EPÍLOGO
Después
AQUELLA NOCHE ME ACOSTÉ en la antigua cama de caoba de mi habitación, al igual que habían hecho generaciones de Wate antes que yo. Los libros apilados bajo la cama. El móvil roto junto a mí. El viejo iPod colgando de mi cuello. Incluso mi desgastado mapa de carreteras estaba de nuevo en la pared. Lena lo había pegado ella misma. Sin embargo, por muy confortable que fuera todo, no podía dormir, tenía demasiadas cosas en qué pensar.
O recordar.
Cuando era pequeño, murió mi abuelo. Quería a mi abuelo, por miles de razones que no puedo explicar y miles de historias que apenas puedo recordar.
Después de que falleciera, me escondí fuera, en el árbol que crecía a medio camino de la valla, donde los vecinos solían tirarnos melocotones verdes a mis amigos y a mí, y desde donde nosotros acostumbrábamos a tirárselos a los vecinos.
No podía dejar de llorar, por mucho que apretara mis puños contra los ojos. Supongo que hasta entonces no había comprendido que la gente podía morir.
Mi padre apareció primero y trató de hablar conmigo desde debajo de aquel estúpido árbol. Luego lo intentó mi madre. Nada de lo que decían me hacía sentir mejor. Pregunté si el abuelo estaría en el cielo, tal y como explicaban en la escuela de verano. Mi madre dijo que no estaba segura. Era su parte de historiadora. Dijo que nadie sabía realmente lo que sucedía cuando nos moríamos.
Tal vez nos convertimos en mariposas. Tal vez regresamos de nuevo como personas. Tal vez simplemente morimos y no sucede nada.
Lloré con más fuerza. Una historiadora no es precisamente lo que uno necesita en esa clase de situación. Fue entonces cuando le conté que no quería que el abuelo muriera, pero por encima de todo, no quería que ella muriera, y por encima de eso, yo tampoco quería morir. Entonces se vino abajo.
Era su padre.
Descendí del árbol por mis propios medios, y lloramos juntos. Ella me estrechó entre sus brazos, allí mismo, al pie de los escalones de Wate’s Landing, y dijo que yo no moriría.
No moriría.
Lo prometió.
No iba a morir, y tampoco ella.
Después de aquello, lo único que recuerdo fue volver a entrar y comer tres trozos de pastel de grosellas y cerezas, de esos que tienen una cruz de azúcar tostada. Alguien tenía que morir para que Amma hiciera ese pastel.
Con el paso de los años crecí, me volví más maduro, y dejé de buscar el regazo de mi madre cada vez que sentía ganas de llorar. Incluso dejé de subir a aquel viejo árbol. Pero transcurrió mucho tiempo hasta que comprendí que mi madre me había mentido. No fue hasta que me dejó cuando volví a recordar lo que me había dicho.
No sé adónde quiero llegar. No sé qué propósito tiene todo esto.
Por qué preocuparse.
Mientras estemos aquí.
Mientras amemos.
Tenía una familia que lo era todo para mí, y ni siquiera era consciente de ello cuando los tenía. Tenía una chica que lo era todo para mí, y era consciente de ello cada segundo que pasaba con ella.
Los perdí a todos. Perdí todo lo que un chico puede querer.
Y había encontrado el camino de vuelta a casa, pero no os engañéis. Nada es lo mismo que antes. Y tampoco estaba seguro de querer que fuera así.
En cualquier caso, aún sigo siendo uno de los chicos más afortunados de los alrededores.
No soy una persona religiosa, no cuando se trata de rezar. Para ser sincero, en mi opinión rezar no sirve para mucho más que para darte esperanzas. Pero sí sé una cosa, y quiero decirla. Y espero que alguien esté escuchando.
Hay un sentido. No sé cuál es, pero todo lo que tenía, y todo lo que perdí, y todo lo que dejé significaban algo.
Tal vez no haya un significado en la vida. Tal vez sólo hay un significado en vivirla.
Eso es lo que había aprendido. Y eso es lo que voy a hacer a partir de ahora.
Vivir.
Y amar, por tonto que suene.
