7.

3 de septiembre de 1889

¿Cuál era la cita secreta que podía tener Oscar en esa parte ligeramente vergonzante de la ciudad? No quiso darme esa información, y yo tampoco insistí para que lo hiciera.

Resulta curioso cómo hombres que son buenos amigos, amigos íntimos y verdaderos, que pueden haber tenido una relación extremadamente familiar y próxima durante años, pueden saber muy poco de la vida amorosa del otro.

Aunque yo conocía bien a Oscar, en ese momento no conocía los secretos que anidaban en su corazón.

En París, durante la diáfana primavera de 1883, cuando nos conocimos, cenábamos juntos a menudo en el Foyot’s, en Voisin’s, en Paillard’s, en los mejores restaurantes; paseábamos juntos, hora tras hora, por los jardines de las Tullerías, por el palacio del Louvre, por las orillas del Sena; comíamos y conversábamos; y cuando conversábamos, hablábamos de todo lo que hay bajo el sol y la luna, de arte y de literatura, de música y de revolución, de la vida y de la muerte y, sí, también del amor. Pero cuando hablábamos del amor, me doy cuenta ahora, siempre lo hacíamos en términos de absoluta abstracción.

En una ocasión le dije a Oscar que en Oxford, cuando yo tenía veinte años (antes de que me expulsaran), había ido a visitar a una prostituta. Inmediatamente, él se sinceró conmigo y me contó que en Oxford, cuando él tenía veinte años (antes de ganar el Newdigate Prize), también él había ido a visitar a una prostituta, pero no me dijo nada más que eso acerca de la experiencia. En París, memorablemente, habíamos estado juntos en el Eden Music Hall la noche en que él conoció a la célebre Marie Aguétant, con la que compartió cama. Después de ese primer encuentro, sé que Oscar la visitó en más de una ocasión y que más adelante, tras su brutal asesinato, recuerdo haberle oído decir: «Pienso en ella a menudo, Robert», pero qué pensaba de ella, y por qué, eso es algo que jamás me dijo.

Una vez, en el Soho de Londres, visité un burdel y disfruté de las dudosas delicias que en él se ofrecían. ¿Lo hizo también Oscar? Antes de su boda, y después, varias de sus amigas eran actrices. No todas ellas eran damas. Y Oscar flirteaba escandalosamente con ellas. ¿Se acostaría también con ellas? Según me dijo, amaba a Lillie Langtry «con pasión», pero ése fue su único comentario. La llamaba «Lil»; la besaba en los labios (lo sé porque lo vi con mis propios ojos); pero ¿compartía su cama? No sabría decirlo. Amaba a Constance, de eso no me cabe duda. Pero ¿amaba también a las demás? ¿Traicionaba a su esposa con otras mujeres? ¿Y sería una de ellas la muchacha con quien yo le había visto en Soho Square? Y de ser así, y si efectivamente lo era, ¿llegaba a ser realmente una traición? ¿O acaso él creía —como lo creía yo y como, de hecho, aún lo creo— que se puede amar a más de una persona y mantenernos fieles a las dos?

Viajando con él en primera clase en el tren que nos llevaba a Broadstairs a principios de ese mes de septiembre de 1889, Oscar pareció leerme el pensamiento. Estábamos solos en el compartimiento, sentados el uno frente al otro, y entre nosotros se había instalado el silencio. Yo miraba sus ojos cansados al tiempo que me preguntaba con quién se habría encontrado la noche anterior —y por qué—, y lo que habría ocurrido entre ellos. Pensaba en Constance, a la que adoraba, y en mi promesa de protegerla. ¿Tendría motivo para estar celosa? ¿Podía confiar en la fidelidad de Oscar? Y, de no ser así, si alguna vez llegaba a saber la verdad, ¿le resultaría dolorosa?

Me había sumido en una especie de ensueño e iba dándole vueltas a todas estas cuestiones, cuando me di cuenta de que mi amigo me estaba hablando.

—La fidelidad está sobrevalorada, Robert —le oí decir—. Lo que cuenta es la lealtad… y la comprensión.

—Sin duda —murmuré, sin saber a ciencia cierta adónde podía llevar la conversación.

