2.

1 de septiembre de 1889

—¡Llegas tarde, Robert! Deberías haber cogido el metro como yo.

Llegaba tarde y estaba preocupado. Estaba perplejo por lo que había presenciado en Soho Square la noche anterior; consecuentemente, había dormido mal y me había levantado más tarde de lo previsto; y encima había cometido la estupidez de dejarme distraer por una impertinente carta más del abogado de mi exesposa.

Oscar, en cambio, estaba exuberante y parecía no tener ninguna preocupación. Les encontré, a él y a Conan Doyle, ocultos tras un ciprés situado en el rincón más lejano del laberíntico palmeral del hotel Langham. Estaban sentados muy juntos, el uno al lado del otro —como el Sombrerero Loco y la Liebre de Marzo[2]— en una larga mesa cubierta por un mantel de lino y rodeados por los restos del desayuno. Oscar, vestía, como no tardé en percatarme, el mismo traje de la noche anterior, aunque se había cambiado de camisa y corbata. Conan Doyle —más joven, menudo y de mejillas más sonrosadas de lo que la descripción de Oscar me había llevado a esperar— había caído ya evidentemente bajo el hechizo del brujo. Cuando Oscar nos presentó, Doyle me sonrió con cierta reticencia, pero apenas volvió a dirigirme la mirada. Estaba total y absolutamente absorbido por la magia del maestro.

Oscar pidió para mí café recién hecho.

—Llegas demasiado tarde para el desayuno, Robert, pero al menos estás aún a tiempo para oír mi relato y tomar buena nota del consejo de Arthur. Seré breve, pues nuestro nuevo amigo está ansioso por dejarnos y dejar también Londres, «ese gran pozo negro», como él la llama, «al que todos los holgazanes del Imperio se ven irresistiblemente arrastrados». Nosotros somos los holgazanes, Robert.

Doyle intentó en vano protestar, pero Oscar estaba lanzado y nada podía detenerle.

—No, no, créeme —prosiguió—. Arthur quiere marcharse de inmediato. Su tren sale dentro de una hora. Tiene su billete y magros medios para comprar otro. Está falto de liquidez, Robert. Como te ocurre a ti, el dinero es para él una preocupación constante. Pero a diferencia de ti, él paga sus facturas puntualmente. Además, es el cumpleaños de su esposa y está ansioso por volver junto a ella, cargado de regalos.

Oscar hizo una pausa para tomar un sorbo de café. Doyle le miraba con los ojos como platos de pura admiración.

—Señor Wilde, es usted increíble —dijo—. Está usted en lo cierto hasta en el más mínimo detalle.

—Vamos, Arthur, basta de «señor Wilde», por favor. Soy su amigo. Y he estudiado su Estudio en escarlata. Esto no es más que una nimiedad.

Doyle se pellizcó el labio inferior, encantado.

—Muéstreme su metodología —dijo.

Oscar le complació, feliz.

—Bueno, Arthur, supuse que andaba escaso de dinero anoche a tenor de la presteza con la que aceptó la invitación que le extendió Stoddart para que le escribiera algo y de oírle preguntar en cuánto tiempo podía esperar el pago por su entrega. Esta mañana, cuando he llegado al hotel, todavía no eran las ocho y usted ya estaba en recepción, cancelando su cuenta. He visto su talonario. Aunque aún por estrenar, el cheque que estaba a punto de utilizar era el último del talonario. Teniendo en cuenta que ayer fue el último día del mes, me he dicho: «El buen doctor es un hombre al que le gusta pagar sus facturas puntualmente».

—Estoy impresionado —dijo Doyle entre risas.

—Pues yo no —respondió Oscar, simulando una seriedad repentina—. Los que pagan sus facturas son rápidamente olvidados. Sólo no pagando nuestras facturas podemos albergar la esperanza de perdurar en el recuerdo de las clases comerciales. No me costó suponer que tenía planeado coger un tren a primera hora porque, de otro modo, ¿qué sentido tenía que pagara la cuenta del hotel antes del desayuno y mandara bajar su equipaje al vestíbulo?

—Pero ¿cómo sabía que hoy es el cumpleaños de mi esposa?

—Su equipaje incluye un ramo de flores frescas en las que he visto incluida una tarjeta, y una sombrerera. Aunque todavía no le conozco bien, Arthur, sí creo conocerle lo suficiente como para estar seguro de que no se trata de regalos que tienen como destino un capricho pasajero. Sin embargo, me preocupó la sombrerera…

—Estoy ciertamente ansioso a causa de ese sombrero —intervino Doyle—. Quizá no sea la elección más acertada.

