1.

31 de agosto de 1889

Una tarde de sol resplandeciente de finales de agosto de 1889, la puerta principal de una pequeña casa adosada de Cowley Street, en la ciudad de Westminster, junto a las Casas del Parlamento, se abrió para dar entrada a un hombre cuya edad rondaba los treinta y cinco años, alto, con un poco de sobrepeso y vestido con indudable elegancia.

El hombre tenía prisa, algo a lo que aparentemente no estaba habituado. Tenía el rostro encendido y la ancha frente perlada de gotas de sudor. Al entrar a la casa —exactamente el número 23 de Cowley Street— rozó apenas al pasar a la mujer que le había abierto la puerta, cruzó de inmediato el escueto vestíbulo y subió la escalera que llevaba al primer piso. Allí, ante él, al otro lado de un descansillo sin alfombra, había una puerta de madera.

El hombre se detuvo unos instantes. Sonrió, recuperó el aliento, se recolocó el chaleco y, con ambas manos, se atusó los cabellos ondulados y castaños. A continuación, valiéndose de un gesto ligero, casi delicado, llamó a la puerta y, sin esperar respuesta, se adentró en la habitación, un espacio oscuro, con pesados cortinajes en las ventanas, caldeado como un horno e impregnado de olor a incienso. Mientras sus ojos se adaptaban a la penumbra, vio, a la mortecina luz de media docena de velas, tendido en el suelo ante él, el cuerpo desnudo de un muchacho de dieciséis años que había sido degollado de oreja a oreja.

El hombre era Oscar Wilde, poeta, dramaturgo y sensación literaria del momento. El muchacho fallecido era Billy Wood, un prostituto carente de importancia.

Aunque no estuve presente cuando Oscar descubrió el cuerpo mutilado de Billy Wood, le vi horas más tarde y fui la primera persona a la que relató lo que había visto en esa cálida tarde tras los pesados cortinajes de la habitación de Cowley Street.

Esa noche, mi célebre amigo cenaba con su editor norteamericano y yo había quedado en encontrarme con él más tarde, a las diez y media, en su club: el Albemarle, sito en el número 25 de Albemarle Street, junto a Picadilly. Me refiero a él como a «su» club cuando, de hecho, también era el mío. En esa época, el Albemarle fomentaba el ingreso de jóvenes miembros: caballeros de veintiún años ya cumplidos en adelante e incluso jóvenes damas de más de dieciocho. Oscar avaló mi ingreso y, con la generosidad que le caracterizaba, asumió el pago de las ocho guineas de mi inscripción y, año tras año, la suscripción anual de cinco guineas hasta 1895, año en que las puertas de la prisión se abrieron para él. Invariablemente, siempre que nos encontrábamos en el Albemarle, el coste de las bebidas y de la comida que consumíamos se cargaba a su cuenta. Él lo llamaba «nuestro» club. Yo lo consideraba suyo.

Esa noche, Oscar llegó tarde a nuestra cita, cosa harto infrecuente en él. Aunque en general adoptaba una actitud lánguida y fingía ser un diletante, como norma, si concertaba contigo una cita, la mantenía. A pesar de que en raras ocasiones llevaba reloj, siempre parecía estar al corriente de la hora.

—A mis amigos nada debe faltarles, ni nadie debe hacerles esperar —decía.

Como sin duda confirmarán quienes le conocieron, era un modelo de consideración, un hombre de una cortesía infinita. Incluso en momentos de gran tensión, sus modales eran siempre impecables.