—Mi madre, sin ir más lejos. Un sentimiento tan vulgar como el de los celos jamás la afectó. —Asentí, pero no dije nada. Con Oscar, a menudo asentía sin decir nada—. Mi madre era plenamente consciente de las constantes infidelidades de mi padre, pero se limitaba a ignorarlas. Antes de su muerte, mi padre estuvo en cama muchos días. Y todas las mañanas, una mujer vestida de negro, y profusamente velada, solía venir a nuestra casa de Merrion Square, en Dublín. Sin que ni mi madre ni nadie la estorbara, ella iba directa arriba, a la habitación de mi padre, donde se quedaba todo el día, sin articular una sola palabra ni levantarse el velo que le cubría el rostro en una sola ocasión.

»No prestaba atención a ninguna de las personas presentes en la habitación y tampoco nadie reparaba en ella. Ni una sola entre mil mujeres habría tolerado su presencia, pero mi madre sí lo hizo, porque sabía que mi padre amaba a esa mujer y sabía que para él debía de resultar un consuelo tenerla allí, junto a su lecho de muerte. Y estoy seguro de que hizo lo correcto al no juzgar los últimos resquicios de la felicidad de un hombre que estaba a punto de morir, y estoy convencido de que mi padre comprendía su aparente indiferencia, y que comprendía también que si mi madre permitía la presencia de su rival en la habitación no era porque no le quisiera, sino porque le quería mucho, y murió con el corazón henchido de gratitud y de afecto hacia ella.

Oscar me sonrió y se secó lo que bien podía ser una lágrima que asomaba ya a la comisura de su ojo.

—Tenemos a las madres en mente, ¿verdad, Robert? Es comprensible. Vamos de camino al encuentro de la madre del pobre Billy Wood, una madre que ha perdido a su hijo y que aún no lo sabe.

—¿Vamos a decírselo? —pregunté.

—Si no lo sabe todavía —dijo Oscar—, debemos hacerlo.

—Pero si no hay cuerpo…

—Vi el cuerpo de Billy Wood, Robert. Está muerto. La señora Wood no volverá a ver a su chiquillo. Y era su único hijo.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque él mismo me lo dijo. A menudo hablaba de su madre. La quería con locura. Me dijo que su madre no le entendía, pero que se entendía a sí misma lo suficiente como para saber que no entendía a su hijo. Billy era un chico listo. Y bueno. Me dijo que se fue a Londres a hacer fortuna para un día poder cuidar de su madre como ella lo había hecho con él. Y podría haber hecho fortuna, Robert…

—¿Tú crees?

—Lo sé, Robert. A pesar de que carecía por completo de cultura; de hecho, apenas sabía leer, cuando le leía a Shakespeare, él memorizaba las palabras casi al instante y luego las declamaba con una instintiva autoridad, inteligencia y sentimiento absolutamente extraordinarios. Era quizás el joven actor más dotado que he conocido hasta la fecha. Cuando murió, estábamos trabajando en Romeo y Julieta. Yo tenía previsto presentárselo a mi amigo Henry Irving del Lyceum. Irving, que es un magnífico representante de actores, habría reconocido el don de Billy. Billy Wood tenía madera de lo que suelen llamar «una estrella». Era luminoso. Resplandecía. Habría llegado lejos, Robert. Sin duda habría amasado una fortuna. Yo estaba orgulloso de estar alimentando su talento natural. Para mí su pérdida es grave. Para su madre, será terrible.

—¿Qué clase de mujer es? —pregunté—. ¿Lo sabes?

—Tengo un oscuro presagio sobre ella, Robert —respondió Oscar, sonándose la nariz y secándose la boca con el pañuelo. Se removió en el asiento—. No soy nada optimista. No olvides que vive en Broadstairs.

—¿Y eso qué significa? —pregunté, percibiendo que el humor de Oscar se desplazaba rápidamente de lo elegiaco a lo juguetón.

Sacudió la cabeza y masculló con un suspiro:

—Broadstairs, ¡ay de mí!

—¿Qué tiene de malo Broadstairs? —me aventuré a preguntar—. ¿No es uno de los balnearios favoritos de la reina Victoria?

—Su Majestad no es el problema, Robert. Es Dickens quien encarna aquí la dificultad.

—¿Dickens?