—Un sombrero para una dama jamás es la elección acertada —dijo Oscar, alargando el instante mientras removía su café y meditaba su siguiente idea—. En la antigua Atenas, no existían ni las sombrererías ni sus facturas, así de magnífica era la civilización.

Doyle agitaba la cabeza, encantado e incrédulo.

—¿Y cómo sabe que ya he comprado mi billete de tren? —preguntó.

—¡Porque lo he visto asomar del bolsillo delantero izquierdo de su chaqueta! —fue la respuesta de Oscar.

Conan Doyle se rió y palmeó la mesa dando muestras de un grado tal de entusiasmo que las cucharillas tintinearon en sus platos.

—Arthur. —Oscar se volvió hacia Doyle y le miró a los ojos con repentina intensidad—. Me alegro de haberle hecho reír, pues no tardaré en hacerle llorar. Las palabras de Mercurio son cruentas tras las rimas de Apolo. Si tiene lágrimas que derramar, prepárese a derramarlas ahora.

Doyle devolvió la mirada a Oscar y esbozó la tranquilizadora sonrisa propia de un gentil médico de pueblo.

—Ponga voz a su relato —dijo—. Soy todo oídos.

—Le contaré lo ocurrido del modo más sencillo que pueda —empezó Oscar—. En realidad, puede contarse de forma muy sencilla. —Bajó la voz al hablar. Recuerdo cada una de sus palabras con precisión pues las anoté esa misma noche, pero también recuerdo que tuve que inclinarme sobre la mesa para oírle—. Ayer por la tarde —continuó—, entre las tres y media y las cuatro, me presenté en la puerta del número veintitrés de Cowley Street, en Westminster. Tenía allí una cita y llegaba tarde. Llamé sin miramientos a la puerta, pero no obtuve respuesta. Llamé al timbre… todavía nada. Impaciente, volví a llamar, esta vez más fuerte. Toqué el timbre de nuevo. Por fin, después de lo que calculo que debieron de ser varios minutos, el ama de llaves me hizo pasar. Como llegaba tarde, no esperé a oír sus disculpas. Subí la escalera de inmediato, solo, y entré al salón del primer piso. Nada me había preparado para la escena que me aguardaba allí. Era una escena de horror, grotesca y penosa.

Hizo una pausa, sacudió la cabeza y encendió un cigarrillo.

—Prosiga —le animó Conan Doyle.

Oscar aspiró el humo del cigarrillo y, empleando un tono apenas un poco más alto que un suspiro, continuó su relato.

—Allí, tumbado en el suelo, con los pies hacia mí, estaba el cuerpo de un chiquillo, un muchacho llamado Billy Wood. Tenía el torso empapado en sangre, la que relucía como cientos de rubíes líquidos, sangre apenas coagulada. Podía haber muerto unos minutos antes de mi llegada. Estaba desnudo, desnudo del todo. La sangre lo impregnaba todo, a excepción de su rostro, que parecía intacto. Reconocí su rostro enseguida, aunque le habían cortado el cuello de oreja a oreja.

La mirada de Conan Doyle se mantuvo fija en Oscar.

—¿Qué hizo entonces? —preguntó.

—Salí volando de allí —respondió Oscar, bajando la mirada como avergonzado por su reacción.

—¿Interrogó al ama de llaves?

—No.

—¿Llamó a la policía?

—No. Me fui andando por el dique hacia Chelsea, hacia Tite Street, en dirección a mi casa. Debí de caminar durante una hora y, mientras andaba y veía el reflejo del sol en el lustre negro del río y pasaba junto a otros paseantes que disfrutaban de los placeres de un paseo a media tarde, empecé a preguntarme si lo que había visto era real o tan sólo una mala jugada de mi imaginación. Llegué a casa, saludé a mi esposa y besé a mis hijos, pero mientras estaba sentado en su habitación, leyéndoles su cuento de hadas de buenas noches, la imagen del cuerpo de Billy Wood no se apartaba ni un solo segundo de mi mente. Era un chiquillo inocente, como lo son todos. Y hermoso, como todos…

—Pero el tal Billy Wood —intervino Conan Doyle—, ¿no era pariente suyo?

Oscar se rió.