Eran más de las once y cuarto cuando por fin llegó. Yo estaba solo en el salón de fumar, repantigado en el sofá delante de la chimenea. Aunque había leído por encima las páginas del periódico de la tarde al menos cuatro veces, no había entendido una sola palabra. Estaba preocupado. (Aquél fue el año en que se había roto mi primer matrimonio. Marthe, mi esposa, se había ofendido a causa de mi amiga Kaitlyn, ¡y Kaitlyn había huido a Viena! Como le gustaba decir a Oscar: «La vida es la pesadilla que nos impide vivir»). Cuando entró apresuradamente al salón, yo casi había olvidado que aguardaba su llegada. Y, cuando levanté los ojos y le vi allí mirándome, me sobresaltó su aspecto. Parecía exhausto; tenía círculos oscuros y ocres bajo sus ojos de grandes párpados. Era obvio que no se había afeitado desde esa mañana y, algo realmente sorprendente para alguien tan quisquilloso como él, no se había cambiado para cenar. Lucía un atuendo corriente: traje diseñado por él de un pesado sargo azul con chaleco a juego abotonado hasta el magnífico nudo de su corbata de color bermellón. Conociendo sus gustos y costumbres, era un atuendo de corte comparativamente conservador, pero resultaba muy sorprendente porque era sin duda inapropiado para la época del año.

—Es imperdonable, Robert —dijo, derrumbándose en el sofá situado delante del mío—. Llego casi con una hora de retraso y tu copa está vacía. ¡Hubbard! Champán para el señor Sherard, hágame el favor. O mejor, una botella para los dos. —En la vida hay dos clases de personas: las que consiguen captar la atención de los camareros y las que no. Siempre que yo llegaba al Albemarle, los sirvientes del club parecían dispersarse automáticamente. Cuando era Oscar quien aparecía, revoloteaban serviciales a su alrededor. Se desvivían por él. Oscar dejaba propinas principescas y los trataba como a sus aliados.

—Veo que has tenido un día ocupado —aventuré, dejando el periódico a un lado y sonriendo a mi amigo.

—Qué amable eres al no castigarme, Robert —dijo, sonriendo también él, apoyando la espalda contra el respaldo del sofá y encendiendo un cigarrillo. Echó la cerilla apagada en la rejilla vacía de la chimenea—. Ha sido un día inquietante —prosiguió—. Hoy he recibido una gran alegría y también he sufrido un gran pesar.

—Cuéntame —le animé. Intenté expresarme alegremente. Le conocía bien. Para un hombre que terminó víctima de una brutal indiscreción, era notablemente discreto. Compartía contigo sus secretos, pero sólo si no le presionabas para que lo hiciera.

—Primero te hablaré de la alegría —dijo—. El pesar puede esperar.

Guardamos silencio mientras Hubbard nos servía el champán. Lo hizo con obsequiosa ceremonia. (¡Y vive Dios que se tomó su tiempo!). Cuando por fin se marchó, esperé a que Oscar retomara su relato, pero él se limitó a alzar su copa hacia mí, mirándome con unos ojos distraídos y hastiados.

—¿Qué tal la cena? —pregunté—. ¿Cómo ha estado tu editor?

—La cena —respondió, despertando de su ensueño— ha sido en el hotel Langham, donde tanto la decoración como la carne están demasiado pasadas. Mi editor, el señor Stoddart, es un encanto. Es norteamericano, de ahí que le rodee ese halo tan lleno de energía y de orgullo. Es el editor del la revista Lippincott’s Monthly Magazine

—¿Y te ha hecho un nuevo encargo? —conjeturé.

—Mejor aún. Me ha presentado a un nuevo amigo. —Arqueé una ceja—. Sí, Robert, esta noche he hecho un amigo nuevo. Te gustará.

Yo estaba ya acostumbrado a los repentinos arrebatos de entusiasmo de Oscar.

—¿Voy a conocerle? —pregunté.

—En breve, siempre que tengas algo de tiempo libre.

—¿Va a venir aquí? —Eché una mirada al reloj de la repisa de la chimenea.

—No, iremos a verle nosotros… para desayunar. Necesito su consejo.

—¿Consejo?

—Es médico. Y también escocés. De Southsea.

—No me extraña que estés inquieto, Oscar —dije, echándome a reír. También él se rió. Siempre se reía con los chistes de los demás. No había la menor sombra de mezquindad en Oscar Wilde—. ¿Por qué estuvo presente en la cena? —pregunté.