—Sí, Robert, el difunto y llorado Charles Dickens. Broadstairs era su lugar de vacaciones favorito. Fue Dickens quien puso Broadstairs de moda. Allí fue donde escribió David Copperfield, en una villa enclavada en lo alto de los acantilados que, naturalmente, a día de hoy, responde al nombre de Bleak House[3]. Puedes visitarla si te apetece. Hay una visita organizada baratísima. Si te decides a hacerla, cuando llegues a la habitación que hacía las veces de estudio del gran hombre, tendrás noticia de la leyenda que reza así: «Deje una nota al señor Dickens en el primer cajón de su mesa de trabajo y él vendrá durante la noche a leerla…». Ah, sí, en Broadstairs el espíritu de Dickens está por doquier, él está por doquier. Por mucho que lo intentes, es imposible escapar de él porque, en un inconsciente tributo a su más célebre visitante, la buena gente de Broadstairs se ha metamorfoseado en personajes de la oeuvre de su héroe. El jefe de estación se parece a Micawber, el pregonero es el señor Bumble, la benevolente dama del Saracen’s Head se guía por el personaje de la señora Fezziwig…

—Exageras, Oscar —me reí.

—Ojalá —suspiró—. Me temo que nuestra señora Wood, la pobre madre de Billy, representará su papel como los demás. Imagino que será la señora Todgers, «un destello de afecto en un ojo, y el brillo del cálculo en el otro», o mejor, la señora Gummidge, una criatura solitaria y desolada para quien «todo es una contrariedad». Broadstairs no es como otras ciudades, Robert. Créeme.

Cuál fue mi sorpresa cuando, al bajar del tren, me di cuenta de que quizás Oscar estaba en lo cierto. Naturalmente, quizá pudo ser tan sólo el resultado de su poder de sugestión, pero, mientras bajábamos a pie por el corto camino que unía la estación con el centro de la ciudad, cada uno de los transeúntes parecía una auténtica caricatura de humanidad, ataviada con elaborados atuendos de época y representando un papel en una infinita procesión dickensiana. Pasamos junto a un obsequioso hombre-magdalena que nos saludó llevándose la mano a la gorra («Uriah Heep», murmuró Oscar); un chiquillo rubio, descalzo y harapiento al que Oscar lanzó una moneda de medio penique («¿Oliver Twist?», pregunté); un sonriente y afable hombre con gafas que se levantó el sombrero al pasar junto a nosotros y nos preguntó, así, sin más: «Que mañana tan excelente, ¿no les parece?» («¡El señor Pickwick!», susurramos alegremente, juntos y al unísono), y varios más. Pero el juego tocó a su fin —el juego quedó olvidado— en cuanto llegamos a The Castle, en Harbour Street.

La casa era una construcción alta y estrecha, de tres plantas. Su nombre respondía al diseño tan propio de los castillos basado en el artesonado de ladrillo y piedra que decoraba la fachada sobre las ventanas de la planta principal, el primer piso y la puerta principal. The Castle tenía todo el aspecto de lo que era en realidad: un pequeño hotel costero que había conocido tiempos mejores. La decadencia del inmueble era más que evidente: las cortinas que colgaban en las sucias ventanas estaban desteñidas y mal colgadas; los escalones de piedra delanteros, descascarillados y muy desgastados; el felpudo, roto; el ladrillo de la fachada había sufrido las inclemencias del tiempo y estaba descolorido, y la pintura del letrero que anunciaba el nombre del hotel y la de las rejas y la verja de hierro forjado que llevaba a los escalones principales estaba desconchada.

Fue precisamente en esos escalones donde Oscar y yo conocimos al hombre que, como sabríamos más adelante, era Edward O’Donnell.

De haber seguido jugando al juego de Oscar, podríamos sin duda haber gritado al unísono: «¡Bill Sikes!», pues el hombre, desaseado, sin afeitar y que a duras penas se tenía de pie, era claramente un bruto y un borracho. Sin embargo, no me parece que en ese momento ni Oscar ni yo dedicáramos un solo segundo a pensar en Dickens. Edward O’Donnell inspiraba temor y no ánimo lúdico. No era un hombre joven —debía de tener unos cincuenta años—, pero tenía la corpulencia de un buey y había una sombra de locura en sus ojos.

Cuando nos acercábamos ala casa, el hombre se abalanzó desde los escalones a la calle y se plantó delante de nosotros, haciéndonos frente y bloqueándonos el paso. Nos quedamos helados y absolutamente aterrados. Estiró una mano y la apoyó en la reja de hierro para recobrar el equilibrio mientras con la otra gesticulaba enloquecidamente hacia nuestros rostros, apuntando primero a los ojos de Oscar y luego a los míos con su índice extendido.