Lena Duchannes. Su nombre rima con lluvia.
Ya no voy a caer nunca más. Eso es lo que L dice, y tiene razón.
Porque supongo que en cierto modo podría decirse que estoy volando.
Que ambos lo estamos.
Estoy totalmente seguro de que en algún lugar ahí arriba, en la inmensidad del auténtico cielo azul lleno de abejorros carpinteros, Amma también está volando.
Todos lo estamos, dependiendo de cómo quieras mirarlo. Volando o cayendo, depende de nosotros.
Porque el cielo no está hecho de pintura azul, y no hay solamente dos clases de personas en este mundo, las estúpidas y las atrapadas. Somos nosotros los que creemos que las hay. No pierdas tu tiempo con ninguna de ellas, con nada. No vale la pena.
Puedes preguntarle a mi madre, si es una noche de cielo estrellado. De esas con dos lunas Caster y una Estrella del Norte y otra del Sur.
Al menos, yo sé que puedo.
Me levanto en plena noche y camino entre el crujido de las tablas del suelo. Parecen increíblemente reales, no hay un solo momento que no piense que estoy soñando. Una vez en la cocina, cojo un montón de vasos impecables del armario que está sobre la encimera.
Uno a uno los voy colocando en fila sobre la mesa.
Vacíos excepto por el reflejo de la luna.
La luz de la nevera es tan brillante que me sorprende. En la balda de abajo, encajonado detrás de una marchita cabeza de repollo, lo encuentro.
Batido de chocolate.
Justo como sospechaba.
Puede que hubiera dejado de tomarlo, y puede que no estuviera aquí para beberlo, pero sabía que de ningún modo Amma habría dejado de comprarlo.
Abro el cartón y doblo el pico hacia fuera, algo que podía hacer incluso dormido, que es prácticamente el estado en que me encuentro. Seguramente sería incapaz de hacer la tarta que le gusta al tío Abner aunque mi vida dependiera de ello, y ni siquiera sé dónde guarda Amma la receta de la tarta de chocolate.
Pero esto lo sabía.
Uno a uno voy llenando los vasos.
Uno por tía Prue, que veía todo sin pestañear.
Otro por Twyla, que renunció a todo sin dudar.
Otro por mi madre, que me dejó marchar no una, sino dos veces.
Otro por Amma, que ocupó su lugar entre los Antepasados para que yo pudiera ocupar el mío de nuevo en Gatlin.
No es que un batido de chocolate sea suficiente, pero no es realmente la leche lo que cuenta, y todos lo sabemos, todos los que estamos aquí, al menos.
Porque la luz de la luna reluce en las vacías sillas de madera a mi alrededor, y sé, como siempre, que no estoy solo.
Que nunca estoy solo.
Empujo el último vaso hacia el haz de luz de luna que atraviesa la rayada mesa de la cocina. La luz fluctúa como el parpadeo del ojo de un Sheer.
—Bebedlo —ordeno, aunque no quería decir eso.
Y menos aún a Amma y mi madre.
Os quiero, y siempre os querré.
Os necesito, y os llevo conmigo.
Lo bueno y lo malo, el azúcar y la sal, las patadas y los besos, lo que vino antes y lo que vendrá después, vosotros y yo…
Todos estamos mezclados en esto juntos, bajo la cálida corteza de un pastel.
Todo lo que se refiere a mí recuerda a todo lo que se refiere a vosotros.
Entonces saco un quinto vaso de la balda, el último limpio. Lo lleno hasta el borde con leche, tan hasta el borde que tengo que dar un sorbo para que no se derrame.
Lena siempre se ríe por la forma en que lleno mi taza hasta el límite. Puedo sentir cómo sonríe en su sueño.
Levanto mi vaso hacia la luna y me lo bebo.
La vida nunca me ha sabido tan dulce.
AQUÍ ACABAN
LAS
CRÓNICAS
CASTER
Fabula Peracta est.
Scripta Aeterna Manent
Lunas de una Vidente, lágrimas de una Siren
Diecinueve Mortales, temores de Wayward
Tumbas de Íncubos y ríos Caster
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