—Desde luego que no. Dudo mucho que tuviera familia. Era un pilluelo de la calle, un niño abandonado, un chiquillo sin educación de quince o dieciséis años. Tenía pocos amigos. Estoy seguro de que no tenía familia.

—Pero ¿le conocía?

—Sí, le conocía… aunque no demasiado bien.

Doyle parecía perplejo.

—¿Y, aun así, fue a Cowley Street para encontrarse con él? Tenía una cita a escondidas.

Oscar se volvió a reír y negó con la cabeza.

—No, por supuesto que no. Apenas le conocía. Tenía una cita profesional en Cowley Street… nada que ver con este asunto. —Doyle abrió aún más los ojos, pero Oscar prosiguió con energía—: Nada que ver con este asunto, Arthur, se lo aseguro. Nada. Mi cita era con un alumno, un estudiante mío. Encontré allí al chiquillo por pura casualidad.

—Pero ¿estaba familiarizado con la casa? ¿Había estado antes allí?

—Sí, pero no esperaba encontrar allí a Billy Wood, ni vivo ni muerto. Hacía un mes o quizá más tiempo que no le veía.

Arthur Conan Doyle se llevó las anchas yemas de los dedos al bigote y murmuró:

—Oscar, estoy confundido. Fue a Cowley Street a encontrarse con un «estudiante» suyo que, según dice, ninguna relación guarda con el caso. ¿Dónde estaba ese estudiante cuando usted llegó a Cowley Street?

—Inevitablemente retrasado. Encontré una nota de él esperándome en casa cuando llegué a Tite Street.

—Y en la misma habitación en la que usted esperaba encontrar a su «alumno» encontró en su lugar el cuerpo de un pillastre, un chiquillo al que apenas conocía, al parecer la víctima de una brutal agresión…

—Un brutal asesinato, Arthur —dijo Oscar con énfasis—. Un asesinato ritual, según creo.

—¿Un asesinato ritual?

—El cuerpo de Billy Wood estaba dispuesto como sobre unas andas funerarias: tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Había velas encendidas a su alrededor y el olor a incienso impregnaba el aire de la habitación.

Conan Doyle recostó la espalda en el respaldo de la silla y, cruzándose de brazos, estudió detenidamente a su nuevo amigo.

—Oscar —dijo con suavidad—, ¿está seguro de que todo esto no es fruto de su imaginación?

—¿Duda de mí?

—No dudo de que crea haber visto lo que dice haber visto. No dudo de su palabra, ni por un instante. Es usted un caballero. Pero también es poeta…

—¡Basta! —Oscar apartó la mesa de un empujón. Se puso en pie—. Esto nada tiene que ver con la imaginación del poeta, Arthur. ¡Acompáñeme! Nos vamos a Cowley Street. ¡Ahora mismo! Le enseñaré lo que vi. También usted será testigo de lo ocurrido. No se trata de una alucinación, Arthur, por mucho que pueda ser la fuente de cualquier pesadilla. ¡Camarero, la cuenta! ¿Vienes con nosotros, Robert? Arthur desconfía de los poetas dementes… y no le culpo. Serás su carabina.

—Pero, Oscar —protestó Conan Doyle—, si todo lo que me ha contado es cierto, esto es un asunto que debería estar en manos de la policía y no de un médico de pueblo. Debo regresar a Southsea. Mi esposa me espera.

—Y lo tendrá a su lado, Arthur. Le llevaremos a la estación de Waterloo pasando por Cowley Street. Perderá un tren; quizá dos. Pero le prometo que estará en Southsea a tiempo para el té.

Conan Doyle siguió protestando, aunque en vano. Oscar se salió con la suya. Oscar siempre se salía con la suya. El poeta, William Butler Yeats, un camarada irlandés al que Oscar me presentó ese mismo año, escribió después acerca de la «dura brillantez» de Oscar, de su «dominante control sobre sí mismo». Yeats reconoció —pocos fueron los que lo hicieron en vida de Oscar— que el aparente aire de indolencia de nuestro amigo enmascaraba una voluntad interior verdaderamente formidable. «Aunque cultivaba la imagen de holgazán —dijo Yeats— lo cierto es que era un hombre de acción. Era un líder. Le seguías aun sin saber muy bien por qué».

