgullo de nutrir. Le quería como podía haber querido a un hermano menor o a un hijo. Le doy mi palabra de honor de caballero de que en mi relación con Billy Wood no hubo jamás nada sórdido, nada inmoral, nada corrupto ni turbio. —Guardó silencio durante unos instantes y le ofreció la mano a Conan Doyle—. Confío en que acepte mi declaración de inocencia en este asunto.
Al instante, el buen médico se puso en pie de un salto y estrechó cordialmente la mano que Oscar le tendía.
—Acepto su declaración… sin reservas.
Oscar rescató su mano del abrumador apretón de Doyle, se volvió hacia Fraser, que seguía sentado e impasible.
—¿Y usted, inspector?
—No sé qué decir.
—Vamos, Aidan —exclamó Conan Doyle—, Wilde es un caballero, jamás nos engañaría. Confíe en su palabra. —Fraser se cruzó de brazos y desvió la mirada hacia la chimenea vacía. El médico posó la mano sobre el hombro del inspector—. Hemos actuado como le parecía que debíamos hacerlo, Aidan —dijo—. Hemos sacado el tema a colación. Y hemos despejado toda duda.
Fraser no parecía convencido. De pronto, Oscar se rió, al tiempo que se inclinaba hacia él y decía:
—Inspector… Aidan… Le llamaré Aidan, pues tenemos que ser amigos. Acabo de darme de cuenta de por qué está usted de tan mal humor. ¡El pepinillo que se ha comido con el queso en el almuerzo no le ha sentado bien!
Perplejo, el detective apoyó la espalda contra el respaldo del sillón y miró fijamente a Oscar, quien aprovechó su ventaja.
—Lleva todo el día irritable y agobiado, ¿me equivoco? Creo que sé por qué. No tiene nada que ver con nosotros… y mucho que ver con una dama. Está esperando la visita de una dama, ¿no es cierto? Su visita le está causando cierta aprensión. Es una mujer de fuerte temperamento, una dama, me atrevería a decir, lo bastante próxima a usted como para tomarse la libertad de reprenderle por sus descuidadas costumbres de soltero.
Fraser miró a Oscar de hito en hito, con un profundo recelo en los ojos.
—¿Cómo diantre sabe todo eso?
Oscar se encogió ligeramente de hombros.
—¿Por qué, si no, iba a retirar el jarrón de lirios marchitos de esta mesita y se habría puesto a quitar a toda prisa el polvo de la repisa situada encima de la chimenea justo antes de la llegada de Arthur?
—¿Me ha estado espiando? —preguntó bruscamente Fraser—. Explíquese, se lo ruego.
Conan Doyle se frotó las manos, encantado.
—No, no —se rió con satisfacción, volviendo a ser el Conan Doyle de siempre—. Oscar ha vuelto a jugar a ser Sherlock Holmes. ¿Cómo lo ha hecho, Oscar? Cuéntenos.
—Mire los puños de su camisa, Aidan —dijo Oscar con una sonrisa burlona. Fraser levantó, receloso, las manos y examinó los puños de su camisa—. ¿Qué ve en la cara interna del puño izquierdo? Una pequeña mancha de grasa, combinación de un color marrón oscuro y de un tono naranja claro, que habla de un hombre diestro que se ha preparado apresuradamente un sándwich de queso Chesire con pepinillos. Si mira la cara interna de los dos puños, ¿qué ve? Una ligera capa de salpicaduras de color óxido. ¿De qué se trata?, ¿de óxido? No, la capa es demasiado delicada. ¿Pimienta, quizá? ¿O azafrán? O, vaya, ¿qué es lo que tenemos aquí, sobre esta mesita? Una salpicadura de polen de los estambres de lirios ya marchitos… Aidan lleva una existencia de soltero, sólo, desatendido. Hace ya días que no ha estado en su salón. Hoy, sin embargo, tiene visitas y debe preparar la estancia para ellas. Ni que decir tiene que, si sus visitas fueran sólo hombres, no se apresuraría a quitar de en medio un jarrón con flores muertas. Como hombre que es, sabe muy bien que los hombres nunca reparan en esa clase de cosas. No, Aidan espera la visita de una dama, probablemente la dama que le trajo las flores y que las dispuso para él durante su última visita.
Conan Doyle se volvió presa del entusiasmo a mirar a Fraser y preguntó:
—¿Está en lo cierto?
Fraser dejó caer las manos y esbozó su sonrisa perfecta.
—Hasta el último detalle —dijo—. Es usted un hombre extraordinario, señor Wilde.
—Oscar, Aidan. Seamos amigos.
—Oscar —dijo el inspector de policía, poniéndose en pie y tendiéndole su mano abierta—. Acepto todo lo que dice, por supuesto que sí. Aun así, le advierto de que está pescando en aguas peligrosas. Y vuelvo a decirle lo que ya le he dicho. No puedo hacer nada por ayudarle sin un cuerpo.
Conan Doyle dio una chupada a su pipa vacía y dijo secamente:
—Con la capacidad de observación y de detección de Oscar no dudo de que, si así lo decide, pueda resolver el misterio, con o sin la ayuda de Scotland Yard.
—Probablemente —dijo Fraser, sin dejar de estrechar la mano de Oscar y clavando en él la mirada—. Aunque ¿a qué precio?
—¿Y a pagar por quién? —preguntó Oscar, devolviendo la mirada del inspector.
De pronto, sonó bruscamente el timbre y el tableau que se había compuesto junto a la chimenea se rompió.
—Ah —dijo Oscar con suavidad—. La dama en cuestión.
El inspector Fraser se movió rápidamente hacia la puerta que daba al vestíbulo.
Oscar prosiguió:
—Estoy convencido de que es una hermosura. Y creo que es pelirroja.
Fraser se detuvo junto a la puerta y miró fijamente a Oscar con lo que me parecieron unos ojos temerosos. Sin embargo, su risa contradijo su mirada.
—¿Cómo diantre lo ha sabido?
Oscar sacó del bolsillo izquierdo de su chaleco una larga hebra de cabello rojizo. Lo sostuvo en alto entre el pulgar y el índice, mostrándolo a la habitación como si fuera un mago con un pañuelo de seda de colores en la mano antes de transformarlo en un bastón de mango de plata o en un ramo de flores de papel.
—Encontré esto en el perchero mientras colgaba el sombrero. A juzgar por su longitud, todo me lleva a suponer que pertenece a una dama. Supongo que procede del sombrero que llevaba durante su última visita.
El timbre volvió a sonar. Fraser salió apresuradamente al vestíbulo y abrió de par en par la puerta de la calle. Cuando su visita se quitó el sombrero y lo dejó junto al de Oscar en el perchero, Fraser la acompañó inmediatamente al salón. La dama con la que entró era ciertamente de una belleza considerable, y sus cabellos, de color rojo Tiziano.
—Caballeros —anunció—, permítanme que les presente a mi prometida, la señorita Veronica Sutherland.