—Porque también es escritor… novelista. ¿Has leído Micah Clarke? La Escocia del siglo diecisiete jamás ha resultado más distraída.

—No, no la he leído, pero sé exactamente a lo que te refieres. Hoy había un artículo sobre él en The Times. Es el hombre de moda: Arthur Doyle.

—Arthur Conan Doyle. Le da poca importancia a eso. Sospecho que debe de tener tu edad: veintinueve, quizá treinta años, aunque le envuelve un aire de gravedad que le hace parecer mucho mayor. Es un hombre claramente brillante, un científico que sabe bien jugar con las palabras, y bastante apuesto, siempre que uno sea capaz de imaginar su rostro bajo ese bigote de morsa. A primera vista, parece un cazador de caza mayor recién llegado del Congo, pero aparte de su apretón de manos, que resulta del todo intolerable, no tiene nada de bruto. Es suave como san Sebastián y sabio como san Agustín de Hipona.

Volví a reírme.

—Te veo entusiasmado, Oscar.

—Y presa de la envidia —respondió—. El joven Arthur ha causado sensación con su nueva creación.

—Sherlock Holmes —dije—, detective privado. Estudio en escarlata. Lo he leído. Es excelente.

—Stoddart opina lo mismo. Quiere la continuación. Y, entre la sopa y el pescado, Arthur le ha prometido que la tendrá. Al parecer, se titulará El signo de los cuatro.

—¿Y qué hay de la historia que ibas a escribirle al señor Stoddart?

—La mía también será una novela de misterio, aunque un poco distinta. —De pronto cambió el tono de voz—. Tratará sobre el asesinato que escapa a los mecanismos de detección ordinarios. —El reloj dio el cuarto. Oscar encendió un segundo cigarrillo. Guardó unos segundos de silencio y fijó la mirada en la rejilla vacía—. Esta noche hemos hablado mucho de asesinatos —dijo con voz queda—. ¿Te acuerdas de Marie Aguétant?

—Naturalmente —fue mi respuesta.

No era una dama a la que resultara fácil olvidar. A su modo, y en su día, fue la mujer más notable de toda Francia. La conocí en compañía de Oscar en París en el año 83, en el Edén Music Hall. Cenamos juntos los tres —ostras y champán, seguido de paté de foie-gras y Barsac—, y Oscar habló, habló y habló como nunca antes le había oído hacerlo. Hablaba en francés, en un francés perfecto, y habló del amor, de la muerte y de la poesía, y de la poesía del amor y de la muerte. Yo le escuchaba maravillado, embelesado ante su genio, y Marie Aguétant estaba sentada con sus manos entre las de él, transpuesta. Y entonces, un poco bebida, repentina e inesperadamente, le pidió a Oscar que durmiera con ella esa noche.

Où? Quand? Combien? —preguntó él.

Içi, ce soir, gratuit —respondió ella.

—Pienso en ella a menudo —dijo Oscar—, y también en esa noche. ¡Menudos animales somos los hombres! Marie era una furcia, Robert, pero tenía un corazón puro. Supongo que sabes que murió asesinada.

—Lo sé —respondí—. Ya lo habíamos comentado.

—Arthur ha comentado los asesinatos de las mujeres de Whitechapel —prosiguió, sin reparar en mi respuesta—. Ha hablado de ellos con la precisión y el detalle de un forense. Está convencido de que Jack el Destripador es un caballero, o al menos un hombre culto. Se ha mostrado particularmente interesado en el caso de Annie Chapman, la pobre criatura que encontraron en la parte trasera del orfanato del doctor Barnardo, en Hanbury Street. Según ha dicho, a la señorita Chapman le habían extirpado la matriz, y lo había hecho alguien experto. Estaba ansioso por mostrarme un dibujo del cadáver eviscerado de la pobre chiquilla, a lo que yo me he opuesto, para luego, en un arranque quizás algo torpe por mi parte, intentar alegrar los ánimos. Le he contado, para divertirle la reacción del falsificador Wainewright cuando fue censurado por un amigo por el asesinato de una mujer cuya autoría había reconocido. «Sí, fue un acto espantoso, pero es que tenía los tobillos muy anchos».