Conan Doyle y yo salimos en tropel del hotel Langham tras la estela de Oscar. Él caminaba a grandes zancadas delante de nosotros, en prince. A pesar de que no resultaba grandioso ni arrogante, sí era magnífico. Aunque nunca fue guapo, era atractivo, contando como contaba con la ventaja de la altura y de la disciplina de la buena postura. Los camareros se inclinaron de forma instintiva a su paso; otros clientes —hombres y mujeres indistintamente, e incluso, en el patio del hotel, un spaniel King Charles— alzaron la mirada y le saludaron. Quizá ninguno de ellos sabía con exactitud de quién se trataba, pero todos parecían percibir que era alguien.

Minutos más tarde, al tiempo que nuestro faetón dejaba la avenida principal de Abingdon Street para desembocar en la maraña de callejones y callejuelas adoquinadas que llevaban a Cowley Street, Conan Doyle preguntó:

—¿Cowley Street… es una calle respetable?

—No lo sé —respondió Oscar con una sonrisa—. Está muy cerca del Parlamento.

Conan Doyle, concentrado en mirar por la ventanilla del coche, no pareció registrar la chanza. Oscar, que tan serio semejaba cuando se había levantado de la mesa del desayuno del hotel Langham, parecía de pronto no tener ninguna preocupación. Así era a menudo con él. A pesar de ser un hombre de profundas emociones, con frecuencia ocultaba sus sentimientos tras una máscara de indolencia. Creo que lo hacía deliberadamente, buscando con ello poder observar las reacciones que provocaba en quienes le rodeaban. Continuó entonces alegremente:

—El propio Abraham Cowley tuvo un final vergonzante, como suele ocurrir con los poetas menores. Le encontraron en un campo tras beber más de la cuenta y murió de fiebre. Está enterrado en la abadía de Westminster y le dedicaron esta calle como monumento conmemorativo. ¿Conoces su obra, Robert? Según los críticos literarios, sus poemas están plagados de elaboradas metáforas y dotados de una brillantez artificial. Siempre me han resultado simples y afectados. Cowley fue un niño prodigio. Compuso un romance épico a la edad de diez años (¡la edad perfecta para los romances épicos!), y publicó Poetic Blossoms, su primer volumen de poesía, cuando sólo tenía quince años. ¡Alto, cochero, alto! Ya hemos llegado. Y miren, caballeros, tenemos a una especie de poética flor aguardando nuestra llegada.

El coche se detuvo de inmediato frente al número 23 de Cowley Street. Sentada en el escalón, apoyada fatigosamente en la lustrosa puerta principal negra, había una mujer corpulenta ya entrada en años que tenía más de arbusto exageradamente fucsia que de poética flor. Su aspecto resultaba a la vez llamativo y absurdo: llevaba unas botas de color azul oscuro, una falda marrón y una chaqueta de rayas en tono verde y bermellón típicos de Lincoln. Tuve la sensación de que podría haber salido perfectamente de una pantomima de Drury Lane: llevaba las mejillas excesivamente maquilladas, los labios pintados de escarlata y su extraordinario perfil quedaba completado por un tocado de color ciruela que reposaba precariamente en lo alto de una masa de vividos rizos naranjas. A su lado tenía un gran morral y sobre sus rodillas un fajo de papeles y un pequeño montón de llaves.

—¿Es ésta la señora que le abrió ayer la puerta? —preguntó Conan Doyle a Oscar mientras descendíamos del coche.

—En absoluto —dijo Oscar, saludando con una inclinación de cabeza a la señora de inverosímil aspecto que en ese momento intentaba ponerse de pie—. Creo que no me equivoco al deducir que hoy es el primer día que esta buena mujer visita el número veintitrés de Cowley Street.

—Así es, señor —respondió la mujer, saludándonos con una leve reverencia y revelando al hacerlo una pequeña pluma de avestruz en el tocado.

—Buen trabajo, Oscar —dijo Doyle—. Sherlock Holmes estaría orgulloso de usted.

—Creo, Arthur, que hasta el doctor Watson habría sido capaz de llegar a semejante conjetura. La señora tiene páginas arrancadas de una gaceta en una mano y en la otra un juego de llaves con las que sin duda no está familiarizada. Estamos a primero de mes, a uno de septiembre, para ser más exactos o, según la señora lo entiende, el día de… —en este punto Oscar se volvió hacia la señora, que de inmediato masculló las palabras «san Gil» antes de volver a ejecutar una reverencia—, su primer día en su nuevo trabajo, de ahí el sombrero, su mejor sombrero. La señora desea causar una buena impresión en su primer día. ¿Me equivoco, señora O’…?

O’Keefe, señor —dijo la buena mujer, inclinándose por tercera vez ante nosotros.