—¿Habéis venido a por ella? —gritó—. ¿Habéis venido a por la zorra, la pelandusca? Espero que disfrutéis de ella… y de su querido muchacho. Que Dios los pudra a ambos. Es la zorra del diablo. Sabe Dios que siempre la odié, La putaine!

En cuanto concluyó su infame discurso, se volvió de pronto y escupió a la alcantarilla. Luego, separándose de las rejas de un empujón y mascullando juramentos y obscenidades, se fue calle abajo hacia el puerto.

Nos quedamos en silencio mientras le veíamos alejarse. Muy por encima de nosotros, oímos chillar a una gaviota. Me volví a mirar a Oscar.

—Vámonos ahora mismo de aquí —le imploré—. No es un lugar para nosotros.

—Ah —se limitó a decir—, pues me temo que sí lo es. Si no me equivoco, ése era el señor Woods. Billy jamás lo mencionó. No me sorprende. ¿A ti sí? Había dado por hecho que la señora Woods era viuda. Al parecer, estaba equivocado.

Oscar subió a paso ligero los tres escalones delanteros y, sin un instante de vacilación, llamó firmemente tres veces a la puerta principal del hotel. Me uní a él a regañadientes. Esperamos, el uno al lado del otro, en silencio. Oscar volvió a llamar y, mientras lo hacía, oímos que al otro lado de la puerta una llave giraba en la cerradura y que alguien descorría un pestillo y luego otro. La puerta se abrió despacio y una mujer pálida y delgada, vestida totalmente de gris, apareció ante nosotros. A pesar de la palidez de su rostro, tenía los ojos rojos y enmarcados en lágrimas. Temblaba al hablar.

—No nos quedan habitaciones libres —dijo en un tono de voz que superaba apenas el de un susurro—. El hotel está cerrado.

—No buscamos habitación —respondió Oscar amablemente—. Hemos venido a ver a la señora Wood.

—Yo soy Susannah Wood —dijo.

—Mi nombre es Oscar Wilde —dijo Oscar, acompañando sus palabras de una pequeña inclinación de cabeza—. Y éste es mi socio, el señor Robert Sherard.

—¿Qué quieren? —preguntó bruscamente la señora Wood—. ¿Quién les envía? —Miró por encima de nuestros hombros a la calle vacía—. ¿Quién les envía? —repitió, alzando la voz—. ¿Ha sido él? ¿Ha sido él?

—No nos envía nadie —dijo Oscar—. Hemos venido por cuenta propia. Tenemos que darle una noticia, una grave noticia… acerca de su hijo.

—¿De Billy? —gritó—. ¿Se ha metido en problemas? ¿Qué ha pasado? ¿Le ha ocurrido algo?

—Eso me temo —dijo Oscar con aire solemne—. ¿Podemos pasar, señora?

Cruzamos el umbral de The Castle al tiempo que la señora Wood se retiraba, cediéndonos el paso, alarmada.

—¿Qué ha pasado? —gritó—. ¿Qué ha pasado? Dígame. ¡Dígame!

Oscar cerró en silencio la puerta tras nosotros. Se volvió hacia la señora Wood y se quitó el sombrero. Dijo entonces:

—Billy está muerto, señora Wood. Le han asesinado. Lo siento mucho.

—No —chilló la pobre mujer—. No. No es verdad. No puede ser.

—Mucho me temo que sí —dijo Oscar, adelantándose hacia ella—. Que Dios tenga piedad de su alma.

Tendió las manos para tomarla en sus brazos, pero ella le empujó violentamente, chillando entre sollozos:

—¿Quién es usted? ¿Por qué ha venido? ¿Por qué me cuenta estas mentiras?

—No son mentiras, mi querida señora. Era amigo de Billy, créame, y el martes pasado encontré su cuerpo asesinado, a la luz de las velas, en una habitación de una primera planta.

—No era Billy —sollozó—. No era él.

—Sí lo era —dijo Oscar.

—¡No le creo! —gritó.

—Debe creerme —insistió Oscar—. Traigo conmigo algo que lo prueba. —Me dio su sombrero, se llevó la mano al bolsillo del abrigo y sacó un diminuto paquete de papel. Se lo puso en la palma de la mano y desdobló el papel, dejando a la vista una fina alianza de oro con manchas de sangre.

—¡Mi anillo de boda! —chilló la señora Wood.

—Lo sé —dijo Oscar—. Billy me lo dijo. Siempre lo llevaba. Cuando encontré su cuerpo, se lo quité del dedo para traérselo.