—¿Le ha divertido el comentario? —pregunté.

—¿A Arthur? Apenas ha sonreído, mientras que Stoddart se ha partido de risa. Y a continuación, con gran entusiasmo, me ha preguntado si me creía capaz de cometer un asesinato. «Oh, no», le he respondido. «No debe hacerse nada de lo que no se pueda hablar durante la cena».

—Supongo que se habrá reído entonces.

—En absoluto. Se ha puesto muy serio y ha dicho: «Señor Wilde, se ríe usted de lo que más teme de sí mismo. Es una costumbre peligrosa. Será su perdición». Ha sido en ese preciso instante cuando me he dado cuenta de que era mi amigo. Ha sido entonces cuando he tenido ganas de contarle lo que he visto esta tarde… pero no me he atrevido. Stoddart estaba allí. Stoddart no lo habría entendido. —Apuró su copa—. Ésa, mi querido Robert, es la razón por la que volveremos a ver a mi nuevo amigo por la mañana. Ahora debo irme. Los relojes del club daban las doce.

—Pero, Oscar —grité—, no me has dicho lo que has visto esta tarde.

Se levantó.

—He visto un lienzo desgarrado en dos. He visto una preciosidad destrozada por las manos de unos vándalos.

—No te entiendo.

—He visto a Billy Wood en una habitación de Cowley Street.

—¿A Billy Wood?

—Uno de los chiquillos de Bellotti. Le habían asesinado. A la luz de las velas. En una habitación del primer piso. Tengo que saber por qué. ¿Cuál puede haber sido el motivo? Tengo que saber quién ha podido hacer algo tan terrible. —Tomó mi mano en la suya—. Debo irme, Robert. Es medianoche. Mañana te lo contaré todo. Encontrémonos en el hotel Langham a las ocho. El buen doctor estará ya desayunando sus gachas. Le atraparemos a tiempo. Él nos mostrará el camino que tomar. Le he prometido a Constance que pasaría la noche en casa. Tite Street me llama. Tú ya no estás casado, Robert, pero yo tengo mis obligaciones. Mi esposa, mis hijos. Quiero verles dormir sanos y salvos. Los adoro. Y también a ti te quiero, Robert. Al menos podemos decir que hemos oído el toque de la medianoche[1].

Y se marchó. Desapareció del salón con una floritura. A pesar de que había llegado exhausto, pareció partir recuperado. Mientras vaciaba en mi copa el resto de la botella, medité sobre lo que Oscar me había dicho, pero fui incapaz de encontrarle el menor sentido. ¿Quién era Billy Wood? ¿Quién era Bellotti? ¿Qué habitación de qué primer piso? ¿Se trataba de un auténtico asesinato o no era más que una de las fantásticas alegorías de Oscar?

Terminé mi champán y me fui del club. Para mi sorpresa, Hubbard se mostró casi cortés al darme las buenas noches. Había taxis en la fila de Picadilly y, como ese mes había vendido dos artículos, tenía fondos, pero hacía una noche agradable —en el cielo brillaba una luminosa luna de agosto— y las calles estaban tan tranquilas que decidí volver andando a mi habitación de Gower Street.

Veinte minutos más tarde, mientras iba en dirección norte hacia Oxford Street, al doblar desde un estrecho callejón lateral y salir a Soho Square, me detuve de pronto y volví a buscar el cobijo de las sombras. Al otro lado de la plaza desierta, junto a la nueva iglesia de San Patricio, todavía cubierta de andamies, vi un cabriolé al que subían, iluminados por un rayo de luna, un hombre y una joven. El hombre era Oscar, de eso no había duda. Pero a la mujer no logré reconocerla; tenía la cara espantosamente desfigurada y, por el modo en que se arrebujaba en su chal, percibí que era presa de un miedo horrible.