—¿Conoce a esta señora? —preguntó Conan Doyle.

—No sé nada de ella —respondió Oscar alegremente—, aparte del hecho más que obvio de que se trata de una viuda, recién llegada de Dublín que, habiendo trabajado en el teatro como camarera de algunas de las actrices principales más distinguidas de Irlanda, está ahora decidida a probar fortuna en la capital del imperio. Aquí le irá bien, ¿no le parece? Sin duda es una mujer con empuje, aunque comprensiblemente fatigada tras el largo paseo desde Ludgate Circus que la ha traído hasta aquí esta mañana.

La señora O’Keefe y Arthur Conan Doyle miraron a Oscar Wilde con los ojos como platos de puro asombro.

—Esto es absolutamente increíble, Oscar —dijo el médico—. Tiene usted que conocerla, no hay duda.

Oscar se rió.

—Oh, vamos, Arthur, todo esto no es más que material elemental… deducción y observación básicas. Me limito a seguir las reglas del maestro. Le ruego que comprenda: ahora que le he conocido, ¡llevo a Holmes en el corazón!

Yo no estaba menos maravillado.

—¿Cómo lo has hecho? —pregunté—. Cuéntanoslo.

—No debemos permitir que la luz del día ilumine la magia, Robert. En cuanto se explica, el truco del mago resulta vulgar.

—Cuéntanoslo, Oscar —insistí.

—Debe de leer usted las mentes, señor —susurró la señora O’Keefe con un perplejo hilo de voz.

—No, mi querida señora —dijo Oscar afablemente—. Ojalá fuera así. Sin embargo —prosiguió, volviéndose hacía ella—, también yo soy de Dublín, de modo que he reconocido enseguida su acento. También me he fijado en el pequeño crucifijo que lleva al cuello y que me ha sugerido que la suya es un alma católica. De ahí que haya conjeturado que está familiarizada con el santoral y de ahí también que haya supuesto que jamás abandonaría a su marido a no ser que el mismísimo Dios hubiera decidido llevárselo con él. Su ropa de calidad, interesantemente yuxtapuesta, me ha sugerido un vestuario teatral recibido de manos ajenas (de las actrices principales para las que ha trabajado como camarera), y su achispado maquillaje apunta también a un modo de vida vinculado al teatro. Está usted más habituada a vestirse para la noche que para el día.

—Pero ¿cómo ha sabido que vengo de Ludgate Circus?

—Messrs O’Donovan & Brown de Ludgate Circus son los principales suministradores de servicio doméstico procedente de la isla esmeralda. Nos han suministrado varias criadas para Tite Street. He supuesto que habría recogido las llaves en esa dirección a primera hora de la mañana y que habría venido caminando desde allí, perdiéndose un poco por el camino.

—Increíble, Oscar. Sencillamente increíble —masculló Conan Doyle, aplaudiendo presa de la admiración.

—Pero, Oscar, ¿cómo has sabido el apellido de la dama? —pregunté.

—No lo sabía —respondió, revelando sus dientes amarillos e irregulares en una amplia sonrisa—. Me la he jugado con la letra inicial, eso es todo. Más de la mitad de los apellidos irlandeses empiezan por «o». Las probabilidades jugaban en mi favor.

—¿Lee usted las mentes? —repitió la perpleja mujer irlandesa, que para entonces había adoptado una pose de semigenuflexión ante nosotros.

—No, mi querida señora —dijo Oscar, que no hizo sino avivar nuestra perplejidad al añadir—: Soy músico y acostumbro utilizar de vez en cuando el salón situado en el primer piso de esta dirección para ensayar piezas de cámara con algunos colegas. El doctor Doyle y el señor Sherard son nuevos miembros de mi trío y han venido a inspeccionar el lugar. Estamos trabajando en el Divertimento en mi bemol mayor de Mozart. ¿Sería tan amable de dejarnos pasar?

Mientras la señora O’Keefe buscaba las llaves a tientas, Conan Doyle dijo:

—La verdad es que me deja de piedra, Oscar. No acabo de entenderle.

Oscar volvió a reírse, esta vez con más fuerza que antes, aunque su risa sonó sombría.

—Me asombro de mí mismo —dijo—. Heme aquí, entretenido en simples jueguecillos en la acera, perdiendo el tiempo en infantiles charadas cuando estoy a punto de enfrentarles cara a cara con un horror sin precedentes. A veces, ni yo mismo me entiendo.